El bautizo se lleva a cabo temprano por la mañana, cuando el sol aún se muestra demasiado tímido como para calentar del todo la estancia, pero no tan temprano como para que los invitados puedan distinguir su propio aliento. Bea sujeta a la niña con pose rígida, esperando a que el mosén la bendiga y ocultando la barriga aún blanda tras las faldas de su hija.
La pequeña Bella llora cuando el agua bendita toca sus rizos pelirrojos y el viejo Severí, el vecino más veterano del pueblo, ríe y susurra:
—Esa pequeña… No tiene alma, al igual que su madre. Y tampoco tiene reflejo alguno.
—Viejo cascarrabias… —susurra su vecina, una mujer casi tan vieja como él—. No seas maleducado. Isabella es una niña encantadora.
—Una niña encantadora, sí, pero sin alma. Nunca hemos tenido pelirrojos aquí. Nunca. Pero por algún motivo Eudald va y se casa con una. ¡Y de la ciudad! Es guapa, claro, pero todos saben que es un poco peculiar.
La vieja sonríe y le da unos golpecitos suaves en la rodilla antes de dirigir la mirada de nuevo hacia Bella, que tiene los ojos llenos de lágrimas. El bautizo llega a su fin. Severí se levanta con la ayuda de su leal bastón y le ofrece el brazo a la vieja.
Marina es atea. Es un secreto, claro, porque solo tiene dieciséis años y aún vive con sus abuelos. Pero eso no cambia el hecho de que hace un año, tres meses y siete días (las fechas son importantes, puesto que algún día escribirá su autobiografía) decidió ser atea y, solo por ese motivo, el bautizo de Bella ya le parece terriblemente aburrido.
Le encantan los bebés, en serio, pero su sobrina es la criatura más insoportable que jamás ha conocido; ¡no deja de llorar! Así que, cuando el bautizo termina, y solo para no tener que escuchar ese llanto insoportable, intenta ser la primera en marcharse. No es fácil. Más bien es imposible, ya que todo el pueblo parece desbordar la iglesia.
La yaya la agarra del codo precisamente cuando están a punto de tomar el pasillo principal.
—Espera, cielo, no tengas tanta prisa. Tenemos que esperar a tu hermano.
Pretende protestar, pero, ¿merece la pena? La yaya se pone insoportable cuando Marina intenta actuar como la adolescente que es.
Finalmente, Eudald y Bea los alcanzan y, con ellos, la pequeña Bella. Es una niña preciosa, de ojos marrones y cabello cobrizo, con una cabeza que parece encendida en llamas. Bea, por lo contrario, se ve más pálida que nunca.
—¿Te encuentras mal, cielo? —pregunta la yaya, pero Bea simplemente sacude la cabeza y todo el mundo finge que no pueden ver las bolsas bajo sus ojos y el leve tono cetrino de su piel.
Eudald ya ha mencionado un par de veces que Bea se está comportando de forma un poco extraña, que pierde la noción del tiempo observando con ojos vacíos a su hija, contando sus dedos, acariciando su rollizo estómago. La yaya dice que es normal: algunas madres se vuelven un poco locas por culpa de las hormonas, pero vuelven a la normalidad en un santiamén. El yayo, sin embargo, no está tan seguro de ello.
—¡Debería haberse casado con una de las nuestras! —le gusta refunfuñar—. La niña de los Cabré... Tenía unos buenos muslos esa chica. Perfecta para parir. Debería haberse casado con Mariona Cabré. Pobrecito…
—Andando —dice la yaya, dirigiéndole a Marina una pequeña sonrisa—, tengo a la asistenta preparando los aperitivos, pero no quiero que toque mis canelones. Ha sido un bautizo precioso, ¿no crees, cielo?
Marina asiente. Es diez años más joven que su hermano y siete años más joven que Bea, así que apenas pasan tiempo juntas, pero a veces los silencios preñados de su cuñada son preferibles a la cháchara superflua de su abuela.
—Bella está preciosa —le dice Marina a su cuñada al salir de la iglesia y descender las escaleras.
—Está gorda. Me la comería entera.
Marina ríe. —Sí, es un bebé rollizo. ¡Y adorable! —añade, acariciándole la mejilla a la criatura con cuidado.
—Le pegaría un bocado.
—¡En la barriguita! —dice Marina.
—¡En las mejillas!
Hay una nube sobre la cabeza de Bea, oscura y cargada de lluvia, pero Marina espera que pase pronto.
—Yo también me la comería entera —dice Marina, y Bea sonríe como si guardara un secreto.
—Sus ojos te lo impiden.
Sólo hay un bar en el pueblo. Juan Carlos ha trabajado en él durante los últimos veinte años y conoce a todo el mundo. Conocía a los padres de Eudald antes de que se mataran en el accidente de coche, conoce a Marina y, desde luego, conoce a Bea y a Bella. Es el padrino de la criatura.
