Se le habían hecho llagas en los pies y no llevaban ni la mitad del recorrido andado. Aquel maldito terreno era árido y pedregoso como un infierno y ella no llevaba el calzado adecuado. A decir verdad, ni siquiera iba vestida como sus compañeros, que llevaban las típicas pintas de montañistas de Decathlon que tanta grima le daban. Estaba de un humor terrible, notaba como los flácidos músculos de sus piernas temblaban a cada paso que daba. Resopló para sus adentros. «¿Toda la puta excursión va a ser en subida?».
Lara intentaba darle conversación para amenizarle aquella infernal tortura a la que la había condenado —«joder, ni los trabajos forzosos a los que sometieron los nazis a los judíos pudieron ser tan duros como esta maldita excursión!»—. No lo iba a conseguir. Si quería compensarla por haberla acompañado a aquel coñazo de día, tendría que invitarla a unas cuantas birras y acompañarle a una ronda de chupitos. Por mucho que ahora quisiera renegar de su pasado —no tan lejano— fiestero. Lara era, y siempre iba a serlo, su spirit animal. Ahora iba de hippie naturalista, todo porque el tío que le gustaba iba de ese palo. No sabía que le veía, tenía pinta de sucio y olía siempre a hierba. Igual era por eso que estaba tan enganchada, que cuando follaban emanaba vapores a marihuana y la tía se pasaba el día colocada. Recién follada y colocada.
—Ei, vengan ¡Apretad el paso que solo vamos por el principio!
«Apriétate tú las tuercas, imbécil». Su amiga, obedientemente, aceleró el ritmo para ponerse a la altura de Lluís. Observó con un deje de celos como hablaban animadamente y reían de alguna broma privada, mientras ella se quedaba rezagada resoplando de cansancio. Dani se giró y sonrió. No era una sonrisa especialmente bonita, pero resultó ser contagiosa. La esperó recostado en un árbol y con una bolsa de almendras abierta.
—¿Vas bien?
Era la una del mediodía, el sol estaba alto y calentaba sin tregua el ambiente. El grupo estaba desperdigado por los diferentes puntos de sombra de aquel claro verde. Estaba sudada y le dolían las piernas como nunca. Sin embargo, y contra todo pronóstico, se sentía bien. Extasiada. El cielo era de un azul celeste límpido que casi parecía estar soñando de lo irrealmente bello que se veía. Lo observaba con la cabeza reposada sobre la mochila y contando las escasas nubes blancas que lo adornaban.
Lara la zarandeó por el hombro despertándola del trance.
—Vamos, tenemos que continuar.
—Joder, tía, se está tan bien… ¿por qué hay que seguir?
Lo preguntó con voz quejumbrosa y lastimera. Lara volvió a zarandearla, esta vez con más violencia. Se levantó sin prisas, con cara agría y con las extremidades entumecidas. «Puta excursión», pensó. El éxtasis de bienestar que la había inundado hacía apenas unos segundos desapareció de un plumazo.
Mientras se colocaba con parsimonia la mochila en la espalda, se topó con la mirada de Lluís. Quiso aguantársela desafiante, pero por algún motivo se achantó y la bajó. Dirigió los ojos hacia Lara, buscando una complicidad que en aquel momento solo ella parecía sentir, para ver si había captado la escena surrealista, pero su amiga apartó la vista, casi con pudor. Se encogió de hombros e hizo un mohín con los labios. Le parecía ridículo que se hubieran enfadado porque quisiera descansar más rato.
Continuaron subiendo, ahora en silencio y con caras largas. Llegaron a una bifurcación en la que se pararon unos segundos para decidir qué dirección tomar; Lluís se encaminó hacia la derecha, detrás de él Lara y Dani le siguieron por la empedrada subida. Con resignación, echó una última mirada de desasosiego al apacible sendero plano de la izquierda cuando reparó en un montoncito de piedras de color amarillo y en la pintada del mismo color que había en el árbol de al lado.
—¡Eh! —gritó— ¡Creo que el camino es este!
Estaban a unos veinte metros de ella, era imposible que no la hubiesen escuchado. Soltó una maldición entre dientes, se ajustó bien la mochila y corrió para reunirse con sus amigos.
—Oye, ¿no me escucháis? Os digo que es por aquí.
Lara le echó una mirada de disgusto que la molestó, Lluís ni siquiera se giró para mirarla. Cuando iba a soltarle un merecidísimo rapapolvo, Dani se giró con la sonrisa más forzada de la que era capaz, se colocó detrás de ella y la empujó levemente espetándole que aquel era su camino.
