El nombre de Christo suena solitario sin el de Jeanne-Claude, y me cuesta escribir solo sobre el primero, en esta hora de la despedida, luego de su fallecimiento el pasado 31 de mayo en Nueva York. Me vienen a la memoria imágenes de los encuentros en Chile, las caminatas por Valparaíso, la visita a la casa de Pablo Neruda, en Isla Negra, la fiesta en casa del escultor Sergio Castillo y Silvia Westermann, los encuentros en Nueva York y la última vez que encontré a Christo, en Roma, en 2016. Me abrazó con afecto al término de su conferencia de prensa en el museo MAXXI donde había presentado su último proyecto, The Floating Piers, en el lago de Iseo en el norte de Italia, y gracias al cual Christo - y la gente- pudieron caminar sobre el agua. Jeanne-Claude partió antes, en 2009, en la misma ciudad donde llegaron a vivir en 1964. Sus obras fueron siempre firmadas por ambos, fruto de un trabajo conceptual meditado, fino, cuidadoso en cada detalle, pensado y elaborado en conjunto con una mirada estética y ecológica en sus materiales. Pero claro, era Christo quien tomaba el lápiz y producía esos cuadros que anunciaban la obra que sería ejecutada. Trazaba profundidades, proyecciones, perspectivas y caídas que invitaban a soñar. Sus ventas les permitieron efectuar 23 grandes obras en espacios públicos durante más de 50 años, sin auspicios ni de empresas ni gobiernos.
Fueron artistas en el sentido más puro de la palabra, no buscaban dinero, ni pretendían que sus obras perduraran en el tiempo. Eran efímeras, nacidas para durar 15 días o algo más, pero fueron vistas y visitadas por millones de personas. Christo y Jeanne-Claude nacieron en la misma fecha, un 13 de junio del año 1935. Él en Bulgaria, de antepasados alemanes, y ella en Casablanca, Marruecos, donde su padre, un oficial francés, cumplía funciones coloniales. Se conocieron en París en 1958, y se casaron al año siguiente. Nunca más se separaron, fueron compañeros de vida. De acuerdo con su biografía, Christo heredó una fortuna considerable en Alemania en los años 70, que donó a organismos de beneficencia.
Tuve la suerte de conocerlos en 1998, cuando ya eran mundialmente conocidos, a través de su abogado Scott Hodes, en Chicago, donde yo representaba a Chile como cónsul. No me costó mucho convencerlos de que vinieran al país. Era el año 1999, y yo soñaba que Christo y Jeanne- Claude envolvieran La Moneda el 2000. Les expliqué que sería simbólico, que se iniciaría un nuevo milenio y gobierno; que habíamos tenido una dictadura horrorosa y que una acción de arte como las que ellos creaban sería una purificación por todas las atrocidades vividas en el país. Pensé que mis argumentos serían convincentes, pero Jeanne- Claude me dijo: «Nunca repetimos una obra. Ya envolvimos un edificio gubernamental en Berlín, el Reichstag, nunca haremos otro». Nada que hacer, pero quedé intrigado respecto a si se entusiasmarían con un proyecto en Chile.
Regresé a Santiago y seguimos en contacto vía fax, como les gustaba comunicarse. Con el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores, de Dieter Strauss, director del Goethe-Institut, de Milan Ivelic, director del Museo de Bellas Artes y de la Universidad Católica, logramos armar un programa de conferencias para ellos. Ambos eran personas exigentes, decían claramente lo que querían y lo que no. Para mí no había sido fácil conseguir que la Cancillería se entusiasmara y pagara dos pasajes de avión. Me los dieron en clase económica, naturalmente. Cuando se los comuniqué, Jeanne- Claude me lo agradeció y me dijo de inmediato que entonces sería para otra vez, ya que ellos viajaban solo en primera clase y se alojaban siempre en hoteles 5 estrellas. LAN Chile, de la época, me dio el upgrad, y ya no recuerdo cómo financiamos la estadía.
Una vez en Santiago, Christo me explicó la obra que querían desarrollar: cubrir, en el desierto de Atacama, la mina de cobre abierta más grande del mundo, Chuquicamata. Me explicaron que sabían que no sería fácil, me contaron que la autorización para envolver el Reichstag les tomó 26 años, The Gates, instaladas en Central Park de Nueva York, 25, y el Pont Neuf en París, 9. Logré conseguir una entrevista con el presidente de Codelco, empresa estatal, propietaria de la mina. Le expliqué quiénes eran los artistas y lo que pretendían. Me miró como si yo viniese de otro planeta y luego de frases de cortesía, nunca obtuve una respuesta. Christo y Jeanne-Claude necesitaban los permisos gubernamentales para intervenir espacios públicos. Nunca les fue fácil, repetían. Llevaban un registro de los años que habían tenido que esperar para la aprobación de cada una de sus obras. Los millones de dólares que costaban los proyectos se financiaban con la venta de los diseños y el merchandising que originaba.
