La criatura vino al mundo como un torbellino, púrpura como una uva madura. Sus padres enseguida sintieron por ella un afecto desmesurado y le pusieron por nombre María Dolores, Lola, como la difunta abuela paterna. Así empiezan la mitad de los cuentos, con una niña queridísima; la otra mitad, con una niña huérfana.
Pasaron ocho meses desde que su madre la sostuvo por primera vez en sus brazos hasta que la bautizaron en la pequeña iglesia del pueblo; ocho meses de risas y arrullos y preciados juguetes esparcidos por el salón, ocho meses de tropiezos con esos mismos juguetes y de palabrotas en voz alta, y luego palabrotas en voz aún más alta al recordar que la niña estaba presente y bien podría estar adquiriendo el mal hábito de despotricar.
Al segundo sábado del octavo mes, la familia cargó con Lola hasta la pila bautismal y la acercó al agua bendita para que el mosén la bendijera.
—El destino de esta niña es ser una heroína —dijo. Los padres no lo entendieron, así que añadió—. Tiene madera de heroína, parece la elegida de Dios. Lola alcanzará grandes cosas cuando sea el momento.
Lejos de creer que el cura había perdido hasta el último tornillo, los padres de Lola intercambiaron una mirada cómplice y, tras murmurar unos segundos entre ellos, llegaron a la conclusión más obvia:
—Entonces debemos cambiarle el nombre, no puede ser una heroína con ese nombre. La llamaremos Cecilia. Y ahora, bautícela, por favor. El cura hizo lo que le mandaron, y así es como Cecilia renació de las entrañas de Lola.
Toda heroína debe enriquecer su mente con el hábito de la lectura, pero no necesariamente debe ser inteligente, pensaron los padres de Cecilia quienes, al educar a su hija, la obligaron a memorizar a Aristóteles, a Shakespeare y a Dante. Desde el mismísimo momento, a la tierna edad de cinco años, en el que consiguieron que deletreara Dante correctamente, se encargaron de que Cecilia se entregase en cuerpo y alma a los más grandes poetas que el mundo jamás haya conocido.
—¿Qué crees que quería decir Milton con este verso, Cecilia, corazón? —solían preguntarle.
Cecilia simplemente se encogía de hombres y contestaba:
—¿Acaso importa?
Qué pregunta más capciosa… Y una pregunta, además, para la que sus padres no tenían nunca una respuesta adecuada, puesto que todo lo que habían aprendido sobre Milton, lo habían aprendido para impresionarse a sí mismos.
A pesar de todo, Cecilia no odiaba leer; de hecho, siempre podías encontrarla revolcándose entre los bichos del jardín con alguna copia manoseada de libros infantiles con animales detectives como protagonistas. Con el tiempo, incluso aprendió a amar los libros que la habían torturado de niña, aunque se cuidó de fingir que seguía odiándolos por el bien de sus padres. ¿Ella, aceptar su destino? Dios Santo, no, antes preferiría perecer, muchas gracias.
Al cumplir los seis años, sus padres la apuntaron a karate; lo disfrutó sobremanera durante casi dos meses, hasta que el sensei empezó a golpearla en las nalgas con un palo de madera para mantener sus planchas rectas. No soportaba que la golpearan (¿acaso sus padres le habían puesto alguna vez un dedo encima? ¡Jamás!), prefería, por mucho, ser ella la que repartiese el bacalao, así que cuando se hartó, se plantó en el salón frente a sus padres y chilló y pataleó hasta que estos, víctimas de terribles jaquecas crónicas, no aguantaron más y la desapuntaron.
Luego probó el atletismo, pero le dolían demasiado las rodillas, y judo, pero sus compañeros eran demasiado débiles. A sus padres el kickboxing les pareció demasiado bruto y, además, muy a su pesar, Cecilia resultó ser demasiado joven para unirse a ningún grupo. Las manualidades la tuvieron entretenida durante algunos meses, pero pronto sus padres se hartaron de verla perder el tiempo con sus diez tipos diferentes de pegamento y sus coloridos retales de papel maché, así que tuvo que decirle adiós a su simpática profesora de bata de cuadros y a sus queridos compañeros. Le siguieron las lecciones de piano, pero Cecilia adquirió el mal hábito de practicar en el salón, donde habían instalado el piano para ser admirado por las visitas, y no había suficiente ibuprofeno en el mundo que permitiera a sus padres tolerar el aporreamiento sistemático de las teclas.
Finalmente, a los catorce, decidieron que la niña era lo suficientemente mayor como para ir sola a la ciudad, así que le hicieron entrega de una tarjeta vinculada a su cuenta bancaria, le advirtieron que era sólo para comprar el abono del bus y la encasquetaron al mejor (o al único) maestro de esgrima que pudieron encontrar en Girona.
