«¿Has probado alguna vez la lamprea? Es un bicho raro, raro, del paleozoico como poco, pero que genera a su alrededor una inflación que pa qué (...). Lo de la lamprea es curioso. Brrrr... después de haber contemplado a la criatura.... ¿cómo poder hincarle el diente? Eso sí: parece que un trocito de lamprea llena más que una hamburguesa King Size de butifarra con lacón y pan de tocino. Créeme si me pongo en plan replicante y te digo que he visto cosas que no creerías, personas que se zampan un buey sin pestañear pidiendo papas por comerse apenas una minirración de lamprea... aunque también monstruos sin corazón capaces de engullir una lamprea como si nada... ay, estos gallegos...»
(Conversaciones del furancho)
El Miño
El Sahara azul de la sustancia, según la bella expresión de Vallejo, no es un desierto ni está en África. Es un río amplio, profundo y sereno que recorre Galicia de norte a sur trazando una diagonal escorzada y quebrada como el vuelo de una mariposa desde las estribaciones de las Tierras Altas de Lugo hasta su sublime desembocadura atlántica en un estuario magnánimo, donde el curso de agua dulce se entrega al océano con el frenesí lento y acompasado de un beso cinematográfico. Para disfrutar de la escena nada mejor que subir a la butaca privilegiada del monte de Santa Trega, magnífica oportunidad además para dejarse atrapar por la fascinante cultura castreña, pues allí arriba se encuentra uno de los castros más importantes de Galicia.
Pero volvamos a ras de agua. Algo tendrá el Miño, o Pai Miño, para haberse convertido en una entidad de connotaciones míticas en el viejo país de los oestrimnios. No es un río, sino el fulgor de una urdimbre plateada de leyendas milenarias. Su historia evoca más bien el relato de una cosmogonía, esto es, una serie de explicaciones acerca de la génesis de un mundo, de un orden, de un mundo ordenado, pero también una construcción mitológica sobre el poder y la soberanía ya que, como diría Vernant, el orden es resultado de la victoria final de un dios soberano o, añadimos ahora, de un héroe ulteriormente divinizado (esas estatuas de Hércules halladas cerca de la desembocadura...). Pero al mismo tiempo el Miño siempre fue visto como algo todavía más originario, quién sabe si emparentado con el Okéanos primitivo y, de ese modo, con el resto de potencias primordiales: Gaia, Pontos, Ouranós, Tártaros. Algo tendrá el agua cuando la bendicen y lo cierto es que cada vez que los romanos llegaban a Galicia (lo hiceron en diferentes etapas) se ponían a temblar ante el embrujo de sus ríos. Les entró el canguelo ante el enigmático Limia/Lima, pero tiritaron todavía más ante los misterios de ese río-océano que es el Miño, de la estirpe de los Titanes (no estará de más recordar que el río Miño original, ante el que salivaron de puro temor y temblor los enemigos de Astérix y Obélix, es lo que actualmente llamamos Sil... y que es el río que tienen en mente historiadores romanos como Paulo Orosio al ubicar el legendario monte Medulio en las proximidades del Miño. Por cierto: sorprende comprobar que tantos gallegos conozcan las peripecias de Numancia, cuya derrota inflama tan ardorosamente los corazones patrioteros en España, y tan pocos quieran saber de sus antepasados, quienes lucharon con mayor heroicidad si cabe en el susodicho monte, cuando, al decir de Cabanillas, «o dia do Medúlio/ com sangue quente e roxa/ mercamo-lo direito/ à livre, honrada chousa»).
Dos mil años después, el embrujo sigue vivo. El Miño se resiste a revelar todos sus secretos, porque a la naturaleza ctónica que le viene dada por su condición de Titán, se añade su capacidad para provocar efectos de superficie. No solo el Miño, todos los ríos gallegos fungen como espejos de lo que los rodea en un sentido que va más allá de lo literal; lamentablemente, la imagen que devuelven no siempre enamoraría a Narciso. Lo importante ahora es que cuando contemplamos con atención las aguas del río, lo que descubrimos es nuestra propia imagen («Siddharta mira el río, y el río se ríe, y el río le recuerda algo, le recuerda su imagen, la imagen de otro ser que él en otro tiempo había respetado e incluso temido»). Por eso no es osado decir que los misterios del Miño son los misterios de la condición humana. Panta rei, univocidad del ser, corazón heracliteano. El río es uno y el mismo, pero nadie puede bañarse dos veces en sus aguas porque nadie permanece idéntico a sí mismo, a no ser ya muerto. Los enigmas empiezan en su nacimiento. Resulta paradójico y estrambótico que el símbolo de Galicia, ese mágico rincón en el Atlántico en el que se unen dos mares, fluyen diez mil ríos y existe una cantidad exorbitante de maneras diferentes para denominar la lluvia, tenga que nacer en un pedregal.
