Sentado con los pies cruzados, Pedro, en un transporte público, se traslada rumbo a la Plaza de Armas de Lima —lugar donde, durante la colonia, se exhibió el poderío bélico español. Pedro se desempeña en un oficio poco ortodoxo, que, en realidad no es un oficio, sino un acto delincuencial que efectúa exitosamente con las falanges. Todos los comunes mortales contamos con tres: falange, falangina y falangeta, excepto Pedro; él cuenta con una adicional. Esta peculiaridad, aún sin nombre científico, complementada con un par de largos brazos, lo dotan corporalmente.
Pedro, vestido de blazer y zapatos finos, cara redonda con una sonrisa que inspira confianza, intenta ocultar las manos, mientras esconde una licenciosa actividad. Para su círculo más íntimo, ya era «el Tiburón»; pendón de predador que él llevaba con falso orgullo. En una fecha histórica de los años setenta, durante la celebración del Primero de Mayo —triunfo social de las ocho horas laborales; los lideres sindicalistas le rinden homenaje a la Unión de Trabajadores—, Pedro no tiene interés en el aburrido evento, solo pretende aprovechar la protección de la muchedumbre que disfruta de un domingo soleado. Su irregular recorrido entre la masa oscila como las olas del mar: secuencias largas, seguidas de otras medianas o cortas, que luego desaparecen para volver a empezar. Tras revisar varios bolsillos, consigue apoderarse de una cartera que contiene algunos soles —la unidad monetaria peruana—. Luego, en la iglesia, durante la misa deja un diezmo; su conciencia se tranquiliza, dando por descontado un boleto al cielo.
La Plaza San Martín, céntrica en Lima, cuenta con una estatua ecuestre del Libertador que fue erigida para conmemorar el centenario de la Independencia, y que da paso a la ecléctica arquitectura de influencia francesa que conecta los bulevares con las plazas. El Jirón de la Unión es un paseo público, adornado con mosaicos y elegantes faroles, cuyas vitrinas son visitas por públicos de diversos estratos, convirtiéndose, así, en la versión limeña de la Quinta Avenida, en Nueva York.
Algunos empleados públicos se visten con trapos refinados; se gastan el salario ganado con el esfuerzo de burócratas complacientes. Cuando Pedro divisó a una pareja madura vestida con soltura, se puso en alerta. El hombre lleva del brazo a la novia presumida, y ella, con la sonrisa impostada, mueve la cadera en exceso, con sensualidad, reluciendo tanto como sus joyas. A Pedro solo le tomó unos escasos segundos tasar las alhajas y decidió seguirlos de cerca. El susodicho, de saco y corbata, pelo corto y gomina, conversaba distraído cuando, súbitamente, voltea y desanda sus pasos; algo capta su atención. Decide dejarle una propina al mendigo que había incitado una repentina compasión, o solo pretendía lucirse ante la dueña de su atención. Pedro los dejó pasar y, al escuchar una lengua que no logra identificar, se relamió de codicia y continuó tras ellos, como un predador de bosque primario, al acecho en una jungla urbana. La pareja se detuvo para saborear un helado, y Pedro confirmó la sospecha: el fulano portaba una billetera gruesa que custodiaba en el lado izquierdo del saco. Trazó un plan; tendría que chocar con él pretendiendo una distracción. Dio media vuelta para colocarse en posición, ejecutó el movimiento y, tras el choque de hombros, la billetera cambio de propietario. Se deshizo en disculpas, representando el papel que ya había perfeccionado: la de un transeúnte avergonzado. Luego caminó presuroso; esperaba oír el grito de «¡ladrón!», que, felizmente, nunca llegó. El botín fue cuantioso.
Pedro tuvo la poca fortuna de crecer en los Barracones del Callao —el Callao es el territorio geopolítico del más importante puerto peruano—, un barrio marginal de pésima reputación; casuchas construidas de material reciclado. que, de a pocos, irían transformándose a estructuras de ladrillos y cemento. Cuando cumplió quince años, ya había sustraído su primera billetera, luego un pariente de escaso talento le sirvió de mentor, con lo que fue ganando experiencia. «Tiburón» fue el sobrenombre que el mestizo de rasgos finos se había ganado; su madre había gozado brevemente con un marinero italiano, y, tras el romance, brotó la semilla. Creció sin una figura paterna, y una madre que se ausentaba con frecuencia, pero llevaba en la sangre la camorra napolitana. Mientras que el país se iba a la deriva con una dictadura militar de izquierda, sin mandos ni experiencia, algunos jóvenes del vecindario hallaban solaz en el consumo de pasta básica de cocaína. Los pocos conocidos que realmente le importaban iban camino a la adicción; el detestaba el tóxico humo y verlos actuar como zombis tras encender la muerte lenta. Pedro gusta del alcohol, pero aborrecía las drogas. Solo había una droga con la cual se atiborraba: la adrenalina.
