«La censura es el hijo del miedo y padre de la ignorancia».
(Laurie Halse Anderson)
Caperucita Roja es uno de esos cuentos de mi infancia que, bueno, ni fu ni fa. Lo conozco, sé que pertenece a la colección de cuentos recopilados por los hermanos Grimm (quienes tienen un lugar reservado en ciertas partes del Más Allá por inventar la gramática alemana). Cuentos transmitidos, antes de la aparición de los hermanos, oralmente durante generaciones. Es una de esas tradiciones de antes de que existieran la tele, la radio e internet, que se están perdiendo en buena parte del mundo occidental, pero que antaño reunían a adultos y niños. Eran historias relevantes a su tiempo y situación geográfica, utilizadas tanto para entretener como para enseñar.
Trasladadas fuera de ese contexto, viajando a través del tiempo hasta nuestros días, estos cuentos se han suavizado y endulzado. Ya no tenemos castigos sangrientos para los malos, ni consecuencias mortales para los incautos. Sangre y vísceras y tortura no tienen cabida en los cuentos infantiles, porque a eso los hemos relegado: a cuentos infantiles.
Algo que tiene sentido, ya que han dejado de reflejar el mundo en el que vivimos, especialmente, aquellas personas criadas en ciudades. La forma de educar y de ver el mundo ha cambiado. Los roles de la sociedad ya no son tan rígidos, ni se dividen de formas tan concisas. Pero mantenemos las historias, las seguimos contando a nuestros hijos: los Tres Cerditos, Caperucita Roja, Pulgarcito, Sant Jordi. ¿Por qué?
Porque hablan de perseverancia, de la lucha contra la adversidad, del «bien» contra el «mal», de los peligros de desobedecer a los padres, de los peligros de lo desconocido.
Las historias no solo se quedan con nosotros desde que somos pequeños, sino que nos esforzamos por seguirlas manteniendo incluso cuando nos hacemos mayores. Existe un género literario dedicado a las adaptaciones de cuentos populares. Cuentos como La Cenicienta, La Bella y la Bestia, o Caperucita han sido adaptados de todas las maneras imaginables, a todos los medios. A veces contando la misma historia con otro final, a veces añadiéndole aires sobrenaturales, o tras sumergiéndolas en gore y sangre. Otras le dan una vuelta a las historias y convierten a los villanos en héroes.
Pero no solo adaptaciones, sino estudios. Gente que se dedica a investigar los orígenes y los posibles significados detrás de las historias: ¿habla Caperucita Roja solamente de una niña que desobedece a su madre, sufre las consecuencias y aprende la lección? ¿O se trata de una historia cargada de simbolismos mitológicos de muerte y renacimiento? ¿Habla de la entrada en la adolescencia? ¿El tenebroso viaje a través de lo desconocido? ¿Es posible que hable de una agresión sexual?
Las teorías son infinitas e interesantísimas. Algunas son curiosas, con raíces firmemente asentadas en la mitología y en los ciclos naturales de muerte y resurrección (invierno y primavera). Otras, son más explícitas y siniestras: ven al lobo, no como un animal parlante, sino como un agresor con deseos más humanos.
Caperucita Roja a mí, ni fu ni fa: una historia que me contaron cuando era pequeña, que iba de una niña que se sale del camino y habla con un desconocido y sufre las consecuencias.
Así como otros cuentos populares, La Bella y la Bestia, por ejemplo, sí que fueron escritos con la idea de educar a las niñas para que perdiesen el miedo al sexo, Caperucita es uno de esos que jamás me lo evocaron. Claro que tampoco me evocó nunca la sensación de que fuese un cuento machista, y recientemente fue eliminado de una biblioteca escolar en Barcelona. Que es una de esas decisiones que, solo con pensarlo, me llenan de una incomodidad que me resulta muy difícil describir. Tal vez sea porque resuenan conmigo las palabras de Sherman Alexie:
«Creo en la habilidad de cualquier niño de leer cualquier libro y formar sus propios juicios. Es el trabajo de los padres guiar a su hijo/hija a través de la lectura de cualquier libro imaginable. La censura de cualquier tipo castiga la curiosidad».
Que yo entiendo que la intención de la comisión encargada de eliminar los libros de la biblioteca era buena. Que, teniendo en cuenta que la biblioteca está en un colegio, no se pueden poner medidas para explicar a los niños, ponerles en contexto, guiarles a través de sus lecturas. Entiendo que los cuentos de mi infancia están «desfasados» con respecto a la sociedad actual. Es obvio, fueron escritos hace cientos de años (literalmente cuando aun no existía la gramática alemana), e inventados hace miles para explicar un mundo que ya no existe y entretener a gentes que ocupaban una serie de roles.
(También entiendo que sobre los cuentos infantiles se alzan la mayoría de arquetipos utilizados en la creación de buena parte de nuestra cultura y que, como cualquier arquetipo requiere de una revisión para adaptarse al mundo contemporáneo)
«Nos tenemos que fijar» explicaba una responsable de la comisión de género del colegio en cuestión a Barcelona Televisión «en el número de personajes masculinos, femeninos, si hablan, si no hablan, qué roles de género se presentan, los cuidados, las emociones, si está representada la autoridad...». A lo que añadía otra participante: *«Estamos muy lejos de unas bibliotecas igualitarias donde los personajes masculinos y femeninos aparezcan mitad y mitad, donde hagan el mismo tipo de actividades...las mujeres siempre están muy encasilladas en roles muy estereotipados y tristes».
Y yo entiendo ese deseo de crear un mundo más igualitario no solo en la vida real, sino también en el mundo literario. Es imprescindible para mejorar la sociedad, que todas sus partes se vean representadas. Pero, al mismo tiempo, es imperativo no olvidar nuestras raíces, saber de dónde venimos y cómo hemos llegado hasta aquí.
Ya para acabar, una reflexión, para esta comisión, para esta biblioteca y para todas aquellas que se planteen retirar libros de sus estanterías: ¿no sería mejor, en lugar de eliminar conocimiento, de retirarlo del alcance de todos aquellos que estén interesados, de dejar las estanterías peladas como árboles en invierno, llenarlas?
Si lo que falta son representaciones positivas femeninas, ¿no es mucho mejor crearlas? Existen en nuestro país cientos de escritores, miles de artistas capaces. Existen en el mundo millones de historias ya creadas en las que se proponen cuentos alternativos. Si queremos hacer que la presencia femenina y masculina sea igual, si queremos que las niñas y los niños de todas las procedencias e inclinaciones se sientan representadas, ¿no sería muchísimo mejor llenar las estanterías? Darles la oportunidad de encontrar la milenaria Caperucita junto a una historia completamente nueva? ¿No ayudaría eso a revitalizar nuestra industria editorial, a dar trabajo a cientos de escritores ansiosos por dar un salto y contar sus historias? Quizás incluso traer cuentos de otras partes del mundo, y dejar que sean los propios niños que, con su infinita curiosidad, devoren no solo lo antiguo, sino lo nuevo.
En fin. Es tan solo una idea.