El Romanticismo mata a las mujeres. No lo digo yo, lo dicen Jane Austen y Mary Wollstonecraft, y lo recoge Anne K. Mellor en su artículo, «Why Women Didn’t Like Romanticism: The Views of Jane Austen and Mary Shelley» (2009). Pero no solo las mata: las seduce, las abandona, las embaraza, las prostituye, las enferma y las degrada. ¿No es ese uno de los temas principales de Sentido y sensibilidad? Más allá de una elegía al amor que existe entre hermanas, Austen teje una advertencia contra el exceso de sensibilidad, contra los sentimientos exacerbados, contra el amor que quema y consume. Pero todo eso ya lo sabíamos; se viene diciendo desde hace años.
El exceso de pasión lleva a Marianne Dashwood a la enfermedad. Pero lo que en un primer momento esperamos que sea un suceso desgarrador para el lector —a fin de cuentas, Marianne es una de las protagonistas de la novela a la que el lector ha acompañado durante todo su sufrimiento y las escenas de su enfermedad, narradas desde el punto de vista de su hermana Elinor, no carecen de sentimiento en absoluto—, se convierte en una crítica de las ridículas convenciones de la novela romántica que no tienen cabida en el mundo racional de Austen. La sensibilidad exacerbada (que no el amor profundo) se convierten en objeto de crítica al equipararlos a una forma de enfermedad: el tipo de enfermedad que corroe y sobrepasa cualquier otro sentimiento y que aliena al sujeto de su círculo social hasta postrarlo en la cama. Lo ridículo de la situación no es que Marianne caiga enferma de amor, como muchas otras de sus predecesoras; lo ridículo de la situación es que Marianne cae enferma precisamente porque, enajenada de desamor, se pasea de noche por el césped húmedo y, al llegar a casa, en vez de cambiarse las medias mojadas, se regodea en su miseria hasta pillar un resfriado común, que termina agravándose y complicándose.
Que Austen elija una enfermedad infecciosa, caracterizada por fiebre y delirios, no es coincidencia. La convención dicta que Marianne muera de desamor y, si es de un desamor tuberculoso, mejor que mejor. Pero Austen no puede dejar que Marianne muera, así que la resfría. Una enfermedad prosaica para una heroína satírica, aunque Marianne sea la más romántica, convencional (en el sentido literario) y seria de sus heroínas.
Si el exceso de pasión lleva a Marianne a la enfermedad, lo correcto sería que muriera de tuberculosis, la enfermedad de la pasión. La tuberculosis consume (de ahí el arcaico nombre para referirse a ella en inglés: consumption) de fiebre desde dentro al enfermo. Como indica Susan Sontag: «La fiebre, en la tuberculosis, era signo de un abrasamiento interior: al tuberculoso lo ‘consume’ el ardor, ese ardor que lleva a la disolución del cuerpo» (2008, p. 31). De ahí que nazcan metáforas propias de la tuberculosis para describir el amor: el amor enfermizo, la pasión que consume. Marianne, por lo menos al principio de la novela, estaría de acuerdo con esas metáforas: el amor solo es uno y debe consumir todos los sentidos, no puede ser taimado ni debe ser escondido. Es en Marianne, pues, que amor y enfermedad no solo coexisten, sino que forman un único concepto.
Sin embargo, Austen, conocedora de los tópicos que pretendía criticar, introduce la muerte por tuberculosis en el personaje romántico por excelencia: Eliza Brandon. Víctima de un matrimonio infeliz, adúltera, divorciada, pobre y a dos pasos de la prostitución, Eliza Brandon termina, primero, en una prisión para deudores y, luego, en un hospicio. El relato que nos muestra el coronel Brandon es el de una mujer de buena disposición llevada a la ruina económica y moralmente, y de esa ruina solo puede sacarla una muerte redentora, una muerte edificante, una muerte que aporte sentido y significado a la tragedia; en conclusión, una muerte que le abra las puertas del cielo y haga borrón y cuenta nueva de todos sus pecados.