Como es típico de todas las heroínas, Cecilia pronto superó a su maestro. ¡Canta, oh diosa, las justas de la joven Cecilia con el florete! Desde luego, se cantarían himnos con Cecilia por protagonista, pero lo cierto es que monsignor estaba siempre demasiado ocupado pronunciando discursos grandilocuentes acerca de la vida, la muerte y la violencia como para prestar demasiada atención a sus combates. Cecilia, como muchos otros niños de su generación, lo aprendió todo gracias a YouTube.
El amor siempre encuentra la manera de llamar a la puerta de una heroína, incluso antes de que la magia pueda hacer su aparición estelar. ¿Por qué esa prisa?
Era una mañana cualquiera de un martes cualquiera cuando Cecilia entró en clase, colgó la chaqueta al fondo del aula y tomó asiento en su silla habitual junto a la ventana. A los dieciséis, nadie había dicho que era una muchacha extremadamente hermosa, aunque algunos autores os quisieran hacer creer lo contrario de sus heroínas. A mí no me gusta faltar al respeto a mis lectores y, por eso, veréis que no diré nada más de su apariencia, excepto, tal vez, que era propensa a los sonrojos y tenía el pelo castaño rojizo, pero a duras penas puede eso sorprenderos, puesto que la mayoría de las heroínas poseen tales características. A lo mejor debería haber permanecido en silencio, pero supongo que ya es demasiado tarde para eso.
Retomemos la historia: Cecilia esperó en silencio a que la clase se llenara de estudiantes y, dos minutos más tarde, entró atolondrada la profesora, seguida de un apuesto joven de tez pálida y ojos brillantes, que al llegar al umbral de la puerta se detuvo avergonzado.
—¿Puedo entrar? —preguntó el chico.
La maestra se dio la vuelta y frunció el ceño.
—Claro, Antoine, cielo, entra, entra.
El chico cerró la puerta tras de sí y se acercó al frente del aula.
—Chicos —entonó la maestra—, este es Antoine, vuestro nuevo compañero. Terminará el año con nosotros. Bien, ¿por qué no te sientas con Cecilia? Ahí, junto a la ventana. Verás que es una compañera excelente y puede ayudarte a ponerte al día.
Cecilia sofocó un escalofrío y sonrió plácidamente al extraño.
—En realidad, ya tengo compañera de mesa, lo siento. Pero estoy segura de que Carolina estará encantada de ayudarte —dijo, señalando a la tímida chica al otro lado de la clase.
La maestra frunció nuevamente el ceño, pero se vio obligada a aceptar, así que Antoine se sentó junto a Carolina, cuyas mejillas, casualmente, estaban sonrojadas, y cuyo cutis contrastaba deliciosamente con su cabello castaño rojizo.
Tras el amor, la progresión natural de toda historia es introducir la magia; y la magia, como es bien sabido, solo aparece por la noche. Febrero trajo consigo noches tempranas y ese jueves (nunca ocurre nada bueno los jueves), al llegar a casa de la lección de esgrima, el cielo ya estaba cubierto de estrellas. Habría sido maravilloso disfrutar de semejante vista, pero en seguida vio al intruso en su jardín.
Era un huevo; un huevo dorado como el atardecer y grande como el de un avestruz, o más grande incluso. Descansaba tumbado sobre el césped como si no tuviera una sola preocupación en el mundo y esa tranquilidad a Cecilia le pareció obscena. ¿Qué derecho tenía a venir a interrumpir su vida de esa forma? ¡Ninguno!
Pero sus padres no estaban en casa, recordó, y eso significaba que podía hacer lo que se le antojara con ese huevo. Lo recogió del suelo y entró corriendo en casa. Tras tirar la mochila de deporte junto al sofá, se dirigió a la cocina, rompió el huevo sobre un bol, lo aliñó con sal y pimienta, y lo batió con un tenedor. Nada podía superar una tortilla de patatas hecha con esmero.
Cuando sus padres entraron por la puerta, la cena los esperaba caliente en la mesa, y no importó cuán vehementemente le lloraran, suplicaran o gritaran… ya era demasiado tarde como para devolver ese huevo a su antigua gloria.
—Pero papá, así está mucho mejor.
La necesidad de vivir aventuras nunca se queda muy atrás de la aparición de la magia; son hermanas, a fin de cuentas, y los celos matan.
No había pasado ni un mes desde el fiasco de la tortilla cuando, una tranquila mañana de domingo, Cecilia se despertó con los gritos de su madre ordenándole que fuese a cuidar las rosas del jardín. Cecilia no tenía un talento especial para las plantas, pero incluso las heroínas más rebeldes deben seguir las órdenes de sus padres de vez en cuando, así que se puso los guantes de jardinería, cogió una cesta del garaje, y se puso a trabajar de rodillas.