Para el carterista, la afluencia de público es su mejor aliado, cuanto más atiborradas se encuentren las calles, más se acrecientan las chances de tener éxito; por ello, el trasporte público es el lugar preferido para hurgar en lo ajeno. Pedro subía a los micros bien vestido y complementado por un verbo florido, carisma y cierta educación; iba disfrazado de inocencia para tratar de apoderarse de lo que ya contaba con dueño. En sus inicios, tuvo momentos tensos cuando era cogido in fraganti, pero siempre salvaba la situación; levantaba la voz, ofendido, luego bajaba del autobús y se alejaba con paso acelerado tras la dosis de adrenalina.
Entre sus colegas, salido de otras canteras, se encontraba Canito, un flaco desgarbado, sin atributos físicos, pero con sangre fría, que también tenía los dedos pegajosos. Llegaron a conocerse por la causalidad del destino cuando, en un bus lleno, intentaban sus jugarretas: ambos tenían planeado atracar a la misma víctima, y Canito se adelantó. En una rápida confrontación, ambos descubrieron una afinidad de lobos solitarios; comenzarían a actuar en equipo. El factor distracción fue el aliado para continuar la asociación ilícita, viendo cómo sus ingresos se incrementaban. Pero duró muy poco; pronto ambos se acusaron de estar engañándose en las repartijas, y dejaron la sociedad de responsabilidad limitada.
Pedro tenía dos pasiones en la vida: el fútbol y las mujeres. En la infancia, mostró condiciones en el puesto de guardameta; con sus largas extremidades se lucia atajando imposibles, pero no perseveró, y el talento se fue desvaneciendo entre pichangas de fines de semana. Aunque nunca dejó los estadios, siguió hinchando por su equipo: el Sport Boys del Callao. El campeonato peruano había culminado con su equipo en el segundo puesto; estuvo muy cerca de coronarse campeón, pero Pedrito Ruiz, un extraordinario futbolista, fue primordial para la victoria del Unión Huaral. Pedro había asistido a esa gran final, y, triste, se consoló con unas cuantas billeteras. Pedrito Ruiz pudo haber destacado en un equipo grande de Europa, pero no llegó al extranjero por su temor de subirse a los aviones.
El mundial del 78 en Argentina fue la oportunidad para que Pedro viajara al extranjero por primera vez. Seguiría a su selección mientras hurgaba en los bolsillos de los fanáticos. Al llegar a Buenos Aires, el lobo solitario eligió la calle Florida, la peatonal más famosa de Buenos Aires; ahí, entre el exaltamiento de los aficionados con sus equipos en la brega, celebró el triunfo contra Escocia, quien, con tres victorias en la primera rueda, decae y pasa a ser derrotado tres veces con un final desastroso: perdió 6-0 con los locales; desde entonces, favoritos para ganar el mundial. Pedro, pretendiendo ser un hincha más, laburó para hacerse de billetes desconocidos, cuyo valor desconocido descubriría hasta recibir el pago en las casas de cambio. Terminada su primera experiencia internacional, con los bolsillos llenos y absoluta libertad, decide ir en búsqueda de nuevas vivencias; cruzó el charco hacia el hemisferio norte. Pedro trabajó en varias ciudades y, aparentemente le iba bien; golpeaba y se movía con rapidez.
Luego cambiaba de aires y de ciudad. Conoció guapas mujeres, de todas las razas y colores, las agasaja dilapidando el dinero para gozar la dolce vita hasta desaparecer sin dejar rastro. Nunca mezclaba el placer con los negocios y era generoso con el dinero mal habido.
Viajó por Europa en buses, trenes y aviones. Ya había sido fichado por la Interpol, pero volvió a las calles ante la falta de pruebas. El exceso de confianza le hizo cometer un error, y terminó preso cuando un agente de paisano lo atrapó con las manos en la cartera, pasaporte y otros documentos de una turista distraída. Fue imposible esquivar a la justicia. Ahora espera su juicio mientras se distrae jugando futbolito dentro del penal.
Durante el siguiente mundial, el de España 82, se encontraba recluido en el centro penitenciario de Madrid, donde fue el arquero más solicitado, y, ahora, se reúne con el bando de los latinos para hacer fuerza contra los europeos. Mientras Italia se coronaba campeón, Pedro permaneció encerrado; salió en libertad antes del mundial de México 86.
Elegir ser carterista es tomar una mala decisión, los riesgos son altos y las horas muy largas.