—Puedo curarte —le dijo la chica—. A cambio de un beso, claro.
Sofía frunció el ceño. No era la primera vez que la veía y sabía cuál era la verdad oculta tras esa generosa oferta. Sus palabras eran dulces, su voz aterciopelada, pero solo había que fijarse en lo afilado de sus dientes. No era una criatura hermosa: un nido de serpientes coronaba su cabeza y costras putrefactas le marcaban la piel cetrina. Cuando sus miradas se cruzaron, la chica la invitó a acercarse con un movimiento de sus dedos huesudos. Sofía se mordió el labio y titubeó unos instantes, pero finalmente se levantó de la raíz sobre la que se había sentado y se acercó a la orilla del río.
—No estoy enferma —dijo Sofía.
—Claro que sí. Puedo olerlo, igual que puedo curarte. A cambio de un beso.
—No, gracias.
—Como quieras. Llámame si cambias de opinión.
La chica le guiñó un ojo y se zambulló de nuevo en el río. El sol le arrancó destellos dorados a la cola de pez y durante un instante Sofía creyó ver monedas en el fondo, pero tan pronto como desapareció la criatura, el río volvió a calmarse y el agua cristalina se enlodó nuevamente.
No estaba enferma, se dijo, mientras volvía a casa con la mochila del colegio a cuestas. No estaba enferma, pero su cuerpo era propenso a la enfermedad. Se sentía débil. Le ocurría cada vez más a menudo. Cosas de la edad, le había dicho su madre, y le había recetado un tónico bien amargo, porque cuanto más amarga la medicina, mejor el efecto sobre el cuerpo. Pero no estaba enferma, solo cansada.
—A tu edad es normal estar cansada —decía su madre—, todas esas hormonas, esas horas sin dormir, tantas emociones y peleas, tantos deberes… A tu edad mi madre no se preocupaba mucho por mi salud, claro, porque con ocho hijos cómo se iba a preocupar de una pobre como yo. Pero por eso aprendí, finalmente, a cuidarme; no es que sea yo médica ni nada, pero algún que otro truquillo aprendí. Por suerte, yo estoy sana como un roble, pero tú, querida, has heredado los genes de tu padre.
Su padre asentía y contaba sus propias pastillas. Enfermo e hipocondríaco desde que Sofía tenía uso de razón, la suya en vez de una casa parecía la enfermería del colegio.
—Échate un rato —le dijo su madre al llegar—, se te ve pálida. ¿Has comido bien?
Una pregunta inútil. Últimamente no sentía apetito, así que debía esconder las sobras de la comida en una servilleta y, de ahí, directa al bolsillo. Si tiraba las sobras a la basura los monitores se darían cuenta, así que debía esperar hasta poder escabullirse al baño. Todos los bolsillos de las faldas del uniforme habían quedado arruinados, pero su madre no hacía comentario alguno al hacer la colada. Nadie se había dado cuenta de que había perdido peso, o fingían no notarlo; a fin de cuentas, no era la única adolescente que de repente había ganado cinco centímetros de altura y había perdido cuatro quilos de golpe.
Se puso el pijama, se metió en la cama y esperó a que su madre le trajera la merienda.
—Te traigo unas tostadas, que te sentarán bien.
Le colocó la bandeja sobre las piernas. Entre las tostadas con mantequilla y la infusión de hinojo, dos pastillitas blancas esperaban ser engullidas. Sofía levantó la mirada y esperó las instrucciones de su madre.
—Para las náuseas —dijo, con esa voz suya tan delicada. Nunca levantaba la voz, no le hacía falta.
No sentía náuseas en absoluto, pero tragó las pastillas igualmente. Todo era más fácil sin rechistar.
—Son un poco fuertes, pero antes de sentirte mejor, tienes que empeorar. Esta noche será dura, pero mañana estarás como nueva.
La besó en la frente y se marchó, dejándola con la merienda. Dio un bocado a la tostada, sintió que le subía la bilis por la garganta y finalmente dejó la bandeja en el suelo, donde su gata se encargaría de dar cuenta del festín.
