En la bellísima carta que le dejara Roberto Néstor Estévez a su padre, en caso de morir en combate —y así ocurrió en Malvinas—, dejó por escrito: “Gracias por tener tu apellido; gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española”.
Ese concepto me conmovió de una manera más certera que cuando comúnmente se nos decía en la escuela que éramos nietos de España o que esta era la madre patria. Ambos conceptos son verdaderos, pero en las palabras de aquel héroe se explicaba, con firmeza, el carácter heredado de una histórica nación, en la joven que me vio nacer.
Una vez, estando en una reunión literaria en Irlanda, un distinguido caballero me preguntó de dónde era. Al responderle, me dijo: “Entonces, español”. Al ver mi gesto de incredulidad, agregó: “Que sí, que tú serás español de La Argentina, y yo de Segovia, pero ambos somos españoles”. Así fue que, en las tierras de Joyce, continuamos nuestra charla bajo las formas cervantinas.
Tras algunas desventuras por los Estados Unidos, al cruzar su frontera sur y encontrarme con la bandera mexicana, me dije a mí mismo: “He vuelto a la patria extensa de mi idioma”.
Cuando la informática comenzó a conquistar el mundo y, por un capricho absurdo, se debatió si no era momento de desprendernos de la letra ñ, recuerdo haberlo sentido como si quisieran arrebatarme la identidad, amenazando esa virgulilla que siempre vi flamear como bandera y emblema del idioma que todos amamos.
Más allá de haberme criado en las calles del lunfardo —que nunca se desprendió de la gramática española— y entre susurros de Borges, Sábato y Cortázar, crecí leyéndolo a Don Miguel, a Lope, a García Lorca, a mi siempre querido Aute, y disfrutando la cadencia exquisita de la zarzuela. Por esto, cuando por primera vez llegué a España, no sentí solamente que visitaba la tierra de mis abuelos cántabros y catalanes, sino que me estremecí al comprender que recorrería mi pasado personal, aquel que añoré como si lo hubiese vivido en esa dimensión que el corazón confunde con la indescifrable: el sentimiento que nos pertenece.
Entonces comprendí, y temí, el valor de mis letras. No escribía para un grupo reducido de personas, y debía honrar a los muchos otros que han enaltecido el idioma en el que me atreví a expresarme artísticamente. Por eso, cada vez que puedo, me gusta rendirle cuentas al espíritu de ese padre de nuestra lengua en Alcalá de Henares. Entro a su casa y recorro su barrio, intentando encontrarme con su sombra.
Es tanto el amor y respeto por esta lengua, que no hay ocasión, tras liberar un texto o un poema, en la que no me quede con la incertidumbre y el pánico de no haberlo hecho bien o de temer haber mancillado el impecable universo lingüístico que habitamos.
Las veces que algún escrito mío en otra lengua recibe alguna digna mención, lo siento como una picardía de mi espíritu aventurero. Pero cuando sucede por alguna destreza ocasional en mi lengua materna, siento un regocijo en el alma por el deber cumplido.
Mi vida literaria, siempre inacabada y, ojalá, aún enriqueciéndose, me arrojó ante ustedes en este día, y creo que para agradecerles. A pesar de mi ser muchas veces iconoclasta, cualquier reconocimiento o mención especial por algún cúmulo de aciertos azarosos entre mis intentos literarios es una satisfacción que hace revolotear a la virgulilla, que cual mariposa, aletea y late en mi corazón.
Sin sentirme digno, y tal vez tan solo un feliz instrumento de nuestra literatura, solo me queda agradecer el poder subirme al escenario de la literatura española. Pero permítanme ubicarme detrás de todos los autores que han sido y que serán mayores intérpretes de todo lo que yo, en mi vida, deba o pueda hacer. Porque, además de no sentirme a la altura, por nobleza literaria prefiero ver las interpretaciones de los demás, ya que escribir es un oficio hermosamente estresante e insatisfecho, mientras que leer u oír una poética declamación es, de los placeres, el más exquisito.
Yo, argentino y español, heredero de Jijena Sánchez y de Góngora y Argote, alzo mi copa en agradecimiento, pero excluyéndome —si me lo permiten— de la mención, porque quisiera que todos celebremos el idioma que habitamos y que refugia a todos los hijos que cantamos sus versos, en acentos incontables y todos embellecedores.
Gracias a ustedes y ¡salud a nuestra virgulilla amada! La que sueña, la que es nuestra dueña, la de antaño y también la del mañana; la que habita en toda alma que ama a España.
Estas palabras —este borrador, esta guía discursiva— estaban previstas para ser leídas, o interpretadas, en la entrega de un premio, mención y reconocimiento, por parte de un prestigioso ente cultural del Reino (que no el de Albanta). Pero debido a mi poco lineamiento político con ninguna política tradicional, y mucho menos de raíz impuesta y demagógica, se determinó que tal ocasión se cancelara.
¿Me hubiera gustado haber dicho estas palabras entre colegas y amigos de España? Claro que sí. ¿A mi vanidad de poeta le hubiera hecho cosquillas? Seguramente. Pero, como artista y escritor, mucho me conforma saber que las ideas que expreso y los valores que encarno suscitan resquemores.
De todas maneras, todo lo que he expresado más arriba —sin que lo haya podido expresar— es y será siempre lo menos que puedo decir de lo mucho que amo al idioma en el que escribo.