En los últimos años, la arrogancia de la ola conservadora y reaccionaria ha ido adquiriendo proporciones aterradoras. Hemos sido testigos de la consolidación de una alianza tóxica entre la voracidad de la concentración de riqueza promovida por el neoliberalismo (y el consiguiente empobrecimiento de las grandes mayorías), la creciente agresividad de los discursos y las prácticas neofascistas, racistas y misóginas, el conservadurismo fundamentalista religioso (cristiano, judío, islámico, hindú), la burda manipulación de las instituciones democráticas y los sistemas judiciales y el negacionismo de la inminente catástrofe ambiental.
Todo esto ha contribuido a una cierta parálisis de la imaginación política y de la potencia rebelde de los oprimidos. Como si nos dirigiéramos hacia un abismo llevados por un plan demasiado superior a nuestras fuerzas como para combatirlo. En los últimos tiempos, sin embargo, en diferentes partes del mundo han surgido señales de que no todo está perdido. Desde el Líbano hasta Irak, desde Chile hasta Argentina, las poblaciones golpeadas por un poder injusto y corrupto se han movilizado en las calles o las urnas para proclamar bien alto: ¡basta! El futuro de estas movilizaciones es incierto, pero gracias a ellas parece que al menos todavía tenemos derecho al futuro.
El pasado 7 de noviembre, el Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil contribuyó a fortalecer la idea de que, también en este país, no todo está perdido. Decidió, por escasa mayoría, restaurar una verdad constitucional que, como muchas otras, parecía haberse convertido en una reliquia del pasado democrático donde los fines no justificaban los medios: el acusado se presume inocente hasta agotarse todas las instancias de apelación. Como Lula da Silva, al igual que unos 5.000 presos en las cárceles brasileñas, había sido preso en violación de esta norma, su liberación se produjo en los días siguientes. Lamentablemente, no sucedió lo mismo con el resto de encarcelados ilegalmente, pero la figura de Lula da Silva era demasiado grande como para que la mayoría del pueblo brasileño y, al fin y al cabo, los demócratas de todo el mundo no celebrasen incondicionalmente la decisión del STF.
Lecciones y desafíos
En el mundo se respiró un soplo de alivio: la deriva autoritaria de Brasil tenía límites, la ilegalidad institucionalizada podía detenerse. Al igual que sucede con otros acontecimientos en el mundo animados por un impulso democrático, esta decisión judicial, a pesar de mostrar que no todo está perdido, nada nos dice acerca de lo que realmente se ha ganado o puede ganarse sobre esta base. Para evaluar su potencial y tratar de expandirlo y concretarlo, es necesario reflexionar tanto sobre las lecciones del proceso político-judicial que culmina con la decisión del STF como sobre los desafíos que la democracia brasileña afrontará en los próximos tiempos. Empiezo por las lecciones.
La justicia y la democracia se defienden en las calles y en las instituciones. Una de las campañas más notables de los últimos años ha sido, sin duda, la campaña ¡Lula libre!. Varios factores han contribuido a ello. La carismática figura de Lula da Silva y la tenacidad en la defensa de su inocencia conmovieron al mundo. La organización en red de miles de grupos de activistas, algunos movilizados inicialmente por brasileñas y brasileños dispersos por todo el mundo, reveló una enorme capacidad de movilización. En un momento en el que resulta tan difícil unir voluntades en torno a causas precisas y consensuadas, la campaña ¡Lula libre! ofreció la oportunidad de defender a una persona concreta, víctima de una maquinación político-judicial concreta, una persona que el mundo conoció como el más notable de los presidentes de Brasil, que sacó de la pobreza a unos cincuenta millones de brasileños y mostró que no es necesario ser doctor para ser sabio.
El imperialismo no puede utilizar el sistema judicial de los países de su zona de influencia con la misma eficiencia y brutalidad con la que utilizó a los militares en el pasado. Los objetivos del imperialismo estadounidense fueron siendo cada vez más claros: detener la influencia de China, neutralizar a los BRICS (alianza entre Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica para crear una zona económica relativamente autónoma del dominio del dólar) como amenaza potencial a su hegemonía en la región y en el mundo. Desde el fin de la Guerra Fría había estado ensayando nuevas formas de intervención que sustituyesen la vieja guerra contra el comunismo. Fueron surgiendo así las nuevas guerras: la guerra contra las drogas, la guerra contra el terrorismo y, finalmente, la guerra contra la corrupción. Todos ellas se diseñaron para, de una manera aparentemente no política, promover gobiernos leales a los proyectos imperiales de Estados Unidos: acceso a recursos naturales y trato favorable para las empresas multinacionales estadounidenses. Y, en consecuencia, neutralizar los gobiernos considerados hostiles a estos planes. Todas estas guerras, y en particular la última (contra la corrupción), implicaron una enorme inversión en la formación de magistrados y en la creación de instituciones locales que liderasen la "lucha contra la corrupción". Una vez elegidos los socios locales, se les darían todas las condiciones, especialmente la más valiosa de todas: el acceso, a través de la CIA y del Departamento de Justicia, a datos que solo las empresas globales (estadounidenses) de big data poseen. Sérgio Moro y Deltan Dallagnol fueron seleccionados para ser los "campeones de la lucha contra la corrupción". Hace varios años, el Departamento de Justicia había elegido a Petrobras, Embraer y Odebrecht como objetivos privilegiados de la lucha contra la corrupción. Léase, como empresas competidoras de empresas estadounidenses y, en cuanto tales, con el deber de destruirlas o absorberlas. Era importante no aplicar la regla del too big to fail (demasiado grande para quebrar) que permitía castigar a los dirigentes por corrupción sin destruir las empresas (como fue el caso de Goldman Sachs y Volkswagen). La República de Curitiba actuó en consecuencia, de acuerdo con el guion que se le dio y como agente de un gobierno extranjero. Fue demasiado obsceno como para resultar procesado por todo el sistema judicial sin contradicciones.