La noche fue dura, pero su madre tenía razón: a la mañana siguiente se sintió un poco mejor y, tras beberse el tónico y tomarse las vitaminas, enfiló camino a la escuela. Debía cruzar parte del bosque, bordear el volcán y el río, y luego enfilar por el camino que cortaba los campos de cultivo en dos antes de dar con el pueblo y, allí, coger el autobús que la llevaría al pueblo vecino, donde unos barracones hacían las veces de instituto.
La criatura la esperaba nuevamente en la orilla del río.
—¿Sabes por qué te sientes mejor? Porque has surcado lo peor de la ola esta noche, pero no estás mejor que ayer por la tarde. Estás peor, de hecho, solo que no recuerdas lo que era estar bien y cualquier cosa que sea mejor que el abismo te parece salud. Pero sigues enferma.
—Solo estoy cansada. Es normal a estas horas de la mañana.
—¿No te cansas de jugar a los doctores? Puedo curarte, puedo hacerte libre.
—Soy de sangre débil. No conoces a mi padre, pero si lo conocieras, lo entenderías.
—Claro que lo conozco. Conozco a toda tu familia. Conozco a todo tu pueblo. Llevo aquí siglos.
—Se te nota… hueles a muerto descompuesto.
La criatura soltó una carcajada, dejando al descubierto las cuatro hileras de dientes de tiburón y una garganta roja como la sangre, una lengua larga y bifurcada y una campanilla hinchada.
—Pronto olerás tú así, querida, si no aceptas ese beso.
—Llego tarde al colegio.
La criatura se limitó a asentir y a guiñarle nuevamente el ojo antes de desaparecer. El río se ensució nuevamente. Hacía tiempo que nadie acallaba los espíritus y la sirena debía sentirse hambrienta.
Esa tarde, volviendo de la escuela, tuvo que sentarse nuevamente en la orilla a descansar. Vertió las sobras de la comida en el agua y un trozo de pastel que había comprado en la pastelería de camino a la parada del autobús. La costumbre dictaba que se encendiera un fuego y se quemaran las ofrendas, pero no tenía mechero y temía incendiar el bosque.
Unos ojos oscuros le sonrieron desde la profundidad. Los que antes preferían carne chamuscada, ahora se contentaban con azúcar e industriales.
Esperó unos instantes, pero la sirena no apareció para pedirle un beso. Se imaginó que dolería; esos dientes no eran moco de pavo.
—Estoy acostumbrada al dolor —dijo al vacío.
Nada. Ni una respuesta. Se tumbó en el césped. El aire fresco y la tierra húmeda bajo su espalda la hicieron sentir mejor. Siempre se sentía bien al dejarse perder en el bosque, aunque su madre la instara para no demorarse demasiado.
—El frío no es bueno para tus nervios —decía.
Nada era bueno para sus nervios. Ni para sus huesos, o sus músculos, o su corazón.
Podría quedarse ahí tumbada toda la vida, echar raíces, desintegrarse en tierra y polvo. Pero su madre saldría a buscarla y la encontraría antes de que pudiera desaparecer. No tardaría en escuchar el tintineo de su voz, el aire escapándose de sus pulmones como un silbido, acallando el cantar de los pájaros, el viento entre las hojas de los árboles, el flujo perezoso del río. Podía acallar cualquier cosa, matar a cualquiera.
Tomó aire y se incorporó nuevamente. Se sacudió la tierra del uniforme.
—Me encontraba mal, he tenido que tumbarme —dijo en voz alta, practicando la afectación de la voz.
La carcajada de la sirena le resonó en los oídos, pero antes de que pudiera decir nada, Sofía echó a correr. Luego, cuando su madre le preguntó por el sudor en la frente, las mejillas sonrosadas y la ropa sucia, Sofía lloriqueó:
—Me encontraba mal, he tenido que tumbarme.