El propio coronel admite que la muerte es la única opción que le queda: «Que ella se encontraba en el último grado de una enfermedad venérea era harto evidente, y, cosa singular, aquello casi me resultaba un consuelo. La vida no hizo nada a favor suyo, salvo ofrecerle una preparación para resignarse a morir» (Austen, 2015, p. 244). En el original Austen emplea precisamente el término consumption (tuberculosis cuando esta afecta al pulmón, no enfermedad venérea): «That she was, to all appearance, in the last stage of a consumption» (Austen y Shapard, 2011, p. 384).
Marianne es el doble de Eliza Brandon, el reflejo en el espejo: coinciden en gustos, en carácter, en sensibilidad, en aspecto físico. El coronel Brandon, eterno enamorado y cuñado de Eliza, ve en Marianne la herencia de su amor de infancia. Igual que la tuberculosis limpia los pecados de Eliza, la fiebre de Marianne purga su cuerpo del amor por Willoughby. Como una catarsis, la fiebre la quema (consume) por dentro hasta que Willoughy aparece y ofrece sus explicaciones. Elinor, como sucedánea de Marianne (a lo largo de la novela los pensamientos de una y otra van a la par, hasta el punto de que Elinor llega a imaginar las reacciones de Marianne a ciertas situaciones y eso, a su vez, afecta las reacciones e impresiones de Elinor), escucha el relato de Willoughy para que, por fin, Marianne puede descansar en paz.
Mucho se ha hablado de cómo esta fiebre mata a la Marianne romántica y la convierte en una mujer razonable, madura, preparada para vivir, por fin, en sociedad (muy en la línea del aprendizaje de Catherine Morland, aunque el aprendizaje de Catherine es lo suficientemente cómico como para hacernos sonreír, mientras que el de Marianne es francamente deprimente); pero es menester señalar que la Marianne que resucita no es, en esencia, una Marianne muy distinta a la que cae enferma. Su desmesura, su tendencia a lo absoluto, sigue presente: «Pienso levantarme lo más tarde a las seis y repartir las horas hasta el mediodía entre la música y la lectura. […] Leyendo seis horas cada día puedo adquirir una instrucción que ahora realmente echo en falta» (Austen, 2015, p. 376). Ha cambiado la pasión sentimental por el fervor intelectual. Y más adelante: «en lugar de quedarse siempre con su madre, hallando placer solamente en el retiro y el estudio, tal y como se había propuesto en sus momentos de clama reflexiva, se encontró a los diecinueve años sometida a una nueva relación sentimental» (Austen, 2015, p. 412). O, lo que es lo mismo: frustradas sus expectativas sentimentales y roto su corazón, Marianne planea quedarse soltera el resto de sus días.
Pero ninguna de las protagonistas de Austen debe ser tomada demasiado en serio, por heroicos que sean su carácter y su personaje, y estas siempre deben aprender una lección al final de cada novela. Si Marianne abandona la sensiblería en aras de la sensatez es más bien irrelevante —el título no ha sido nunca una dicotomía, la conjunción indica cópula, no disyunción. Lo importante, a mi parecer, es que Marianne aprende, en cierta medida (nunca en absolutos, aunque ella sea el personaje de los absolutos), a leer el mundo: su mundo de novela se disuelve hasta dejar ver la realidad prosaica que le ha tocado vivir. Y vive. A diferencia de los románticos por excelencia, de Werther y sus discípulos, Marianne vive; acepta la realidad que le ha tocado vivir, por triste que eso pueda parecer a algunos.
Notas
Austen, J. (2015). Sentido y sensibilidad. Barcelona: Penguin Clásicos.
Austen, J., y Shapard, D. M. (2011). The Annotated Sense and Sensibility. Nueva York: Anchor Books.
Mellor, A. K. (2009). «Why Women Didn’t Like Romanticism: The Views of Jane Austen and Mary Shelley». En H. Bloom (ed.). Bloom's Modern Critical Views: Jane Austen, New Edition (pp. 77 - 88). Nueva York: Infobase Publishing.
Sontag, S. (2014). La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas (3ª ed.). Barcelona: DeBolsillo.