No, en la pequeña sierra de Meira, donde emerge el Miño, no se encontrará por más que se busque el hontanar puro, la fuente visitada por las ninfas y las mouras, sino solamente una cuna de piedras agreste y despiadada que desconcierta al incauto. La clave está en saber ver más allá de lo visible y, mejor aún, saber oír, recuperar las hermosas orejas de Ariadna. Sin duda, alcanzar el punto donde brotan las aguas, ver nacer un río, tiene algo de iniciático, cual experiencia hierofánica capaz de suscitar una actitud beatífica no muy distinta a la que provocaría la participación en los misterios eleusinos. Una experiencia que ya deviene éxtasis total cuando estamos entre gallegos y se trata del Miño. Eso lo superan en el imaginario galaico solo ciertas delicadezas culinarias y la nostalgia de sus ulteriores consecuencias, desde el levitar al amparo de una cocina de hierro entre interminables cocidos que duran lo que dure la invernía y los parientes, hasta el recuerdo casi póstumo de alguna indigestión de ostras y pulpo regada de albariño y pullitas de cuñado. Sin embargo, los misterios son eso: misterios para iniciados y en su nacimiento el Miño es un extraño río de piedras.
Será aquí donde habrán de reconquistarse las orejas ariádnicas para captar el murmullo armónico, oscuro y trepador revelando la existencia de algo imperceptible. No otros son los encantos de la mística, que nos permiten descubrir lo invisible en lo visible a través de los signos, mientras el placer de la carne se transmuta en un erotismo del espíritu. Debajo de las piedras, está la potencia del río, que no es lo mismo que un río en potencia. Puede que el hontanar del Miño sea, símbolo de símbolos, la misma paloma dorada de la que hablaba el poeta, un manantial que se abre paso entre rocas y cuarzos, allí donde el viento del norte, un viento húmedo, celta, forma su nido, en el límite meridional de la antigua diócesis de Britonia. La Galicia de Maeloc, latitudes en las que todavía resuenan los ecos flamígeros de las ideas de Prisciliano, el obispo rebelde decapitado en Tréveris y enterrado en la catedral de Santiago.
A la extravagancia de surgir de un pedregal, se le suma la insólita subversión de lo que es común en el intrigante universo fluvial: el curso alto del Miño es tranquilo, confiado, leal, como si hiciese gala de la extraña virtud de saberse poseedor de una sabiduría que le viene de abolengo. En cambio, según avanza, las aguas van adquiriendo nervio y agitación. En su curso medio el río se desmelena un poco, o se desmelenaba, porque ahora, entre las villas de Chantada (sur de la provincia de Lugo) y Crecente (este de la provincia de Pontevedra), una sucesión de presas y embalses refrenan su ímpetu y lo deforman. Sí, el Miño es también cuerpo de cicatrices y relato pormenorizado de una infamia. Ya antes, al dejar Ourense, el río recupera su rostro serio, caviloso y reflexivo. Mientras atraviesa el valle del Ribeiro con anfructuosidad creciente, el río adquiere una sensualidad dehiscente y amazónica, desplegándose como una serpiente de vientre ancho cuyo deleite consistiese en restregarse amorosamente y a solaz sobre el fondo de la tierra colmada de viñedos. Se comprende de golpe por qué tantos cenobios de Galicia ansiaban propiedades en la zona: buscaban el camino si no de la verdad (in vino veritas), al menos sí el de la felicidad (vinum laetificat cor hominis).
Después de la última presa, el embalse de Frieira, punto a partir del cual el Miño se convierte en la raya húmeda que hace de frontera con Portugal, el río se vuelve definitivamente manso como una pompa de jabón (pero cuidado con los traicioneros remolinos y las corrientes subterráneas). Es el principio del fin, aunque su fluir remolón se demorará todavía casi un centenar de kilómetros de gran belleza paisajística en los que, otrora, su abundancia piscícola era proverbial. Entre las especies más codiciadas se contaban anguilas, esturiones y salmones. De aquellas glorias pesqueras, hoy poco queda, y ni siquiera se puede responsabilizar de la ruina a aquel infausto personaje de voz atiplada y sibilina, el terror de los salmones, le decían, sobre todo de los rojos, que prefería lanzar la caña y recoger el sedal en ríos ubicados más al norte, como el Ulla, el Eo o el Mandeo. Pero esa es otra (triste) historia.