El papel de los medios de comunicación democráticos es hoy más crucial que nunca. Si no fuesen las revelaciones sobre la promiscuidad entre juez y procuradores, y de la lógica que animaba su conspiración, por parte de Intercept, dirigido por ese notable periodista que hace mucho debiera tener el Premio Nobel de la Paz, Glenn Greenwald, no sabríamos hoy cuán vulnerable es la democracia representativa y el sistema jurídico-judicial que la sustenta. Durante este proceso supimos también que los media hegemónicos, tal como los magistrados dirigentes de la operación Lava Jato, no reparan en medios para defender los intereses que sirven de manera fiel. La demonización de Lula da Silva y del PT es una de las páginas más vergonzosas del periodismo hegemónico brasilero.
Vayamos a los desafíos.
He defendido la urgencia de que el sistema judicial brasilero recupere su credibilidad. La decisión del STF fue un paso importante, pero no es suficiente. Sérgio Moro y Deltan Dallagnol cometieron irregularidades disciplinarias (y quizás hasta criminales) que deben ser castigadas. Todo el sistema de control disciplinario de los magistrados tiene que ser examinado, en especial la promiscuidad entre jueces y procuradores. Son necesarias reformas en el proceso penal, y debe eliminarse el modo arbitrario como es usada la delación premiada, ya que representa la emergencia del derecho penal del enemigo, propio de los regímenes totalitarios. Es urgente una reforma profunda de la formación de los magistrados en las facultades de derecho y en las escuelas de la magistratura.
El neoliberalismo y el autoritarismo están lejos de ser derrotados. Por el contrario, la entrega de los recursos estratégicos de Brasil (incluyendo la base aeroespacial de Alcántara) está todavía en curso y las medidas austeritarias aun no fueron aplicadas en toda su extensión. La liberación de Lula da Silva es también un proceso, toda vez que solo será definitiva cuando se declare la suspensión del juez Sérgio Moro (que hoy es obvia) y sean archivadas o procesadas otras acusaciones que integran el lawfare (el uso del derecho para liquidar adversarios políticos) contra Lula da Silva. El próximo período será de radicalización política, muy distante de la conciliación de clases con la que siempre soñó Lula.
Los movimientos sociales saben hoy que fueron desarmados durante algún tiempo por la propia gestión gubernamental del PT, en la medida en que juzgaron que tener un «amigo en el Palacio de Planalto» era suficiente para garantizar la realización de sus demandas. Obviamente que ayudaba, pero no era suficiente. El movimiento indígena sabe eso mejor que ningún otro porque su experiencia de opresión y resistencia es mayor que la de cualquier otro movimiento social. Lula da Silva en libertad es una ayuda muy valiosa, pero él no es, ni quiere ser ni podría serlo, el salvador de la patria, capaz de rescatarla por si sólo contra vientos y mares. Lula, por cierto, reconoce hoy que, cuando fue presidente, hizo demasiadas concesiones a los dueños del poder, las cuales al final ni siquiera le fueron reconocidas. Todo lo contrario. Los próximos tiempos mostrarán a los movimientos sociales que las luchas más duras están por venir.
Lula no es dueño de su futuro, pero ciertamente buscará administrarlo de la mejor manera para la democracia brasilera. Para un político que afirma con insistencia que «tiene la excitación de los veinte años, la energía de los treinta y la experiencia de los setenta», el futuro está plenamente abierto. Obviamente no solo depende de él. Si el lawfare contra su persona fuese neutralizado, Lula da Silva podría ser candidato de la izquierda en las elecciones presidenciales de 2022. Dudo, sin embargo, que quiera serlo. La experiencia de grandes presidentes que, por diferentes vías, quisieron permanecer o regresar al poder no es brillante. Ténganse en mente a Hugo Chávez, Mário Soares, Daniel Ortega, Abdelaziz Bouteflika o, más recientemente, Evo Morales (que en el momento en que escribo ha sido víctima de un golpe de Estado debido a una combinación tóxica de errores propios y de la intervención norteamericana a través de la OEA). Además, las condiciones en que Lula da Silva gobernó ya no existen ni volverán a existir en los tiempos más próximos. Lula continúa dirigiéndose a los brasileros, pero sabe hoy que muchos solo lo amaron en cuanto se beneficiaron de las ventajas de su gobierno.
Por otro lado, Lula da Silva ha afirmado que hoy es más de izquierda que en el pasado. Esto significa que sus inmensas cualidades de articulación y de conciliación deben ser canalizadas ahora no hacia la sociedad brasilera en su conjunto, como si fuese un pueblo homogéneo, sino principalmente hacia las clases populares pobres y clases medias empobrecidas, y hacia las izquierdas que pretenden defender los intereses de estas clases, tantas veces víctimas de mezclas tóxicas de capitalismo (desempleo de larga duración, trabajo sin derecho, uberización), colonialismo (racismo, usurpación y concentración neocoloniales de la tierra) y patriarcado (sexismo y homofobia). Lula da Silva será el articulador ideal en sentido de conferirles confianza y esperanza, de darles al mismo tiempo visión utópica y pragmática de un futuro mejor, de ayudarles a superar diferencias que, siendo en apariencia ideológicas y profundas, son muchas veces mezquinas y oportunistas. Y, sobre todo, de enseñarles a comunicarse con las clases populares, a entender sus angustias y expectativas que con tanto derroche fueron abandonadas al adoctrinamiento egoísta de predicadores reaccionarios y neofascistas de ocasión o de convicción.
Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.