Me identifiqué con el arte narrativo a partir de la lectura de la obra de Mario Vargas Llosa, el escritor latinoamericano y universal que ha sido laureado con el Nobel de Literatura 2010. Al leer Lituma en los Andes (1993) me sedujo la frescura y fluidez del lenguaje, el realismo portentoso de la historia y el carácter desmitificador de la palabra. Poco a poco me acerqué al resto de su producción literaria, teatral, autobiográfica (El pez en el agua, 1993) y ensayística; este ha sido un viaje maravilloso en la geografía de la imaginación y de la rigurosidad intelectual que me ha descubierto aquello que Vargas Llosa reconoció desde su temprana adolescencia: el poder de la ficción, a la que el autor de La fiesta del chivo y La guerra del fin del mundo define como la capacidad humana de «desacatar la vida tal como es y luchar por transformarla»( El viaje a la ficción: El mundo de Juan Carlos Onetti, p. 17). Claro, no todo lo dicho y escrito por el autor de El sueño del Celta es aceptable, en especial no considero acertada su opinión sobre el mundo editorial contemporáneo, ni tampoco el simplismo extremo de algunas de sus opiniones políticas. Pero de estos tópicos tendré ocasión de referirme en otro texto.
Un rito antiguo: la rebelión
El tránsito al mundo narrativo lo he realizado al estilo del antiguo rito que al decir de Vargas Llosa practicaban nuestros ancestros; esto es, como un soñador convocado por otro soñador (el hablador, cuentista, juglar, trovero, dramaturgo o novelista) para subvertir juntos la vida que es.
¿Por qué subvertir? La razón es simple: tenemos una vida, pero deseamos mil. Ese espacio entre nuestra vida real y los deseos y las fantasías que le exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones (Vargas Llosa, Mario. La verdad de las mentiras, p. 23). La ficción literaria es el lugar donde se viven las vidas imaginadas y se descubre, no sin sorpresa, que otro mundo es posible, porque en la mentira que es la ficción se ocultan verdades camufladas acerca de nosotros mismos, a veces grotescas y horrendas, a veces exuberantes y felices; por eso los censores, burócratas y dictadores de todos los tiempos y pelajes, prisioneros del miedo, reprimen la imaginación y añoran controlarla, creen que así evitan el desasosiego, la rebelión en la granja, el desajuste en el rebaño. Vano intento, nada hay más poderoso que la imaginación y la libertad. Conviene introducir un contrapunto respecto a la tesis de Llosa sobre la literatura como el lugar donde se viven las vidas imaginadas. Creo que la ficción es mucho más que eso. En la ficción literaria no se viven las vidas que imaginamos, al menos no es eso lo que define su naturaleza cultural. La ficción literaria, en su ser cultural, es sobre todo un ejercicio de libertad para cartografiar al poder y desmitificar sus narrativas, pero además en la literatura se realiza el ideal de la novela total a la que el mismo Llosa se refiere.
Novela total
Se sabe que la vocación literaria acompaña a Vargas Llosa desde su infancia y primera adolescencia. Si bien es en los sesenta que adquiere notoriedad con sus primeras tres novelas – La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral – debe tenerse presente que en los cincuenta escribe relatos breves como El desafío y Los jefes, y la obra de teatro La huida del inca. Lo anterior hace suponer que la seducción de la ficción conquistó al escritor en algún momento situado antes de los catorce años de edad, ahí empezó la rebelión de Vargas Llosa, el esfuerzo desmitificador de su literatura que no siempre está en sintonía con sus prácticas políticas.
Este precoz comienzo explica, quizás, dos constantes en la vida del novelista: su búsqueda obsesiva de la novela total y su temprana entrega al arte narrativo. A la novela total la entiende Vargas Llosa como la construcción de un universo narrativo completo, autosuficiente en su magia verbal, con principio y fin, que cubre todos los niveles de la realidad y compite con el mundo de la no ficción. En esta definición conviene introducir otro contrapunto al enfoque de Llosa. No existe un mundo de la ficción y un mundo de la no ficción, en realidad uno y otro se mezclan y sintetizan como elementos de una totalidad indeterminada, incierta, plena de probabilidades y posibilidades. La novela total no es un mundo completo y paralelo al mundo real, no ficcional – como parece creer Vargas Llosa -, se trata, por el contrario, de una expresión del único mundo existente, ficcional y no ficcional al mismo tiempo, multidimensional y diverso, pero en última instancia coherente y unitario.
Crítico del fanatismo
En su producción Vargas Llosa se muestra como un crítico sistemático, hondo y mordaz de ese producto deformado de la ficción: los fanatismos, sean del tipo que sean. A este respecto, conviene recordar que el fanatismo es el producto del dogmatismo y que este último se deriva de un esquema mental primitivo, casi un atavismo salvaje. ¿Qué esquema es este? Se puede enunciar en los siguientes postulados: existe una verdad, existe un conocimiento de esa verdad, una pequeña fracción de personas tiene ese conocimiento, y por lo tanto conoce el secreto de la felicidad propia y ajena. Se comprende, sin mucho andar, que cuando un individuo o grupo se inspira en semejante mentalidad termina conduciéndose como si fuese el elegido del destino, se transforma en un misionero permanente para el cual todos los demás están equivocados y deben ser convertidos. La intolerancia, el odio, el sectarismo, el terrorismo intelectual y otros rostros de la irracionalidad, nacen en este desequilibrio mental y emocional.
Al comentar la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley, Vargas Llosa se refiere a uno de los hijos del fanatismo: la utopía de la sociedad perfecta y de la planificación centralizada, que para él «representa una inconsciente nostalgia de esclavitud, de regreso a ese estado de total entrega y sumisión, de falta de responsabilidad, que para muchos es también una forma de felicidad y que encarna la sociedad primitiva, la colectividad ancestral, mágica, anterior al nacimiento del individuo reñida con la soberanía individual y con la libertad» (La verdad de las mentiras, p. 142). Y al estudiar La granja de los animales, novela escrita por George Orwell, nos recuerda que en aquella granja, donde según reza su mandamiento:
Todos los animales son iguales,
se descubre que unos pocos animales han modificado ese principio para que se lea así:
Todos los animales son iguales pero algunos son más iguales que otros,
y Vargas Llosa comenta: «Esta adulteración fraudulenta del ideal original expresa la verdadera realidad de la granja, en la que impera la desigualdad más absoluta entre los que mandan y los que obedecen (...). La parábola de Orwell –continúa su reflexión– no muestra, a mi juicio, que no haya soluciones. Más bien, que no hay soluciones definitivas, sino provisionales y precarias, que, por lo mismo, deben ser defendidas, revisadas y renovadas incesantemente'» (La verdad de las mentiras, pp. 247 y 251).
La crítica al fanatismo permite fundamentar una afirmación básica: la libertad es la única revolución permanente, en ella cada época encuentra la raíz de su esperanza y de su tránsito, por la libertad llegará un día «cuando el más pobre pescador reme con remos de oro» (Nietzsche). No es la seguridad lo que conviene buscar, mucho menos construir, sino la libertad. Por la libertad es factible la autogestión, el autogobierno; por la seguridad, en cambio, se entrega el destino a la tiranía de algún iluminado.