Cuando analizamos someramente la estructura lógico-simbólica de los mandalas1 establecimos en él tres componentes básicos: un punto central en paz consigo, un área intermedia de expansión y conflicto, y la resolución del mismo a través de un círculo. Y cuando abordamos el círculo2 merodeamos la potencialidad simbólica de tal figura:

El círculo es en sí mismo y por eso habita y es habitado por el silencio.
El círculo es en sí mismo y por eso habita y es asediado por la soledad.
En el círculo no hay acción.
En el círculo no hay pasión.

Combinando ambas perspectivas, concluimos en que el mandala más grande que podemos concebir es el mandala zodiacal: el círculo de doce constelaciones que rodea a la Tierra. Su punto central es un observador particular o la Tierra completa, pero en ambos casos, el espacio que media entre el punto central y el Zodíaco es la historia conflictiva del individuo o de la Humanidad. Y todos estos conflictos se resuelven en la estabilidad del círculo celeste zodiacal. Allí todo permanece siempre igual, y esta estabilidad le permitió al Hombre de todos los tiempos elaborar un mensaje de múltiples aspectos pero de un único relato que remite, en el caso de nuestro Zodíaco, a una historia simbólica sin mayores pretensiones matemáticas y, menos aún, predictivas o astrománticas.

Haremos una primera aproximación hacia la dualidad degradativa del circuito celeste.

Si bien es un círculo estático, los planetas, la luna y el sol caminan por él: el plano de la eclíptica. Y en el caso especial del sol, lo hace de dos formas: a lo largo del día y del año, avanzando por Aries, Tauro, Géminis, etc., y según la Precesión de los Equinoccios, retrocediendo una constelación cada equinoccio de primavera del hemisferio norte en algo más de 2100 años, por el movimiento del eje terrestre. Así, por ejemplo, el sol salía en Tauro cuando Moisés estaba en Egipto y el cambio de era (de Tauro a Aries) se marcó con la huida a Canaán. Dos mil años después sobreviene una seguidilla de herejías judaicas que culminan en los esenios preparando la llegada del Mesías -reemplazando la circuncisión por el bautismo- porque había llegado la era de Piscis. Tal la parte de relación de la tradición judeocristiana con el Zodíaco... pero hay mucho más.

Virgo: las dos entradas

Todo círculo tiene dos “entradas”: una exotérica, abierta al vulgo, y otra esotérica destinada a los iniciados en los “misterios” que encierran los círculos. Para el Zodíaco, la entrada exotérica está en la constelación de Aries, el carnero, que se llama Punto Vernal: constelación de primavera del norte (hoy ya corrida en dos signos). Como vimos, “entrar” exotéricamente en un círculo implica abrir una puerta “cortándolo” y “transformándolo” en un segmento cuyos extremos se juntan, pero donde la magia del círculo ya se perdió. Para entrar sin romperlo hay que, precisamente, apelar a alguna clase de magia... y para esa magia está Virgo: la que queda embarazada sin perder la virginidad; entrar sin romper la convierte en entrada esotérica. Ella es la puerta a los misterios, el balance inicial y final del círculo zodiacal. Vista de frente, calibra el bien y el mal con la mano izquierda, la débil, y la balanza de Libra; mientras que con la derecha, la fuerte, domeña el poder material. Femenina por izquierda, fálica por derecha.

Surge así la alegoría de la Justicia: una mujer cegada a lo profano, sosteniendo una balanza -Libra- y una espada que resume un complejo simbólico que contiene al León de Nemea: la fiera que asolaba el valle del río Nemea y que vivía en una cueva. A esa cueva (el camino esotérico) se entraba por “la puerta de los Hombres” (Cáncer) y se salía por “la puerta de los dioses” (Capricornio). Por Cáncer entra Heracles y cierra la entrada (una vez iniciado es imposible “desiniciarse”), y mata al león cubriéndose con su piel. Tanto Heracles como el león resumen la idea de dominio y conquista con una espada que es, a la vez, el haz de luz solar que vence a las tinieblas, de oro (color del león) y que asume la virilidad simbólica de Virgo.

Cáncer

Tras el trío de Libra, Virgo y Leo, el sol retrocede hasta Cáncer dos mil años después: un signo simbólicamente difícil. Sus estrellas son muy pálidas y -como suele suceder con muchas constelaciones- decepcionan a todo aquel que quiera ver en el cielo algo parecido a lo que menta su nombre. Se sabe que Cáncer reemplazó a otra constelación más antigua ya perdida: “El Pesebre”, desde que sus dos estrellas principales se llaman “Asinus borealis” (Burro del Norte) y “Asinus australis” (Burro del Sur).

