Entre todas aquellas actividades que se pueden hacer los fines de semana, elegimos cuando podemos, aquellas que nos alejen un poco del ruido de los días laborales. Quienes viven en ciudades metropolitanas, con mucho tráfico, horarios extendidos de comercio, vida nocturna y sobre todo una densidad poblacional grande reflejada en problemas de hacinamiento y grandes masas de gente en edificios donde las paredes finas permiten escuchar a los vecinos, pasan a ver estos escapes como una necesidad.

Para algunas geografías lo más cercano a esto son plazas y parques urbanos que con un poco de césped intentan ser un pulmón en medio de la ciudad. Otras regiones un poco más afortunadas tienen a poca distancia opciones de naturaleza con menos, pero casi nunca nula, densidad humana.

Sudamérica tiene aún, aunque no sabemos cuánto tiempo más, muchas opciones de estos lugares, costas, selvas, montañas y mucho más.

Entre ellas, comparten varios países, una cadena montañosa que atraviesa casi todo el continente, la cordillera de los Andes.

Aquella montaña mencionada como espina dorsal del planeta por la banda Calle 13, ha sido fundamental para el desarrollo histórico de la región y ha inspirado un sinfín de actividades, desde hazañas históricas como cruzarlas a caballo, ser fortaleza de resistencia en guerras hasta prosas, musicales y poéticas narrativas que han dado la vuelta al mundo.

Vengo de una región andina, es decir de los Andes, como muchas ciudades se han formado en valles al pie de la montaña y esto ha dado condiciones de acceso al agua, regulación climática, flora y fauna particular y otras características.

A pesar de la cercanía, nunca tuve una relación muy estrecha con la montaña, no hice montañismo antes, y mi relación era de apreciación, casi necesaria, cada tanto tiempo, para relajar la mente escuchando los silbidos del viento entre las quebradas y como el sol se pierde detrás de ellas.

Digo antes, porque recientemente lo hice por primera vez, subí, un poco, a la montaña. Fui invitado por unos amigos a tener una primera experiencia de montaña, durante un viaje que no tenía como objetivo este tipo de actividades, pero me resultó interesante por ser algo distinto.

Lo primero es siempre ser conscientes de la altura, condición misma que impone un ritmo de caminar y respirar, prestar atención al cuerpo, necesario para hacerlo de forma segura, y que de entrada es muy útil para quienes vivimos acelerados.

Me acompañaron psicológicamente a hacerlo con calma, puesto que me gustan las actividades físicas de intensidad e impacto, pero este tipo de actividad tiene otro tipo de intensidad, más relacionada al tiempo y no tanto a la velocidad.

La propuesta era una reunión entre poética y académica a los pies de un volcán, con ojos de agua y pequeños senderos de baja dificultad. Era más una actividad de contemplación y escucha activa.

La mayoría de los participantes eran montañistas expertos, y algunos llevaban equipo de grabación para rescatar sonidos de la montaña, otra parte del grupo tenía como objetivo una actividad de escritura posterior a la caminata silenciosa y la contemplación.

Un grupo reducido de unas catorce personas y la propia condición de montañistas hicieron del ambiente algo súper íntimo, donde todos se cuidan la espalda y se respetan los espacios personales a la vez.

La primera información que llegó, en una ronda de presentación, fue la relación conceptual entre las palabras andino y andante, algo que me resuena mucho y tiene una lógica de jugar con palabras que es muy habitual para mi vida.

Entonces seríamos unos andantes en los Andes, en una instancia que intenta comprender un paisaje no solo desde lo visual, sino desde lo sonoro, y para ello hay que hacer un profundo silencio humano.

Las coordinadoras habilitaron un espacio para reflexionar las relaciones que cada uno tenía con el silencio, dentro de las cuales la que haría más ruido sería la siguiente:

El silencio en realidad no existe.

Esta persona reflexionó acerca de cómo el afán por una vida en modo zen y de seres de luz a vuelto la propia instancia de meditación, una mercancía, y como en realidad los espacios de yoga, las terapias basadas en silencio y las escapadas en busca de menor bulla no dejaban de ser espacios de “menos ruido” pero nunca silencio.

Esta idea despertó unas risas en el grupo pero también era contradictoria, al fin y al cabo estábamos allí para buscar mapear el silencio.

Ocurre en el ejercicio de no hablar, aún más si es colectivo, que las interacciones empiezan a ser mediadas por otros códigos.

Caminamos en fila, si alguien se detenía demasiado le hacían señas, se paraba el grupo cuando se percataba de alguna situación y a la vez se comprendía cuando era momento de sentarse, de escuchar, y de circular libremente, solo una de las guías tomaba la palabra muy brevemente para dar las indicaciones y con un tono de voz muy suave, invitaba a un estado calmo.

Pasando ese nivel colectivo, el proceso personal del silencio es complejo, y callar la mente es algo que lleva años de tratamiento y práctica.

Lo que sí es seguro es que al estar en silencio externo, el sonido interno se intensifica en dos aspectos. Primero, escuchamos nuestro cuerpo en mucho más detalle, nuestro pulso, nuestra respiración, nuestros movimientos, resuenan en nuestros oídos. Luego, nuestra narración interna parece tomar un altavoz y ponerse en modo manifestante.

Cualquier idea que pase por nuestra mente cobra mayor fuerza por estar encerrada en el pensamiento.

Al momento de escuchar, con la concentración necesaria, se empieza a agudizar el oído. Incluso a nivel más profético hay quienes aseguran escuchar mensajes de otros canales no mediados por el lenguaje.

Después de un tiempo aproximado de una hora en estado contemplativo, nos reunimos para ahora sí, reflexionar en torno a la experiencia.

La puesta en común recae en el efecto típico de las escuelas, siempre los primeros en hablar tienen el terreno más libre, luego quienes continúan acoplan a sus propias ideas, en respuesta a lo que van escuchando. Atentas a mediación del diálogo, las guías propusieron que separemos el momento de escuchar al otro, del de hablar, así, se escuchaba atentamente lo que había experimentado y reflexionado otra persona, pero sin dar respuesta alguna, ni siquiera un comentario, solo atención corporal y algún rasgo de complicidad. Pasada la instancia de escucha, tocaba hablar pero sin responder, sino empezar desde lo propio la reconstrucción de la experiencia.

Así, construimos conjuntamente unas ideas sobre la importancia del silencio favorecido por un contexto así. En realidad aquello entendido como silencio, puesto que cada sonido que había y que nosotros mismos producimos sin querer, resuena mucho más.

La dificultad de comprender el silencio, no como algo que es ausencia de sonidos sino más bien como un canal propio de percepciones, donde el oído y la mente en su afán por comprender lo que perciben, intensifican los estímulos, nos llevan a profundas interacciones con el mundo interior y la conexión innegable con la naturaleza, algo que al día de hoy nos resuena, en su complejo silencio, fundamental para habitar nuestro ruidoso cotidiano.

Hacerlo colectivamente nos da la posibilidad de volvernos mediadores sonoros y eso nos puede volver más conscientes de los sonidos que provocamos voluntaria e involuntariamente en convivencia con otros, así, seremos mejores escuchando.