Dos gatos negros me miran desde la ventana, les saludo con la mano. No sé qué quiere decir que dos gatos negros con heterocromía te observen con fijeza desde el alfeizar de una ventana cerrada, pero mi instinto quiere intuir que es un buen presagio. Uno de ellos tiene el morro blanco y las patitas con calcetines de algodón. ¿Se le considera, aun así, negro? Espero que sí y si no, me da igual: para mí sigue siendo un buen presagio que dos gatos negros te miren fijamente desde el alfeizar con sus ojos heterocromos.
Voy camino al trabajo, me gusta ir a pie porque las calles tienen una luz especial de recién despertar, y un silencio blanco envuelve la ciudad en esta hora quieta. El aire es más fresco y puro antes de las siete de la mañana cuando en la Avenida Meridiana aún no nos hemos sacudido el calor de las sábanas, y el tráfico y los habitantes no corretean histéricos por las calles. Siento que a esta hora soy dueña y señora de Barcelona, es mía y de unos pocos afortunados que aprendieron a valorar esta quietud matutina.
Tomo la calle Bilbao que es estrecha y pertenece al sintecho que duerme en su propio palacio de cartón dentro de un banco. Nunca llevo dinero suelto, pero siempre le dejo un croissant y un café porque desayunar café recién hecho y croissants calientes debería ser reconocido como derecho humano y patrimonio de la humanidad.
Antes, en el portal número 225, al lado de la sede de la Caixa, vivía un moro que quiso ser príncipe, pero el sintecho rey no quiso permitírselo y se enzarzaron en una discusión terrible. Yo no sé si lo mató o el otro se asustó tanto que terminó por exiliarse, pero lo cierto es que no he vuelto a verle. Tampoco me importa, no me caía bien y no me gustaba como me miraba.
—Yo no quiero vasallos, ni aliados —me dice con su boca desdentada—. Tampoco enemigos.
Me río pensando que la calle es como un tablero de ajedrez en el que cada jugador juega con sus normas y vamos todos como pollo sin cabeza dando machetes o recibiéndolos sin ton ni son. La raison puede intentar imponerse, pero la folie es nuestra verdadera soberana.
A estas horas de la mañana te cruzas con poca gente. Una o dos mujeres con la somnolencia dibujada en las bolsas de los ojos, dos negros en bici que no se sabe bien sin van o vienen de trabajar. En los reflejos de los escaparates se asoman caras amorfas y desdibujadas que reclaman vidas pasadas y vidas futuras. En un reflejo no cabe el presente. Son solo espejismos, por eso a veces nos gusta mirarnos en ellos: forman y deforman nuestra imagen, la moldean, la destruyen según las químicas que gobiernan nuestra mente. A decir verdad, los espejos no son traicioneros como gusta creer. Son, más bien, la realidad que nuestro fuero interno quiere creer, aflorando a través de nuestros ojos.
La luz del día, entre gris y rosada, empieza a anaranjarse. La ciudad despierta de su letargo desperezándose lentamente para desprenderse del manto onírico que aun la envuelve. Mi abuela me contó que hubo una época anterior en la que la ciudad olía a pólvora, sangre y miedo; luego simplemente a miedo. Existió un entretiempo en que los aromas que gobernaban la ciudad eran los de la artesanía, la madera fresca, el pan recién horneado, el oxido, las flores recién cortadas, el sudor. Los aromas que dominan nuestras vidas esta mañana de agosto son pegajosos, oscuros, polvorientos; olores de multitudes y monstruos de cuatro ruedas.
Los problemas y las preocupaciones se instalan en la nuca, justo encima de la C1 y se hace un nudo que a veces asciende hasta la sien y se instala en la vena hinchada de la frente. Otras, se arrastra como un gusano venenoso hasta la lumbar y muerde la ciática dejándonos imposibilitados y moribundos durante nuestra tarde libre, y maldecimos nuestro trabajo y nos planteamos abandonarlo y buscar nuestra pasión verdadera. A mí no me gusta mi trabajo, pero paga las facturas y me regala el bienestar más absoluto: la monotonía. Como un autómata me quejo con mis compañeras a la hora del descanso:
—¡Nos tienen explotadas!
—¡Un sueldo digno ya!
—Yo, por esta empresa, no me voy a romper los cuernos.
—La verdad es que yo tampoco me voy a romper los cuernos por esta empresa, pero tampoco la cara en una huelga sindical.
Cruzo la Avenida Diagonal cuando un sonido seco me aturde y una energía histérica y desorganizada me avasalla desde la lejanía. El día que empezaba a despuntar soleado se tornó poco a poco en una mancha oscura hasta que la negrura conquistó toda mi conciencia.