Por lo demás, algunas especies se están recuperando y una de ellas, tal vez la más singular, nunca desapareció, sino que siguió re- montando el Miño cada año como si se tratase de la reina misma de las amazonas, Pentesilea, en busca de su lance de amor con Aquiles. Se trata de la lamprea, naturalmente, otro de los misterios no solo del Miño, sino, nos atrevemos a aventurar, del mundo mundial.
La Lamprea
Bicho raro donde los haya, a la lamprea se la ha llamado de todo menos bonita. Broma pesada de un dios colérico y borracho, experimento fallido de la naturaleza, engendro abominable, monstruo salido de los sueños de la razón, eslabón perdido, vampiro acuático, repugnante parásito e incluso deconstructora de gramáticas y pervertidora del sentido de la Cuaresma. Ahí es nada. Para qué negar que su contemplación puede causar estragos en la imaginación de las almas demasiado bellas. Viscosa y alargada, no tiene mandíbula y su cabeza termina en una ventosa llena de dientes. La Estética de lo feo de Rosenkranz hubiera debido ilustrarse con un ejemplar de lamprea en la portada, pero al parecer el bueno de Rosenkranz, gran hegeliano, era demasiado amigo de la cerveza y no siempre atinaba con las imágenes. Porque a saber cómo serían de feas las lampreas prusianas, que haberlas, húbolas.
Criatura arcaica e imposible, la lamprea sí que merece el calificativo de fósil viviente: conecta nuestra época directamente con el precámbrico. Para situarnos: cuando el primer dinosaurio se despertó, cansado de Monterroso y sus cuentos, la lamprea ya estaba allí, de hecho llevaba más de 250 millones de años allí, dale que te dale a su pasión chupóptera. Por la misma, cabe suponer que cuando el último sapiens estire la pata, si el cabroncete no se lleva con él al resto del planeta, la lamprea seguirá a lo suyo. Cáspita. Ahora nos enteramos de que la clave para vivir muchos años está donde nadie se la espera y quizá la longevidad sea inversamente proporcional a las gracias con las que nos dotó la madre naturaleza. Al fin sabemos de qué se ríen los feos. Pos qué bien.
Pero el tema de la fealdad tiene miga. La frenología, en boga durante el siglo XIX, quiso hallar un nexo causal entre las facciones y el carácter con vistas a desarrollar una especie de unidad precrimen decimonónica y, en esa línea, la antropología criminalista vio durante mucho tiempo una relación entre la fealdad física y la deformidad moral: monstrum in fronte, monstrum in animo. De ser cierto, y en el dudoso caso de poder aplicarse a la zoología, la lamprea tendría que ser el animal más rastrero y traidor de cuantos existen. Lo peor de todo, o no, es que tan poca agraciada configuración no es un adorno, ni un accidente, sino que está ahí para cumplir un propósito (ya se sabe: la naturaleza no hace nada en vano... aunque luego uno mira a ciertos congéneres y duda). Tras adherirse con su ventosa al huésped, la lamprea vivirá tan ricamente como un marqués, un duque de alguna isla balear o un registrador de la propiedad de vacaciones en la Moncloa. Así unos cuantos años. Ni siquiera tiene que preocuparse de nadar, simplemente se dejará llevar por los siete mares, en plan turisteo, mientras, después de perforar la carne del tiburón, mero, ballena o lo que sea, con sus dientes córneos y su lengua áspera, se dedicará a chupar y chupar sangre durante los inevitables días, años, edades ciegas y nerudianos siglos estelares. Entonces, conocidos tales hábitos... ¿es que nos hemos vuelto locos? ¿Cómo pensar siquiera en degustar semejante engendro?
Ah... pero tal es el misterio de la lamprea: que los jugos gástricos de un comensal se exciten solo con sentir su nombre y el cielo de la boca empiece a salivar sin Pavlov mediante. El fenómeno es tan curioso que parece extraído de una novela de Nabokov. Lamprea, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lam- pre-a: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde los dientes. Lam. Pre. A.