Los árboles cubrían casi por completo el cielo con sus ensortijadas ramas y hojas, aun así, podían intuirse los nubarrones negros que se alzaban con amenazantes vientres preñados. Se había levantado un viento helado que cortaba la piel y dolía respirar. Pese a la incomodidad, al cansancio y a las ganas de volver a casa, algo en los semblantes de sus compañeros la frenaban en sus quejas y ruegos. Tomaron un desvío hacia la izquierda con un ligero descenso que le supo a agua bendita. Se tranquilizó porque aquello parecía un sendero que, aun y abandonado, era sendero.
Un rugido celestial coronó sus cabezas. Los cuatro alzaron la vista preocupados, la tormenta era incipiente y una nunca debía estar bajo los árboles. Contuvo la respiración y en un gesto ansioso se llevó las uñas de la mano izquierda a la boca para mordisquearlas.
—Hay que darse prisa.
Aceleraron el paso, casi corrían, mientras el descenso se acentuaba. Estaba tan fatigada que sus piernas se movían con torpeza como las de un autómata. Las primeras gotas de lluvia no tardaron en hacer acto de presencia, el temible torrencial no se hizo esperar. Tiritaba de frío y la lluvia no le permitía ver más de un palmo más allá de su nariz. El cielo volvió a rugir, aquella vez como si quisiera prevenirles del fin del mundo. Miró despavorida al cielo, pisó una roca suelta que cedió bajo su peso, escuchó un terrorífico crack y el paisaje se volvió vertical. Se golpeó con fuerza el hombro derecho y se clavó en la sien una rama saliente.
—Mierda, mierda, mierda.
Rojo.
Fría y húmeda, sumida en una grisácea oscuridad, escuchaba ecos murmurantes en los que no lograba distinguir las voces. Un apacible crepitar envolvía su consciencia. Los ecos parecían estar envueltos en una discusión. Si pudiera… Si tan solo… Un gemido. Un aroma familiar le invadió las fosas nasales. Un zarandeo familiar volvió a sacudirle por el hombro con delicadeza. No conseguía distinguir la voz que le hablaba en un murmullo histérico al oído.
Gimió de nuevo, era la única señal de vida que era capaz de mostrar.
—Está viva, podemos continuar.
El espectro conocido la abordó de nuevo en aquella extraña consciencia semipresente.
—No, no. ¡No lo podemos hacer así! —susurró ansiosamente—. Está indefensa.
—Eso lo hace más fácil.
—Será más rápido.
—Es una ofensa, se enfadará con nosotros. Creerá… Creerá que pensamos que es débil.
Volvió a gemir para llamar la atención de las voces. La aspereza de unas manos más grandes y menos familiares que las que la habían zarandeado hacía unos minutos, le apartaron con docilidad el pelo de la cara, dándole un tirón en la sien donde se había secado la sangre coagulada.
—Lo siento —balbuceaba—. No tenía que ser así, se suponía que ibas a tener una oportunidad.
La levantaron con brusquedad del suelo y la llevaron en volandas por lo que parecieron tortuosos años, mientras poco a poco tomaba consciencia de su alrededor.
Se intuía una tenue iluminación. Estaba confusa y desorientada. Tenía frío y le dolían las cervicales. Con un quejido intentó levantarse del suelo, pero unas manos duras la frenaron. Echó una mirada a su alrededor, confusa.
—¿Qué… qué está pas…?
Un aliento cálido le bañó la cara, unas manos fuertes le levantaron la barbilla, dos dedos le golpearon la mejilla.
—Tienes que estar lista —se giró hacia los otros—. Si no se aguanta derecha, atadla.
—Eso ser…
—Eso será una ofensa, una ofensa. Eso será una ofensa —la imitó con voz melosa y aguda.
Aunque había salido de la oscuridad en la que había estado sumida, seguía sin poder definir dónde se encontraba. El entelado de sus ojos solo le permitía distinguir siluetas. Se escuchaban unos silbantes susurros y un murmullo de agua corriendo. Una mano delicada se posó sobre su piel desnuda. Se esforzó en enfocar la vista.
—Lara…
Su amiga le calló posándole un dedo en los labios.
—Sssh. No malgastes fuerzas.
Quiso volver a llamarla para pedirle que le explicara qué era lo que estaba sucediendo y preguntarle si podía darle agua, pero ya se había alejado. Escuchó unas voces, profundas y tiernas como cánticos nacidos de la propia tierra.
Se sintió bien, con una empalagosa sensación que le subía por la entrepierna. Cayó de bruces al suelo y aquel cántico, tan dulce, tan tierno, la envolvió por completo. Se arrastró por el suelo rocoso despellejándose el pecho, el vientre y los muslos. Buscaba, huía. El cántico se le instaló en la nariz y ya en su mente no reinó otra consciencia. Como si el embrujo hubiese perdido su efecto, se le despertó en el olfato un olor nauseabundo y una masa rugosa le lamió la boca. Abrió los ojos y se abrieron las fauces en un horroroso rugido.