A lo largo de la historia, la relación entre la risa y el poder ha sido bastante conflictiva. Si bien algunas sociedades antiguas la consideraron como una potencia creadora y vitalista (por ejemplo, según el papiro de Leiden, encontrado en Egipto y datado del siglo II, todo nació gracias a un “big bang cosmicómico” en el que las cosas fueron creadas gracias a la carcajada de Dios), muchas otras excluyeron o delimitaron esta fuerza por concebirla como vulgar, mundana, pero, sobre todo, peligrosa. La cuestión es: ¿cómo es que algo tan inocuo como la risa llegó a ser vista como un arma?
Para exponer adecuadamente el problema, debo remitirme a la civilización helénica, cultura angular en la historia de la formación de Occidente. En la antigua sociedad griega, se entendía la importancia de la risa, pero también se temía al descontrol que podía conllevar, por lo que se le validaba de manera parentética. Se incitaba al desenfreno de la risa estrepitosa en bacanales, leneas, tesmoforias, etc., pero, a pesar del verdadero desbarajuste jerárquico de las fiestas rituales, una vez concluida la interrupción del tiempo cíclico, el orden volvía a instaurarse. El desorden en forma de risa era necesario, pues el sistema se preservaba gracias a la armonía de esta dualidad. La estabilidad debía llegar después del exorcismo colectivo que se producía mediante la risa comunal, la risa desenfrenada, la que canalizaba la ira y preservaba el orden.
Aristófanes, quien fuera conocido por burlarse de Sócrates haciéndolo quedar como un charlatán en Las nubes, refleja esta risa parentética en sus sátiras, las cuales, a pesar de representar una nueva configuración de la comedia al implementar tintes más críticos y políticos, seguían siendo un vínculo con el orden mediante la represión de la agresividad que permitía que el espectador regresara más aliviado a sus ocupaciones ordinarias.
Con la llegada de la guerra del Peloponeso, el contexto político-social se vuelve muy inestable, por lo que las burlas se limitan (incluso se dice que Aristófanes recibe varias llamadas de atención para que se modere y que Eupolis fue arrojado al mar por haberse burlado de Alcibíades, quien hizo votar una ley para castigar a todo aquél que osase burlarse de los políticos). Los políticos, elegidos por el pueblo y no por una entidad sobrenatural que los respalde (como antes se creía), ya no pueden ser vilipendiados, pues deben ser vistos como hombres honorables en los que hay que confiar. Para reforzar la fuerza y la unidad del gobierno, Diopetes propone una ley para perseguir a todos aquéllos que no creyeran en las divinidades propias del Estado. Así es como ateísmo y risa comienzan a ser vistos como enemigos del orden y la cohesión, como elementos que atentan contra los valores cívicos.
En este clima aparecerá el primer gran opositor de la risa, a quien le debemos, en mayor o menor medida, que se le haya desprestigiado. Platón ya no concibe que los dioses rían y considera una blasfemia que se hable de las divinidades, seres impasibles, en términos tan degradantes como lo hizo Homero cuando escribió sobre su «risa inextinguible». En el Filebo, el pensador explica que es un vicio peligroso pues el dominio de la psique se pierde sobre el cuerpo. Y luego, en La República, destierra a la carcajada por ser violenta, perturbadora y obscena, y desconfía de ella por su inquietante naturaleza ambivalente para causar placer y dolor. Impondrá, pues, la preceptiva de que los guardianes del Estado, los hombres de valía y los dioses no son personajes que deban reír. Aristóteles, a pesar de considerarla como propia del hombre, se inscribe en el razonamiento platónico y achaca fealdad a la risa, advirtiendo que no hay que reír más que en pequeñas dosis y de manera prudente, es decir, no para burlarse de los demás sino para aderezar conversaciones.
Tiempo después, se unirán al rechazo los estoicos, al considerar vulgar y estúpido el hecho de reír, pues implicaba perder el respeto de los otros como filósofo y alejarse de los objetivos trazados, ya que el reír provoca un tomar distancia del orden de la naturaleza. Quienes tengan convicciones en lo sagrado, proclamaban, no deben reír de ello que defiendan.
