El derecho a la libertad me fue negado tiempo atrás. No sé cuáles fueron los pecados que provocaron que me fuera arrebatada, pero lo cierto es que llevo toda la eternidad deambulando por el sendero de los renegados, sin derecho a ser guiada. Aunque no me importa, ya no. Ya no siento aquel miedo atroz que se me atenazaba en el estómago y la garganta, aquel miedo que me quemaba los ojos. No, ya no.
Ya no me siento sola ni desprotegida, pues yo soy mi mejor compañía y mi gran protectora. Pero, entonces, la oscuridad cae sobre mí como una pesada losa, la noche llega y mis demonios vuelven. El recuerdo de su brillante y reconfortante compañía vuelve a mí: sus ojos negros que como faros me guiaban por el camino de la vida, su sonrisa que me alentaba a seguir adelante, su abrazo que me levantaba cuando caía… Pero no, ya no.
Dejé caer mi cansado cuerpo sobre el árido suelo y respiré profundamente, inundando así mis pulmones de aquella atmósfera podrida, cargada de soledad y de miedo. En aquel cielo cruel no había luz ni vida. Cerré los ojos y, sin fuerzas, luché contra el recuerdo de su hermoso rostro, aquel que me había dado paz, pero que ahora solo provocaba dolor; un dolor tan intenso que ya no dolía, un dolor que simplemente me dejaba vacía.
Vi una sombra en la oscuridad y, acto seguido, noté cómo sus ligeros brazos me rodeaban; aspiré su dulce aroma, pasé mis dedos por los bucles infinitos de su cabello y acaricié su suave fantasma… Rodó por mi mejilla una lágrima que me abrasó la piel y me hizo volver a la realidad. La limpié con el dorso de mi mano derecha y su apacible recuerdo desapareció. Me sumí en un inquieto sueño en el que no descansaba, pero que me ayudaba a recuperar las fuerzas suficientes para sobrellevar la realidad.
Llegó un amanecer más oscuro que el anterior. Las tinieblas se cernieron sobre mí. En aquel mundo, cada nuevo día era más duro que el anterior, cada despertar era una nueva y mayor tortura. Era difícil reconocer el camino que debía seguir, pues era tan abrupto el paisaje y era tal la oscuridad del día que me era casi imposible ver más allá de mi nariz. Notaba aquellos millones de ojos hambrientos que llevaba sintiendo desde que había empezado mi odisea, atentos a mí, sus alientos fétidos sobre mi nuca, esperando a que tropezara, esperando a que cayera para poder devorarme, para poder destruir lo poco que quedaba de mí y convertirme en uno de ellos. Me mantuve firme, con la mirada al frente y evitando cualquier tipo de contacto con aquellos vigilantes seres. Hice acopio de todas mis fuerzas para seguir adelante, con paso lento pero confiado, luchando contra los demonios que me mostraban sus encantos en un intento por arrastrarme al fondo de la oscuridad infinita que se vislumbraba con claridad en aquel mundo.
El sol abrasador de aquel nuevo día tiñó mi mente del color de la sangre. Cegada, posé mi dolorido brazo izquierdo sobre mis ojos para poder contemplar qué nuevo y desolador paisaje me aguardaba bajo aquella luz rojiza. Las lágrimas me nublaron la vista; se me cortó la respiración. El paisaje que tenía ante mí no era aquel desgarrador desierto que llevaba atravesando cien años. Árboles altos llenos de enormes hojas verdes me protegían del sol, flores gigantescas llenas de color alegraban el paisaje y el dulce sonido del viento rozaba el agua… Oh… ¡Aquel dulce sonido me recordó lo sedienta que estaba! La garganta comenzó a arderme al vislumbrar aquella maravillosa agua cristalina. Mi lengua estaba áspera, mis labios llenos de pequeños cortes a causa de la deshidratación. Se me dilataron las fosas nasales para poder aspirar completamente aquel magnífico aroma a vida y guardarlo en mi mente como un tesoro.
Me levanté con la ligereza de una hoja movida por el viento y, ágil y rápida como un felino, me dirigí hacia aquel paraíso que mi cuerpo quería sentir. Mis piernas corrían más velozmente que nunca; el cansancio y la muerte de aquellos últimos tiempos habían desaparecido ante la perspectiva de poder saciar aquella horrible sed. Me sentía eufórica y feliz, el corazón me martilleaba en el pecho; notaba la sangre, la vida, correr por mis venas.
Ya casi me acariciaba la dulce brisa de aquel oasis, casi podía rozar con las yemas de los dedos las hojas de aquellos árboles verdes; ya casi notaba bajar por mi garganta aquella fresca agua... Estiré al máximo mi cuerpo para impregnarme del aroma a vida que desprendía aquel paraíso cuando una fuerza invisible me lanzó a kilómetros de distancia de su entrada. El impacto contra el suelo me cortó la respiración, y el polvo que levantó la caída me llenó los ojos y la garganta. Me convulsioné por la tos, pero después caí en un profundo sueño.
Me despertó el salvaje golpeteo del agua sobre la cara. Cuando mi vista se acostumbró a la oscuridad, no reconocía el lugar en el que me hallaba. Era un lugar pequeño que me causó claustrofobia; el ambiente estaba cargado de humedad. Inspiré profundamente, llenándome los pulmones de aquel espeso aire, desentrañé el ovillo protector en el que me había recostado para pasar la noche y me arrastré hacia el borde del hoyo. Miré despavorida con ojos suplicantes aquel cielo que era más oscuro y hostil que el anterior. ¿Hacia dónde ir?, me pregunté. Ya no recordaba mi camino. ¿Qué buscas, pobre infeliz, que ni siquiera puedes rememorar otro paisaje? Había perdido la fe. Aquello fue el comienzo de mi perdición total. Dejé de buscar el paraíso, dejé de luchar y me aboqué con los ojos cerrados a la depravación que me ofrecía aquel nuevo mundo.