Mi amiga Lissa había enfermado de cáncer y le tomó más de un año cerrar ese capítulo, espero de corazón que así sea. Durante este tiempo, ella mostró cada detalle del proceso por sus redes sociales, puntualmente Facebook e Instagram. Antes no fue distinto, Lissa es vibrante y alegre, una profesional de la publicidad y el diseño gráfico, imparte docencia en una importante universidad del país y tiene la costumbre de compartir muchas de sus experiencias y vivencias personales por las redes. El cáncer no fue la excepción.
Cada etapa de la enfermedad fue compartida y se podía advertir lo difícil que fue para mi amiga. Ella demostró un espíritu estoico, templado y fuerte, sin dejar de mostrar su humanidad ni sensibilidad. Por mi parte, estuve en medio de mis propios dilemas y admito que toda la compañía y apoyo que pude –o quizá elegí- darle, consistió en llamadas y comentarios por redes. Comentarios escasos y escuetos, por cierto. En muchas ocasiones me sorprendí muda y sin saber qué rayos decir que valiera la pena o representara una ayuda real. Eso me hizo sentir culpable más de las veces que pueda admitir.
Mi amiga nunca me reclamó ni echó en cara mi «ausencia». Ambas, ella con su cáncer y yo con «mis temas», continuábamos la vida agitada de trabajo y maternidad. Quedamos en vernos varias veces pero nunca concretamos nada. Puedo asegurar que jamás me propuse no estar, creo que sencillamente pasó. Lo que no pensé que ocurriera fue lo que descubrí esa mañana en la que Lissa compartió un video con sus seguidores, dándoles una alegre noticia.
Estaba en el centro oncológico donde se atendía. Lucía preciosa en un atuendo color rosa fucsia, creo recordar. Sus labios pintados de rojo, su pelo cortito, que ya crecía, prolijo y lustroso. Lissa agitaba animosamente una campana que anunciaba que estaba libre de cáncer. Era parte del ritual del lugar para los pacientes que remitían. Yo sentí alegría, pero en fracciones de segundos mis ojos se llenaron de lágrimas y solo pensé: yo nunca toqué la campana.
Yo sigo luchando. Yo tengo días geniales y magníficos, y también días de mucho dolor y cansancio. Yo «esto», yo «aquello». Yo y más yo. Me sentí miserable y descubrí, con el descaro y la sinceridad con la que suelo descubrirme, que estaba celosa de la enfermedad de mi amiga. Pero no solo eso. Estaba celosa de la facilidad con la que ella podía expresar cada malestar, el dolor, todo el predicamento que atravesaba, y la forma en que sus allegados, conocidos y seguidores recibían sus publicaciones. Luego sentí vergüenza por ocupar tal pensamiento. ¿Quién era yo para asumir que le resultaba fácil? Después de todo, ver un post de ella recibiendo su quimio número cuatro mientras leía un libro, no significaba que estuviera en una sala de masajes. Mucho menos su imagen tendida en la cama fruto del agotamiento por los síntomas posteriores. Estaba siendo egoísta.
Nunca podría publicar la imagen de mi rostro deprimido o ausente de esperanza, me refiero a la época más cruda de la última crisis de depresión que me tomó más de un año superar. Y no se trata solamente de que no sea dada a registrar en redes una bitácora de mis dolencias, como lo hizo mi amiga, se trata además del hecho de que la depresión no es recibida socialmente –ni en la esfera privada familiar del paciente- como ocurre con el cáncer. Eso provocó envidia en mí. Ella podía darse el lujo de mostrar todo su dolor sin ser juzgada o señalada por estar enferma, ella recibía apoyo moral por toneladas. Yo lo recibí, ¡claro que sí! Tuve apoyo de personas extraordinarias, ángeles que me acompañaron e incluso financiaron un tratamiento que yo sola jamás hubiera podido cubrir, y sigue siendo así. Pero también fui duramente juzgada, acusada de regodearme cómodamente en la postura de víctima para agenciar la atención de los demás. Incluso algunos llegaron a señalarme como responsable de lo que me pasaba. De mí se demandó una fuerza que ya se me iba toda en levantarme y vivir el día, y no recibía felicitaciones por ello. Toda esa realidad me volvió a golpear esa mañana mientras veía a mi amiga sacudir la campana. Digamos que la parte más oscura y, ¿por qué no?, humana de mi ego estaba asomando y evocar el viejo patrón de víctima me sabía muy mal.
Me pregunté si aquello era todo, si su lucha habría acabado. La mía es una de ir y venir, estar y volver. No lo digo por la depresión, ella está controlada –entre asumida, reconciliada y entendida-, más bien me refiero a otros temas de salud como la fibromialgia, de la que les hablé en una entrega pasada y uno que otro asuntito que me reservo. Igual me cuestioné el hecho de tener la osadía de pensar que una enfermedad es mejor o peor que otra. Incluso llegué a afirmar que padecer cáncer es mejor que estar enfermo de depresión. Sin embargo, luego de ser testigo –distante, debo decir- del cáncer de Lissa, confirmo que es la sociedad la que hace que la cruz de un padecimiento luzca más pesada que otra. Es la sociedad la que juzga y le asigna calidades, ya sea a partir de cómo aparenta ser, y por la forma en que se ha construido el concepto de su existencia en dicha sociedad.
Después de todo, la experiencia nos indica que sí, ciertamente los males asociados al estado anímico y la salud mental, como la depresión, la esquizofrenia, el alzhéimer, el TOC, o el TPL, son todo un reto pendiente para nuestro tiempo, sobre todo porque no se trata de un desajuste en tu organismo que llega a tu vida, te hacer girar todo patas arriba y luego se va, sea porque mueras o hayas sanado. No. Los trastornos de salud crónicos y/o degenerativos nos enfrentan a algo con lo que todavía no hemos aprendemos a lidiar.
Es injusto comparar una enfermedad con otra. Cada una trae su propio catálogo de retos, dolores y experiencias para quien lo padece. También es injusto que haya achaques de salud que favorezcan el aislamiento del que lo sufre, cuando está más que demostrado que el amor, la empatía y el apoyo que ofrece el círculo familiar y social es vital para la recuperación del paciente.
Al final, no puedo más que agradecer la lección que Lissa me deja sin habérselo propuesto. Durante este tiempo, ha resultado ser una ganadora en todo, y no lo digo porque haya superado al cáncer, me refiero más bien al universo que creó a su alrededor y que permitió que muchos aprendiéramos de ella. Todavía debo verla, aunque confieso el temor de irme en llanto cuando ocurra, dada mi extraordinaria capacidad para las lágrimas.