Asociado a la progresiva pérdida de luz diurna, Cáncer ha sido siempre “casa de la luna”: la que oscila entre Luna Llena y Nueva. Muchas catedrales medievales lo representaban como un cangrejo sosteniendo los cuernos lunares con sus tenazas. A la fuerza expansiva y dominante de Leo, el pálido Cáncer expresa potencia más que acción: bajo el agua caótica, causa de su palidez, manifiesta la dualidad espiritual y material: el pasaje del esplendor del verano al otoño. Este pasaje se expresa en su dibujo: dos formas opuestas como dos seis enfrentados: seis meses hacia la luz y seis hacia la tiniebla. Un seis de espiritualidad creciente y otro de materialidad creciente... como la luna.

En China, Cáncer es el cielo espiritual anhelado desde lo material, y en Israel también se corresponde a los panes de la proposición del templo, dispuestos en dos filas de seis. Es el agua original, uterina, que “rompe fuente” para “dar a luz” por el camino esotérico. Simboliza lo tierno y espiritual protegido por una coraza fuerte y material: gérmenes, huevos o fetos, rodeados de cáscaras, matrices, cortezas. Es el embarazo lunar de María anunciando la resurrección desde la tumba/coraza. Para Jung es el arquetipo maternal: abriga, conserva, alimenta, protege y calienta lo pequeño. La Gran Madre: abismos, pozos, grutas, vasijas, casas, ciudades... lo inconsciente bajo la coraza de lo consciente. En el concierto zodiacal, Cáncer es canción de cuna: dualidad integrada a punto de dormirse en el mundo real y nacer en el verdadero: la sensibilidad infantil espiritual junto a la madre, cuya sexualidad (a diferencia de Virgo) se emparenta con lo material. De aquí, de esta dualidad potencial bajo el caparazón del cangrejo (langosta marina, en algunos dibujos), surgen la creatividad, las fantasías y toda la mítica y religiosidad del Hombre.

Géminis

Pero esta dualidad potencial de Cáncer se vuelve expresa en Géminis: los gemelos.

Como héroes griegos, hijos mixtos de dioses y humanos, Cástor y Pólux son dos hermanos nacidos de una reina, Leda, embarazada la misma noche por un cisne (Zeus, con cuello de serpiente y alas, como un dragón) y por el rey Tíndaro, en su noche de bodas. También llamados “Dióscuros” -los hijos de Zeus-, fueron hermanos de Clitemnestra y Helena.

Las variantes a esta historia son muchísimas, pero el simbolismo de la dualidad manifiesta es común a todas las tradiciones, sean hermanos, amigos o amantes (como en el zodíaco copto) siempre están en oposición complementaria. Psicológicamente, Géminis inaugura el conflicto del yo separado de la integridad de Cáncer (ambos hermanos nacen de huevos). Pierde terreno lo afectivo y comienza el gusto por lo intelectual: ejercicio de ideas y argumentación competitiva. La inteligencia vuela en su espacio. El ser vive un desdoblamiento interior: siente, actúa y vive contemplando ese actuar, sentir y vivir. Está a la vez en el escenario de su vida y en la butaca controlándose como actor en el descubrimiento del guion para él escrito.

En Géminis -fin de la primavera- comienza para el cristianismo la vivencia dual del Hombre hijo de mujer y de Dios, puntualizado en el momento en que, buscado por María, aparece enseñando en la sinagoga: el niño convive con su virilidad y comienza la organización psicomística de su evangelio, esto es: la separación de lo carnal con lo espiritual para iniciar la reunificación mística de ambos en la iglesia. Las parábolas intelectuales del Cristo buscan capturar los espíritus liberados tras la unión forzosa vivida en Cáncer. Pólux representa la potencialidad divina mientras que Cástor es la parte humana, y mortal, que debe ser salvada.

Tauro

Los pares complementarios entran en crisis con Tauro. Tauro -el Toro- es la fuerza vital por excelencia. Es un capítulo de dualidades que descubrimos en nuestro camino: el de la vida sin reglas. Sólo vigor reproductivo. Su representación -una de las más antiguas conocidas-, lo muestra hoy únicamente como una cabeza de toro, de largos cuernos y patas delanteras rampantes. Su fuerza se expresa activamente en su ojo rojo: la estrella Aldebarán, que cruza por delante al cúmulo abierto de las Híades (“Las Llovedoras”), justo sobre el plano del disco galáctico que conforman la cabeza. En el cielo enfrenta al escudo de Orión, lejos de su imagen de cazador y más como un guerrero que sostiene el llamado “escudo de Orión” a partir de su estrella Bellatrix: “La Guerrera” y sosteniendo, con la roja Betelgeuse, un amenazante mazo en alto.

Con Tauro comienzan las más numerosas referencias míticas de las que tenemos registros arqueológicos. Aunque masculino en su porte, en sus cuernos yacen los femeninos “cuernos lunares”. Afirmado en el suelo, el toro remite a la madre-tierra (de hecho, su planeta regente es Venus) y posee un carácter hiperfemenino. Recordemos que en simbología no existe la genitalidad sino la sexualidad simbólica: Cristo, por ejemplo, es un símbolo femenino a pesar de ser genitalmente un varón.