Se encontraba sudando la gota gorda y maldiciendo a esa «vieja insoportable» cuando un ruido ensordecedor de motocicletas inundó la tranquilidad del pueblo. Cecilia tenía la mala suerte de vivir en la calle principal, por lo que fue la primera en verlos llegar. Como una bandada de moscas enfilaron por la carretera, pintando el pueblo de negro con sus armillas negras, su humo putrefacto y sus elegantes motos. El viejo líder de la manada se detuvo frente a su portón y le dedicó una sonrisa desdentada.
—¿Sois bandidos? —preguntó Cecilia para curarse en salud.
—Claro, chica. Buscamos una niña: pelo castaño rojizo y mejillas sonrojadas, debe parecerse mucho a ti. ¿Eres tú?
Cecilia sonrió de oreja a oreja y sacudió la cabeza.
—¿Yo? No, señor. Soy Lola, solo Lola. Debes haberte confundido con Carolina. Le pasa a mucha gente. Vive ahí —añadió, señalando la cúspide de la calle—, en esa casucha.
—Gracias, Lola —dijo el bandido, y se marcharon en seguida.
—¡No, no, no! —chilló la madre de Cecilia desde la ventana de la cocina—. ¡Es ella! ¡Mi hija es la chica que buscáis! ¡Volved!
Pero el rugido de los motores silenció sus palabras.
Cecilia se ajustó el sombrero de paja, dejó las herramientas en el césped y entró de nuevo en casa. Estaba harta de jugar a ser la perfecta muñequita.
Los jueves siempre se nos atragantan. Cecilia odiaba los jueves más de lo que odiaba las noches de domingo, más de lo que odiaba los lunes, más de lo que odiaba los miércoles. Los jueves eran el peor día de la semana.
Los viernes, sin embargo, eran una historia completamente diferente. Los viernes tenía matemáticas, su asignatura favorita, justo después de gimnasia, su asignatura más odiada, así que para ella el mundo estaba en paz, equilibrado. No había magia los viernes, ni amor, ni aventuras; los viernes estaban hechos para los adolescentes, para pasar el rato en el centro comercial, para merendar con los amigos. Los viernes existían para que ella los disfrutara. Había leído que las grandes figuras de la historia no habían malgastado su vida esperando la llegada del viernes y, como ella se pasaba toda la semana deseando su llegada, deducía, correctamente, que podía considerarse una chica normal, del montón.
Regresaba a casa tras disfrutar de una tarde cualquiera de un viernes cualquiera (véase: una tarde de mirar escaparates y comer helado a pesar de ser intolerante a la lactosa), ¿cómo iba a imaginar que la esperaba una catástrofe? Nunca le había pasado nada malo en un día tan mediocre.
Pero supo que algo no iba bien cuando encontró la puerta de entrada de su casa abierta. No hay paz posible cuando la posibilidad de heroísmo está siempre a la vuelta de la esquina.
Con cuidado de no hacer ruido, terminó de abrir la puerta. El recibidor estaba vacío; también el pasillo. Podía discernir una tímida tos que provenía del salón. Cogió el bate de beisbol que sus padres guardaban en el ropero —¡así lo hace una verdadera heroína, Ceci!— y se encaminó al salón. Ahí, justo en medio, entre la mesa y el sillón favorito de su padre, la esperaba un hombre cuarentón vestido de negro. El pelo le rozaba el pecho y su cutis lo hacía parecer medio muerto. A sus pies pudo ver ambos cuerpos, rotos como muñecas de trapo sobre la alfombra.
Los miró fijamente, pestañeó, volvió a mirarlos. ¿Eran realmente esos sus padres? ¿Siempre habían lucido tan vulnerables, tan débiles, tan lánguidos? El extraño la miró expectante.
—¿Eres mi villano? —preguntó, dando un paso hacia atrás.
Él simplemente sonrió y asintió.
Cecilia volvió a dirigir la mirada hacia sus padres y frunció la nariz.
—Creo que no me interesa, gracias.
Se dio la vuelta y corrió a encerrarse en el baño. ¿Necesitaba realmente el bate de beisbol? No estaba segura. Lo dejó apoyado junto a la bañera, se sentó en el váter y, tras hacer sus cosas, se subió la cremallera, se lavó las manos y volvió al salón. El extraño (su villano) seguía ahí, esperándola.
—¿Qué quieres decir con que no te interesa?
—Bueno, pues exactamente lo que he dicho —afirmó Cecilia, rodeando al villano y los cuerpos de sus padres para llegar a la cocina—, que no me interesan ni el heroísmo ni la villanía. Deberías haber probado este truco con Carolina, tres casas más arriba; apuesto lo que quieras a que habría funcionado mucho mejor.
Encendió la tetera eléctrica y esperó a que hirviera el agua mientras elegía una bolsita de té.
—¡Pero son tus padres!
Cecilia se atrevió a mirarlos de nuevo. No parecían sus padres con esas pintas. Vertió el agua en una taza, tiró dentro la bolsita de té y se sentó en la mesa de la cocina.
—Qué lástima —dijo, sin levantar los ojos de la taza—, pero por fin un poquito de paz.