La historia de Christo es conocida. Estudió Arte en Sofía y a los 22 años logró escapar desde Praga a Francia. Tenía clarísimo lo que significaba el socialismo real. La libertad de vivir, cada uno a su manera, de vestir, de viajar y sobre todo de crear, era el principal motivo de su vida. Nunca había vuelto ni volvería a su país natal, me señaló en una conversación en Santiago.
En Chile, la visita de Christo y Jeanne-Claude pasó prácticamente desapercibida. Salvo excepciones de personas que conocían, entendían y valoraban su trabajo, como Sergio Castillo, Premio Nacional de Arte, y su esposa, la curadora y actual presidenta del directorio de la Academia Chilena de Bellas Artes, Silvia Westermann. Christo y Jeanne-Claude conversaron, contaron anécdotas y hablaron de sus planes en una fiesta en su honor que Silvia y Sergio organizaron en su departamento del parque Forestal. Compartieron con artistas, coleccionistas, políticos y personas de la cultura. Christo aprobaba complaciente prácticamente todo lo que su mujer proponía. Recibieron invitaciones para visitar galerías en Santiago, lo cual rehuían y ante la insistencia de una, aceptaron. Jean Claude me advirtió, «si te digo que debo telefonear a mi tía, es porque debemos irnos rápidamente». Y así fue, no alcanzamos a estar 10 minutos y salimos.
Estuvimos en Isla Negra, recorriendo la casa de Neruda. Christo no tenía simpatía alguna por los comunistas, pero sí admiraba su poesía. A la salida caminamos siguiendo la larga verja de madera llena de grafitis que íbamos traduciendo para ellos. En un momento Christo se detuvo, sacó un lápiz-plumón rojo que siempre llevaba y escribió:
Christo loves Jeanne-Claude.
En lo personal, la visita a Chile de estos artistas me significó conocer a mi esposa, Anke Kessler, debido al involucramiento inmediato que tuvo Dieter Strauss, director Goethe-Institut en Chile, de quien era su asistente. Christo y Jeanne-Claude, con quienes mantuvimos una relación de amistad a la distancia, fueron de los primeros en saber del nacimiento de nuestro hijo, Federico. Posteriormente, los vimos un par de veces en Nueva York donde fuimos invitados a su casa y estudio en el Soho, una vieja construcción de 3 o 4 pisos, que había sido un polvorín durante la Guerra Civil estadounidense, según nos contaron.
Valparaíso, en un día de sol, es una ciudad espléndida para caminar por sus calles y en especial con personas sensibles que absorben los detalles, se detienen a observar una cornisa o simplemente sumergen la mirada en el azul profundo del océano Pacífico. Les encantó la ciudad. Me gustaba la simpleza en la vestimenta, el cabello rojo de Jean-Claude, los jeans, chaqueta militar y el pelo largo de Christo, la frugalidad de sus comidas y su visión de artistas del mundo y de la vida. Escucharlos hablar sobre su único hijo, Cyril, poeta, quien buscaba su camino. La paciencia para esperar años por la autorización de una obra y la prisa por realizarla, sabiendo que se esfumarían luego de dos semanas, que todo el material sería reciclado y la naturaleza volvería a su forma original. En su carpeta de trabajo quedaron más de cuarenta proyectos que nunca se realizaron, entre ellos, probablemente, el de Chuquicamata.
La última noche antes de su regreso a Nueva York, los artistas fueron invitados a una bellísima cena en su honor en casa de la galerista Patricia Ready. Fue cuando el verano ya se acercaba al final y había una temperatura perfecta en los jardines bajo la luna, donde pudieron compartir y escuchar a personas de nuestro mundo cultural. Un 19 de marzo de 1999 tomaron el vuelo de regreso a Nueva York. La fecha la tengo presente debido a que, en el bar del aeropuerto donde nos sentamos a esperar, yo llevaba conmigo un diario. En un momento Christo me lo pidió, sacó su lápiz-plumón y dibujó un hermoso árbol rojo, con su firma, que aún conservamos en nuestra casa.
Christo y Jeanne-Claude se han ido de este mundo donde recorrieron gran parte del siglo XX con su arte, sin pretender imponer ni crear escuela, solo entregar una vivencia estética, simple, bella, armónica, destinada a desaparecer. En una de sus últimas entrevistas a un medio español, Christo señaló que con 83 años no tenía tiempo para que le hicieran retrospectivas, no le interesaba, que eso quedaba para cuando ya no estuviera. Se preparaba para envolver el Arco de Triunfo en París en 2021, y decía que esta vez, la autorización se la habían dado de inmediato. Todo lo que quedó en la retina de millones de personas que vieron sus obras de intervenciones en construcciones y en la naturaleza, podrá ser recreado a través de las muestras que seguramente se inaugurarán a futuro. Para Anke y para mí nos queda el maravilloso recuerdo que fueron ellos quienes permitieron que naciera nuestro amor.