Toda una constelación de historias con toros como protagonistas ocupó su espacio mítico de más de 2 mil años hasta que se hizo necesaria la presencia de una ley que pusiera orden a esta fuerza de pura vitalidad.

Aries

Cuando el sol dejó de salir en Tauro en el equinoccio de primavera del H. Norte y empezó a hacerlo en Aries, se desataría -en lo que al Cercano Oriente se refiere, al menos- un profundo cambio de paradigma. El Toro, un macho simbólicamente femenino, encuentra su contraparte en la figura doble del Carnero. Aries expresa dualidad ya que puede presentarse como un potente carnero macho o morueco o como un dócil cordero. “Morueco” parece remitirse al antiguo verbo “amorecer” -que proviene de “amor”- y que refiere al carnero cubriendo a la oveja. El morueco es un carnero sin castrar, agresivo y sexualmente activo y competitivo.

Pero también Aries suele ser representado como un manso cordero. Su representación estelar alterna entre ambas figuras: saltando bravío o descansando dulcemente, confiado, esperando por su pastor (en el signo siguiente). El fuego primaveral ha vuelto al signo del morueco como hipermasculino: generador de vida. Esta masculinidad trasciende lo moral en el marco de lo legal y por eso se asocia a la huida de los judíos de Egipto y la entrega a Moisés de las Tablas de la Ley. Y según se relata en Éxodo, la tardanza de Moisés llevó a los evadidos a retornar a la adoración de la constelación recién abandonada: Tauro: el becerro de oro... y perdiendo, así, el Sacerdocio Mayor (espiritual) de Melquisedec. Aries será la Ley Mosaica que según el orden de Aarón, ordenará desde lo material, el caos de lo vital puro, rigidizando la caótica flexibilidad de la vida táurica.

Piscis

Este proceso degradativo de dualización que seguimos llega a su nuevo extremo en Piscis. La separación de los componentes reaparece en dos peces: uno orientado hacia Virgo y el otro hacia la próxima estación solar: Acuario.

La oscura caverna del León de Nemea, que circula por debajo del signo de Virgo le da a éste carácter terrestre... pero Piscis da un giro que lo aproxima a la elevación catártica y luminosa en la segunda parte del Zodíaco que veremos en nuestra siguiente entrega: nos hunde en las aguas para poder extraernos (como “pescadores de Hombres”) hacia la luz de nosotros mismos. Piscis, Aries y Tauro corresponden al ciclo uránico, material, previo al de los dioses (que se iniciará tras Acuario). El de la biología pura indiferenciada con sus principios cósmicos instintivos y prerracionales, imperando el impulso sensorial imaginativo. Lo macho y lo hembra confundieron sus energías tras el planteo inaugural de Géminis, hasta que en Piscis, la fuerza vital táurica y el orden estricto de la Ley Mosaica alcanzan la combinación perfecta: la combinación del Amor: Vida con Orden. Piscis es así, el signo del Amor del Cristo y resume, obviamente, su dinámica central religiosa.

Opuesto a Virgo, forman la pareja esencial cristiana: Madre e Hijo. Ambos, en la tradición mistérica, están dominados por Hermes: el ángel mensajero vinculando lo degradativo con la constructivo; por Zeus: el amor filantrópico y por Neptuno que sintetiza todas las fuerzas y por quien se llama a Piscis “el hospital del Zodíaco”. Los peces en el agua (el iniciado bautizándose) cancelan la dualidad conflictiva que nos acompañaba desde Cáncer... pero aquí ya no hay coraza protectora: no hay “mamá” ni canción de cuna...

Hemos transitado someramente todas las formas de la dualidad, y en el lavamiento único de los esenios (lavado espiritual que suprime la multiplicidad de lavamientos materiales judíos), toda dualidad queda sometida a la consciencia de sí mismo. Nos preparamos para el drama de la unidad del círculo mandálico tras la crisis de las oposiciones: advendremos desde la Virgen por “la Puerta de los Dioses” desde Acuario. Mientras tanto, la cinta que une a ambos peces (y que originariamente era otra constelación: simplemente “La Cinta”) nos lleva a la plasticidad psíquica previa al hundimiento trascendental en Acuario. Nuestra psicología bajo el agua original, se desbordará a sí misma y se exaltará en una toma de conciencia de un valor superior y omniabarcante. El agua amorfa nos englobará para un nuevo parto o renacimiento.

Hemos luchado contra nuestras luchas y en Piscis (bautizándonos) ya estamos listos para el viaje de rencuentro con nuestra unidad y tierra prometidas: nuestro camino zodiacal para ser dioses.

Notas

1 Ver el artículo Mandalas: lógica y simbolismo.
2 Consultar el artículo Simbolismo y metafísica del círculo.