Y su madre, con una sonrisa felina, la desvistió, la metió en la cama e hizo que engullera un jarabe verde que la dejó k.o. A la mañana siguiente, al bajar a desayunar, se encontró a su padre ordenando sus pastillas mientras su madre servía el café en sus tazas de porcelana predilectas.
—He llamado al colegio —dijo—para avisar de que te encuentras mal y no asistirás hoy. Toma, un panecillo.
Sofía se sentó en la mesa y observó a su padre colocar las pastillas de los martes en el compartimento correspondiente, cuidándose de formar un triángulo perfecto. Su madre le untó el panecillo de mantequilla y se lo acercó a la boca. Sofía lo observó unos instantes. Tenía quince años. O cinco. Levantó la mirada hacia su madre. Lucía hambrienta, como la sirena.
—Vamos, querida.
Su voz la tenía hipnotizada. Los labios estirados en una sonrisa tensa parecían una media luna. Nunca sonreía con los dientes, ni con la mirada.
—Solo sonríes cuando estoy enferma.
—Es que siempre estás enferma, mi vida.
Sofía se apartó de golpe y se levantó. La silla se estrelló contra el suelo, obligando a su madre a apartarse de ella.
—No es verdad. Solo estoy enferma cuando tú dices que estoy enferma. Pero eso tampoco es verdad. Eres tú quien me enferma con sus medicinas. ¿Y papá? Papá, ¿estás enfermo de verdad? ¡Papá!
Su padre levantó la mirada del desayuno. En una mano tenía una enorme cápsula amarilla, en la otra, el café.
—Haz caso a tu madre.
Su madre se abalanzó hacia ella, pero Sofía la apartó de un empujón y salió corriendo. Dejó la casa atrás, con sus viejos cipreses, su porche destartalado, el columpio que había sido de su madre cuando era niña, el camino de gravilla perfectamente perfilado con crisantemos a un lado y hortensias al otro. Ignoró las piedras que se le clavaban en los pies descalzos y las sombras retorcidas de los árboles cuya presencia, incluso con la luz del sol filtrándose entre sus ramas, seguía siendo amenazadora.
El río apareció frente a sus ojos como un espejismo.
—¡Acepto! —chilló, incluso antes de llegar a su orilla—. ¡Acepto! Vamos, sal de donde estés. ¡Acepto!
Se adentró en el agua. El camisón rosa se hinchó como un globo y se le subió hasta la cintura. Se adentró aún más, hasta que el agua le cubrió el pecho.
—Vamos, ¿dónde estás? Acepto el beso. Por favor, acepto el beso.
La sirena emergió de entre la espuma con el cabello echado hacia atrás, los cráneos de las serpientes descansando plácidamente sobre sus hombros, contra su columna vertebral, flotando sobre la superficie del agua, fingiendo estar dormidas.
—Chica lista.
—No —gruñó Sofía—, en absoluto. Pero acepto el beso; no a cambio de que me cures, no quiero una cura. A cambio de un castigo. Castígala.
—¿Cómo? Pide y se te concederá.
La sirena enroscó los dedos en sus hombros. Un escalofrío le recorrió la espalda al sentir la piel fría y húmeda contra la suya.
—Haz que todos olviden mi existencia. Cuando ya no esté, haz que me olviden todos menos ella; que nadie llore mi pérdida ni le ofrezcan consuelo. Que sean en vano todos estos años de cuidar a una niña enferma. Y, cuando no pueda más, quítale a mi padre también. Cúrale, sepáralos, destrózalos: que todo el mundo conozca la debilidad de él y la crueldad de ella. Mi vida por la suya.
La sirena sonrió y se relamió los labios.
—Chica lista —dijo de nuevo—, terriblemente lista. ¿O debería decir simplemente terrible? Ven, dame un beso; no te dolerá nada. Por fin hueles a vida, a sangre, y llevo hambrienta muchos años. Los espíritus siempre necesitan un sacrificio humano.