Ese sábado me acosté sobre las dos treinta de la madrugada, pero no fue problema para que mis ojos se abrieran alegremente a las nueve de la mañana del domingo. Desde septiembre del 2019 no tomo café. Asuntos de salud y melancolía para mi espíritu. Esa mañana, luego de incorporarme y calentar agua para mi té, reparé, como tantas otras mañanas, en lo despejada que estaba mi mente. Me sentía totalmente en alerta, claro, un nivel saludable de alerta. Con el café pasaba distinto. Recuerdo que solía decir en broma que «mi programa» no descargaba por completo hasta consumir mi tazón de café. Sí, era un tazón, uno solo por día, pero con personalidad suficiente para valer por dos tazas diarias.
El silencio discreto de las mañanas domingueras se paseaba por toda la casa y lugares alrededor. Tomé la portátil y empecé a leer noticias, uno que otro artículo, revisar correos y cosas así. Entonces bebí mi primer sorbo de té. Luego de dejar reposar los minutos que religiosamente deben concederse a toda bolsita de té en agua caliente, esta vez de jengibre y limón, (re)sentí de mi otrora compañero matutino, solo que esta vez, el sentimiento fue de una comprensión casi etérea, una repleta de nobleza. Era una nueva mirada hacia mi nuevo compañero de hace meses.
El café, la historia de mi vida y mi familia, formamos una espesa triada. Es mucha la simbología, variadísima la memoria y gruesa son las raíces tejidas en torno a él. Sin embargo, cuando tomé la decisión de no consumirlo más, decisión que fue grito de mi cuerpo, fue de un día al siguiente. No tuve dolores de cabeza ni otro síntoma de abstinencia por los tantos años de consumo. No obstante, mi memoria emocional sí hizo sus rabietas. Esa mañana quieta de domingo comprendí que el café, siendo mi hábito cómplice de décadas, también debía partir de mí, dejarme, irse, así que yo me fui de muchas cosas, de mucha gente, de muchos hábitos. Era una suerte de lección de abrazo a la pérdida o el desapego.
Pero las reflexiones no pararon ahí. El café siempre fue mi trago negro, fuerte, con cuerpo. Era la invitación para disipar dudas, iras, rencores. Hermano de meditaciones y charlas a dueto y en soledad. Era tan caliente como la misma vida, pesado como quisiera, o aguado como el beso de un ser inapetente; amargo cuando olvidaba remover el azúcar, y demasiado dulce si no advertía que ya la tenía. Siempre era una comparsa en la ruta de mi garganta. El café nunca fue algo simple para mí. Iba a la par de mis ímpetus y mis impaciencias. Yo iba al ritmo de la anticipación por la erupción en la greca. Era memoria fija de años.
Con el té todo es distinto.
El té ya estaba en mi vida desde ese tiempo en el que estuve casada. Mi entonces esposo lo tomaba, y yo convertí ese hábito en todo un ritual, solo que me estacioné más en la parafernalia externa sin reparar en el espíritu que se reúne en una taza del liviano líquido. De esa forma, dirigí mi atención a escoger la tetera adecuada, de tonos azules y verdes de preferencia, el mejor colador y yerbas de tal calidad que resistieran más de un servicio de agua hirviendo. No era mi tiempo. Así me vi alimentando en mi pareja el gusto por el café, aunque yo no me adentrara en el del té.
El primer sorbo de esa mañana me entregó la mirada nueva que les conté líneas arriba. Yo, que padezco de aprenderme como si fuera a presentar un examen sobre mí misma, me hallé entendiendo cómo el té, en su infinita nobleza, se había dado el permiso de esperar por mí como quien espera por algo que vale mucho la pena. Entendí que el té era eso: espera.
Casi siempre que hacemos una infusión, sea con algunas especias, yerbas, o una bolsita de té, primero ponemos agua a hervir. Luego incorporamos los elementos al agua para someterlos al calor, haciendo que suelten todo su aroma y sabor, liberen su sustancia para que cobren vida y sentido. Vienen los dos a tres minutos de espera paciente, en algunos casos hasta cinco.
Yo pedí al Universo paciencia y templanza, él me enseñó a esperar, y sigue haciéndolo. Retiró el café de mi vida de una mañana a la siguiente y me instaló una bebida que, si bien al principio me parecía un insípido castigo, terminó significando(me) un mundo desconocido de mezclas y sabores, llevándome a un ritual distinto. Así me veo tomando el sol por la mañana con mi taza de té. Se me antoja en la noche, cuando el cansancio me somete a las almohadas, o bien en la tarde, luego de almorzar.
Como el café, el té me sugiere pensar, pero más lento. Me invita a visualizar, me permite murmurar mis mantras sin mayores prisas, mesurar mis apetitos; y ha construido una nueva artesanía de tiempo en mí.
El café me acompañaba. El té y yo somos compañía mutua. Sutil diferencia. Mientras lo tomo, me remito a la paciencia que tanto he pedido, amén del bienestar que recorre mi cuerpo.
A estas alturas, al echar de menos el café me sorprendo evocando todo lo ocurrido en y por su compañía, de manera que no siempre fue él. Toca, pues, revaluar todo mi hoy con un nuevo acompañante. Puedo iniciar nuevos capítulos solo preguntando: «¿te apetece una taza de té?». Pregunta que definitivamente traerá nuevas respuestas a mi vida.