Son las 15.10 y estoy esperando el vuelo de regreso. No hay mucha gente en el aeropuerto y los pasajeros pasan como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Dejo atrás a mi hija mayor, a mi nieta y mi nieto recién nacido, que duerme y come día y noche, como si no hubiese diferencia entre ellos. Estos últimos días ha llovido, la temperatura ha sido de unos 20 grados Celsius y la ciudad rebozaba de turistas.
La vida mostraba su rostro tranquilo, los parques estaban llenos erráticos paseantes cuando salía y el sol y yo observaba a los transeúntes, los ciclistas y la gente que se sentaba en los bancos a contemplar el cielo. Esta es Copenhague, una ciudad que cambia constantemente y en cierta manera sigue siempre igual.
Pensaba en la crisis política en Italia, en la capacidad o mejor dicho incapacidad de crear consenso, en los nuevos modos de comunicar y en un tema que siempre me ha sorprendido: las novelas policiales que se escriben en estos parajes, donde aparentemente reina la calma y sin embargo, se publican novelas tan violentas, tan llenas de sangre y maldad.
Quizás es la calma misma la que permite reflexionar sobre el crimen y el lado oscuro de la vida. Quizás es la falta de violencia la que crea la posibilidad de describir la misma violencia como un objeto misterioso, que atrae, provoca rechazos y suscita ocultos deseos. Otra posible explicación es el engaño en que caemos al juzgar todo desde las apariencias sin conocer la intimidad y la fantasía de un pueblo. Quizás detrás de la superficie se esconde algo perverso, Insoldable como la profundidad tenebrosa del mar.
Lo que vemos o creemos ver no nos deja percibir la realidad, como si alguien jugara con nosotros para hacernos victimas de nuestras propias ilusiones.
Los escritores de novelas policiales más vendidas en Europa se concentran en estos países del norte, que muchos consideran como amantes de la paz: Suecia, Dinamarca y Noruega cuentan con decenas de autores cuyos libros han alcanzado fama y popularidad. Muchos han sido filmados y, en cierta medida, esta realidad entra en conflicto con el imaginario colectivo, que percibe estos mismos países como un edén social.
Los crimines han sustituidos los cuentos de Andersen y la violencia, a menudo sin sentido, es el tema sobre el cual hay que reflexionar o quizás, para muchos en estas latitudes, la violencia no sea más que una metáfora para describir el lado oculto de una realidad no reconocida, que no podemos rechazar y que es un reflejo de la eterna lucha entre el bien y el mal.
Una lucha interna, personal y también social, donde las distinciones y las reglas definen la misma comunidad. Recuerdo una frase altisonante de mis tiempos de estudiante, que decía algo como:
la distinción entre el bien y el mal determina la esencia de una sociedad.
Y, a esta afirmación podríamos agregar que la representación del mal nos permite delimitar el bien común y estas son las fronteras que separan los dos reinos de la realidad social.
Evoco imágenes del viaje. La gente en los trenes y buses. La señora que tuve al frente y que leía apaciblemente un libro, uno de los últimos publicados, que narraba escenas de terror, dramas inhumanos y donde la tinta de las páginas se confundía con el rojo de la sangre vertida sin cesar en la historia misma como en un espejo donde se refleja el rostro apacible del lector.
La historia hablaba de un exterminador de ancianos, que antes de asesinarlos los torturaba en sus apartamentos, donde vivían solitarios, tapándoles la boca y arremetiendo sobre ellos y sus mansos animales domésticos, mientras la televisión a todo volumen hablaba de las noticas del día y del hallazgo de otro cadáver amarrado y maltratado como tantos otros, que llenaban las crónicas de todos los periódicos y hacía crujir las noches y las puertas cerradas de tantos viejos afligidos por un cóctel de curiosidad el miedo.
Mirando a la lectora, considerando sus años, su posible estilo de vida, me preguntaba por qué ella, entre todos los posibles lectores de ese libro maligno, hubiera elegido esa lectura y mi respuesta fue, que el miedo, el peligro atraen y nos hacen víctimas y a la vez perversos como los que acuden a los parques de entretenimiento y se dejan caer al vacío para sentirse vivos y mojarse en adrenalina, perdiendo el respiro por un momento.
La vida me dije es sin duda alguna un misterio y volviendo mis ojos a otra pacífica señora de unos 80 años de edad en el aeropuerto, descubro que también ella está absorbida en el drama del mismo texto, leyendo sobre otras vejaciones, sobre otras muertes y reconociéndose en la víctima, en su impotencia y en el hecho de que también ella hubiera abierto la puerta a su verdugo, vestido impecablemente en negro y cuero.
Son las 15,45, cuento a los pasajeros sentados a mi alrededor y pienso si algunos otros de ellos hubieran leído el mismo libro y me detengo a pensar que para dominar el miedo hay que exponerse a él en pequeñas dosis para conocerlo y es esta seducción a superar el miedo la que hace el crimen perfecto en sociedades donde la perfección es una utopía que busca una realidad.