En el Imperio romano continuará esta estigmatización con Horacio, filósofo que definirá la función moral de la risa como un medio de corrección social y que propone ridiculizar el vicio con el fin de evitarlo. Plutarco, a su vez, condena la jocosa risa arcaica en sus Obras morales, considerando que hay dos campos sagrados con los cuales la risa no puede meterse: la ley y la religión.
Claro que hubo importantes defensores del humor y de su corolario, la risa, como Sócrates, Demócrito o Luciano de Samosata; sin embargo, cuando la religión católica se posiciona, la estigmatización virará de rumbo y ya no solo representará un acto que afee el rostro o algo propio de los individuos de poco intelecto, sino, además, una acción satánica.
La religión cristiana, fundamentada en principios platónicos y aristotélicos, es seria por naturaleza. «¿De qué podría reír un ser todopoderoso, perfecto, autosuficiente, omnisciente y que todo lo ve?», cuestiona el historiador George Minois (2015, p. 131). El Génesis es muy solemne. Adán y Eva, seres perfectos, vivían en completa armonía, desconociendo por completo otro estado más que el de la belleza. Ellos tampoco tenían motivos risibles. La risa entra en escena, en dicha cosmovisión, con la aparición del Mal. La serpiente, representante del Demonio, es quien, con su irrupción, inculca el pecado original y degrada al humano a lo que es ahora.
La risa satánica fue una visión fomentada, en buena medida, por los Padres de la Iglesia, quienes se regían bajo el lema de que los que lloran en la tierra, reirán en el cielo. Con el fin de instaurar el Imperio cristiano y que este tuviera el poder absoluto, se buscaba evitar la distancia entre credo y creyente. No debía caber la duda, la fe debía cubrirlo todo, por lo que el humor, producto de tomar distancia del objeto y de una confrontación mental ante la ambigüedad, no era bien recibido.
Este escenario es el que se representa en El nombre de la rosa, emblemática novela de Umberto Eco en la que se cuenta la investigación detectivesca que emprende el fraile Guillermo de Basquerville en un monasterio en el que han muerto, sospechosamente, varios monjes. Cuando Guillermo da con el culpable, el viejo y ciego Jorge de Burgos, y lo encara, este le confiesa que él guarda el mitológico tratado de Aristóteles sobre la comedia, el cual considera que debe permanecer oculto, pues el que sea Aristóteles la fuente de autoridad que respalde la risa representa un grave riesgo para la sociedad, ya que «[c]ada libro escrito por ese hombre ha destruido una parte del saber que la cristiandad había acumulado a lo largo de los siglos» (Eco, 1989, p. 572) y lo único que realmente queda es impedir que la imagen de Dios sea trastocada. Esta fuerza tan poco digna, piensa, no debe vivir en libertad.
La risa libera al aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también el diablo aparece pobre y tonto, y, por tanto, controlable. Pero este libro podría enseñar que liberarse del miedo al diablo es un acto de sabiduría. Cuando ríe, mientras el vino gorgotea en su garganta, el aldeano se siente amo, porque ha invertido las relaciones de dominación: pero este libro podría enseñar a los doctos a los artificios ingeniosos, y a partir de entonces ilustres, con los que legitimar esa inversión. Entonces se transformaría en operación del intelecto aquello que en el gesto impensado del aldeano aún, y afortunadamente, es operación del vientre. Que la risa propia del hombre es signo de nuestra limitación como pecadores. ¡Pero cuántas mentes corruptas como la tuya extraerían de este libro la conclusión extrema, según la cual la risa sería el fin del hombre! (Eco, 1989, p. 574).
Muchos años han pasado y diversos teóricos han elogiado y defendido las posibilidades del humor y de la risa. Incluso, hoy en día, pareciera que la seriedad ya no es el patrón de conducta y que la risa transita con libertad. Sin embargo, la dinámica indiscutible con la que se manejan los tópicos «importantes» sigue siendo absolutamente solemne y los regímenes no han encontrado la manera de no sentirse amenazados por su fuerza.
Notas
Eco, H. (1989). El nombre de la rosa. México: Representaciones Editoriales S. A.
Minois, G. (2015). Historia de la risa y de la burla. De la Antigüedad a la Edad Media. México: Editorial Ficticia.