Un bautizo es un asunto popular en el que todo el mundo se ve afectado de alguna forma. Son los años 90, al fin y al cabo, y el pueblo aun es un pueblo, con su pequeño bosque y todo. Tus vecinos son tus amigos, a veces incluso tu familia, y, si hay una fiesta, puedes apostar que serás invitado, sin importar tu apellido. Juan Carlos, como cualquier otro padrino, corre al bar tan pronto como se da por terminado el bautizo, llena un par de cajas de cartón con cervezas, cava y refrescos, y corre hasta la pequeña casa que corona la calle Circumval-lació, sudando a pesar del fresco aire matutino.
Le gusta mucho la mujer de Eudald: no sólo es guapa, además es rica como el demonio, y cada jueves se reúne con sus amigas de la universidad en el bar de Juan Carlos y paga tres rondas de café y ensaimadas. Canta a Lluís Llach borracha sin vergüenza alguna, ríe como una hiena y besuquea a su marido hasta dejarle el rostro rojo de pintalabios. Juan Carlos es un hombre casado (¡hará quince años este verano!), pero a veces desearía ser veinte años más joven para robarse a esa mujer.
En el interior de la casa todos comen croquetas de bandejas blancas. Eudald está en la cocina y, al ver a Juan Carlos, le agradece los refrigerios.
—Soy el padrino, debo hacer que la fiesta merezca la pena. No quiero que nadie diga que ha sido aburrida. ¿Dónde están tu mujer y la niña, por cierto? Quiero ver al bebé.
Eudald se encoge de hombros.
—¿Quién sabe qué estará haciendo Bea? Está perdiendo la cabeza, creo. Puede estar arrullando a la niña un instante, murmurando sobre lo mucho que le gustaría darle un bocado a esa barriguita rechoncha, y al siguiente se echa a llorar porque está gorda.
—Bueno, la criatura está un poco gorda, pero no creo que sea como para echarse a llorar.
Justo entonces, Juan Carlos ve a Bea cruzar la estancia con el bebé en brazos. El pelo rojo le llega a los hombros, rizado en gruesos bucles como los de una princesa. Son idénticas, madre e hija. Sube las escaleras poco a poco, susurrando suavemente en los oídos de su hija, y Juan Carlos sonríe; Bea es preciosa, incluso cuando está triste.
Bea no está triste, sólo siente curiosidad. Llora porque tiene miedo. Su hija es hermosa, tan linda y regordeta… Sus mejillas tienen un tono rosado perfecto, su barriga es suave como la de un animalillo, sus dedos siempre están pegajosos de saliva… Su hija está gorda, huele bien y, cuando tiene hipo, Bea siente que su corazón de madre pierde el compás. Cuando la ve, tiene que obligarse a tensar la mandíbula, cierra los puños sin querer, y lo único que desea es apretar, y apretar, y apretar hasta que algo se rompa. Por eso nunca observa a la criatura cuando ésta está dormida.
Pero ese día, tras el bautizo, su maldita suegra la obliga a meter a la niña en la cama y nadie —ni su suegro, claro, ese viejo cascarrabias que solo sabe hablar de Mariona Cabré; ni Marina, demasiado ocupada siendo insoportable; ni su marido, el muy desgraciado, que sólo aparta la mirada de su cerveza para quejarse de su extraño comportamiento, como si ella no se hubiera dado cuenta sin su ayuda de que está perdiendo la cabeza— está dispuesto a hacerle el favor de hacerlo por ella. Todos creen que le están haciendo un favor a ella al obligarla a pasar tiempo con Bella. Cuanto más tiempo pase con la niña, antes volverá a la normalidad, dicen.
Así que Bea lleva a Bella al segundo piso y la duerme, y ahora que sus ojitos están cerrados, ahora que la mira mientras duerme, ahora que ve esas mejillas y esa barriga tan suave, y esos deditos sucios, y esos muslos regordetes… ¡Ay, siente tanta curiosidad! Besa la cálida piel de su estómago, besa, y besa, y besa, ¡y ahí! ¡Un mordisco! Débil, al principio, pero es tan dulce, tan blanda, tan jugosa… Están todos en el piso de abajo, comiendo los canelones de la yaya y, que Dios la perdone, pero ya es demasiado tarde; otra persona debería haber metido a Bella en la cama.
La piel se rompe bajo sus dientes y el bebé se echa a llorar, y la sangre fluye roja de sus labios a su barbilla y hasta su vestido. No puede parar de comer. Tenía tanta hambre… tantas ganas de zampársela. ¡Dios, Dios! No estaba tan buena como había imaginado.