Una persona furiosa resulta fácil de calmar cuando conseguimos hacerla sonreír.

(Johann Wolfgang von Goethe)

Todas las personas conllevan una tristeza evidente u oculta, respetemos a las primeras y contemplemos esta circunstancia en las segundas, y será mejor, cualquiera sea el caso, intentar aliviarles algo a todos con nuestros actos.

(Tin Bojanic)

Al saludar a alguien en la calle, uno espera ser correspondido. Recuerdo que, cuando era niño, las personas mayores me saludaban con un “buen día” y me preguntaba de dónde me conocerían. Luego, al recorrer pequeños pueblos, me di cuenta de que era algo más natural que la gente se saludara aunque no se conociera, como sucede en los senderos de una montaña remota, donde es raro que dos personas, o aventureros extraviados, no se saluden. Sin embargo, con el tiempo he experimentado que tanto en pequeños pueblos como en grandes ciudades europeas el hábito de saludar se ha perdido. Si uno entra en una panadería y dice “buen día”, quizá porque haya mucha gente y hay que apresurar la transacción o porque los empleados están cansados de la rutina, se limitan a preguntar qué deseas comprar. Me ha ocurrido que, tras insistir en saludar cada vez que iba a la misma panadería, un buen día me respondieron con un “buenos días”.

Quienes están acostumbrados a atender clientes también enfrentan el malhumor ajeno, y lo que no debe hacerse es creer que ese enojo es culpa nuestra o que el maltrato va dirigido personalmente a nosotros, alimentando nuestro ego y provocando una respuesta desmedida, como si de verdad quisieran ofendernos. Aprendí, trabajando como camarero, que el cliente maleducado no ofende al camarero, ni a ese muchacho que escribe en sus ratos libres; su ofensa es una manifestación de su vida, que en ese momento es desgraciada.

Siempre recordé aquello de que “donde hay más oscuridad es donde hay que arrojar más luz”. Por eso, cuando las personas son más maleducadas, debemos responder con más educación. No podemos esperar un cambio si respondemos con la misma rudeza. También, cuando alguien nos choca en la calle o no nos cede el paso con su vehículo –salvo que nos conozcan y tengan razones para una especie de venganza personal– lo hacen por falta de educación o porque están invadidos por algo de maldad. De todos modos, si sé que me escuchan, a veces lanzo un “¡gracias!” cargado de bronca e ironía.

Siempre he creído que, cuando uno está triste, hay otras personas que llevan cargas aún más pesadas. No creo que exista alguien que no haya experimentado o no conviva con la tristeza. Lejos de querer clasificar las tristezas como mayores o menores, cada experiencia se vive de manera diferente por cada persona.

Antes, era de los que se bajaba del auto ante el menor insulto, listo para pelear, atribuyéndole al otro una acción deliberada, como si fuera un enemigo. Sin embargo, muchas veces el conflicto se disipa inmediatamente si lo ignoras. Recuerdo una discusión fuerte con otro conductor; nos bajamos del auto como dos animales descendiendo de un árbol, pero al ver sus ojos llenos de tristeza, a punto de llorar, decidí subir de nuevo a mi auto y no dije nada más.

Mucha gente camina enojada por la vida, y cuántas veces alguien habrá pensado lo mismo al vernos a nosotros: “¡Qué cara lleva ese!”. Es una pérdida de tiempo y energía discutir con las tristezas ajenas en lugar de cultivar una mayor y sana empatía.

Yo, que creo tener cicatrices profundas en el alma, me pregunto si aquellas personas con las que me cruzo en la vida no tendrán heridas aún más grandes. He aprendido a imaginar, ante cada gesto descortés o agresivo, que tal vez esa persona ha perdido a un ser querido, o ha recibido noticias terribles, y que en ese mismo día en que nos cruzamos, tal vez no tenga deseos de seguir viviendo. Esto me ha ayudado a no devolver la agresión y a no duplicar los gestos de amargura.

A veces, un gesto amable hacia los demás puede aliviar su tristeza, esa tristeza que, de una forma u otra, todos llevamos. Es un mal dedicar nuestra vida a repartir o aumentar el dolor ajeno, cuando podemos compartir algo de felicidad o, al menos, mostrar empatía y comprensión humana.