Si al menos nos detuviéramos a pensar que no es un nido, nos alejaríamos de la idea de que puede ser llenado y, por tanto, estar vacío alguna vez. No somos aves, sino personas y ahí empieza el hilo del entramado que terminan siendo algunos matrimonios de esos que superan por mucho la mayoría de edad. Todo ser humano está llamado a agotar o llevar a cabo algunos roles. El de pareja es uno de ellos. Si todo sigue la línea «esperada» o, al menos, la aprendida en términos sociales, se llega a ser esposos y, un poco más tarde, padres. No obstante, y anoten esto por algún lugar: no hemos dejado de ser personas, es lo primero que somos, y al elegir voluntariamente vivir la vida con la persona que amamos, ya entramos en una esfera de dos. Esta danza relacional es muy dinámica y favorece el conocimiento propio y de la dupla, dado lo oportuno de las circunstancias de intimidad que interactúan en una pareja en todas sus fases.
Sin que la vida de esposos tenga que ser una agenda súper bien delimitada, casi matemática, o se constituya en una especie de ruta de viaje en compañía, donde se tenga claro cuándo termina un rol e inicia otro, o en qué momento se fusionan, una buena cantidad de parejas de larga data y que han procreado, ha padecido o sufre del famoso nido vacío, expresión usada cuando los hijos dejan el hogar para ir donde tienen que ir: a vivir sus vidas.
¿Y si les digo que eso que llaman nido no está vacío por la ausencia de los hijos? ¿Recordaría las tantas veces que se postergaron como pareja para dedicarse a ser solo padres? Recuerdo un matrimonio amigo que no hacía nada sin sus críos. Sea que fueran de fin de semana a la playa o decidieran recorrer alguna región del país, ellos siempre estaban, y en lo particular me parece genial, solo que, en una ocasión, mientras conversábamos sobre cómo cambia la vida conyugal con la llegada de la prole, se formó una discusión en la que me miraron como si recién llegara de Júpiter, mi planeta favorito.
Y todo por una declaración que hice: los hijos no son lo más importante en el hogar. Antes de poder exponer mi tesis ya habían acabado con ella. Sencillamente sostengo que son importancias distintas y no vale la comparación. Incluso es vital que sea así, porque, sencillamente, esos dos que son padres primero fueron pareja y no dejan de serlo solo porque están forjando la vida de sus hijos. No descuidar este rol es parte de la educación de los pequeños; también es fundamental modelar en los niños un saludable ejemplo de vida de dos que se aman. Esto que les cuento tuvo lugar hace algunos quince años, y he sabido de publicaciones actuales que sostienen la misma tesis.
Los hijos necesitan sentir el amor entre sus padres, ver que se abrazan y se prodigan mimos y cariño. Necesitan aprender que es sano sacar un tiempo para ser. En este caso, tiempo para ser papá y mamá solos, familiarizarse con la idea de «cosas de adultos». Eso no es postergar a los hijos, es ser pareja y también es formarlos. Mantener actividades que incluyan a toda la familia es tan saludable como propiciar momentos exclusivos para la pareja.
Sé muy bien, y en mi propia piel porque soy hija de un dúo que se desboronó antes de llegar a los trece años, que lo anterior se dice muy fácil. También sé que muchos matrimonios llegan inadvertidamente a esconder en las agotadoras ocupaciones que significan la paternidad cualquier cantidad de inconvenientes, vacíos y cuestiones inconclusas, personales y de ambos. Hacer esto solo atrasa un momento que, de llegar, puede que encuentre a la pareja sin palabras que decirse. Una honda distancia o el olvido inadvertido del significado práctico de la vida conyugal los convierte en cuasi desconocidos. Y resulta doloroso darse cuenta que durante un buen tiempo, lo que los mantuvo unidos fue la misión de criar.
Los hijos se irán, es lo que manda la naturaleza y los padres se verán, quizá, sin su mayor ocupación del día a día. Así las cosas, no tendrán de otra que mirarse a los ojos y reconocerse, si es que llegaron a olvidarse. Recordar uno las pasiones del otro, volver a la génesis, pero con más información, lo cual es ventaja. Puede ser la mejor de las etapas, la entrada a una experiencia íntima tan novedosa como vibrante y ello dependerá de qué tanto hayan cuidado el rol de esposos. Desde cómo lo veo, esta «soledad» es la secuela perfecta del «al fin solos» que apenas se escuchó aquella vez en la habitación, cuando la ropa estuvo de más, con la diferencia de que un amor maduro será más sabio y gratificante. Lo contrario supone separarse, partir cada uno por su lado, probablemente extraviados, a vivir los últimos lustros que la vida les ofrezca, incluso con la idea de un nuevo romance junto la sensación de una libertad distinta, lo cual definitivamente es otro tema.