Efectivamente: a la hora de la verdad, es decir, en el plato, se suspira por la lamprea como si fuera una lolita. Sobre todo cuando se la prepara a la bordelesa, en su sangre (será verdad, pues, que quien a sangre mata, a sangre muere), en la villa de Arbo, capital mundial de la lamprea. Más allá de su valor culinario y gastronómico, alrededor de su pesca hay mucha historia y tradición. A lo largo del curso bajo del Miño afloran multitud de pesqueiras, construcciones muy antiguas que se adentran en el río para la captura del bicho siguiendo las indicaciones de un arte de pesca que se remonta a la época de los romanos, quienes, por cierto, sentían verdadera devoción por la criatura serpentiforme, lo cual no es nada extraño conociendo un poco las características de su aberrante cocina.
Me dicen que Cunqueiro creía poco menos que los romanos invadieron Galicia atraídos por el sabor de las lampreas y no tanto movidos por la codicia del oro. Puede ser. Sin embargo, es sabido que antes abundaban en la mayoría de ríos europeos, incluso en los del Mediterráneo, lo cual ya parece una broma. En todo caso, hoy en día la lamprea es un capricho gagá, gallego y gascón. Y en Galicia ya reducido al Miño y, en menor medida, al Ulla, mientras que en Francia ceñido exclusivamente al tramo de Garona hasta Burdeos.
Corresponde hacer un inciso: que hayamos hablado de la fealdad de la lamprea y de su atávica atracción por la sangre no significa que nuestro propósito sea el de seguir alimentando la injusta leyenda negra que rodea a tan extraordinaria criatura. Tampoco daremos pábulo a esas historias apócrifas que narran torturas terribles en oscuros estanques llenos de lampreas hambrientas. Más allá de la veracidad de las mismas, lo cierto es que la lamprea pertenece más bien a la clase de los torturados que a la de los torturadores. Para preparar la famosa receta de la lamprea a la bordelesa se la somete a una tortura que evoca los suplicios descritos por Foucault en Vigilar y castigar. Con una diferencia fundamental: los desgraciados sometidos a suplicio en la plaza pública lo eran bajo la acusación de haber cometido un crimen. En el caso de la lamprea, su suplicio solo se explica en razón de su loca pasión de amor. En este punto, la supuesta bestia del Miño presenta unas inesperadas similitudes con el más galán, elegante, enamorado y noble (aunque, o tal vez por todo eso, un poco tonto) de cuantos animales existen en el norte de España: el urogallo.
El urogallo y los tristes cazadores que no mueren de amores
Si el urogallo canta
Se descubre y muere.
— Pero el urogallo canta.
El urogallo, al que en Galicia llaman un tanto sorpresivamente pita do monte, es el rey alado del bosque. O más bien era, porque se considera oficialmente extinto de los parajes galaicos desde 2005. Quizás los urogallos se crean aquí y en cualquier parte Orfeos redivivos, pero por desgracia los cazadores nunca se conmovieron lo más mínimo ante su canto, que, al contrario, les servía para descubrir su paradero y darles caza. Todo un Fraga Iribarne, ministro franquista hasta 1969, alardeaba en una entrevista de principios de los setenta de ser un versado cazador de urogallos lugueses y añadía:
«Recuérdese lo que dice del urogallo la Enciclopedia Larousse de la Caza: el tiro más prestigioso, que justifica todos los desplazamientos».
Tres lustros más tarde, el mismo Fraga presumía de ser tan galego coma ti para hacerse con el trono de hierro de la Xunta de Galicia (cosas veredes...). Para entonces la población de urogallos de los Ancares ya estaba muy malita. Los nuevos demócratas, sin embargo, no se convirtieron sin más en nuevos amigos de la naturaleza o al menos no con el empeño necesario y, que se sepa, Fraga dejó que sus antaño codiciados trofeos cinegéticos se fueran extinguiendo poco a poco en las tierras que presidía como las caricias que recibimos cada vez más espaciadas de quien fuera un día nuestra mejor amante. Es tremendamente llamativo que ese mismo año de 2005 la fauna gallega se quedase sin dos de sus especies más emblemáticas: el urogallo y el propio Fraga, que a su manera era una raza de uno, como el Gordo Triste que cantaba Goyeneche.
Dicho lo cual, no se crea que hacemos responsable a don Manuel de la desaparición del urogallo. El ilustre hombre al que le cabía el Estado en la cabeza (pero a saber qué clase de estado: sólido, líquido, gaseoso o patafísico) pudo haber sido el dueño de las calles españolas en los sesenta, pero en Galicia no todo el monte es orégano y al labrego, que es lo contrario del pueblerino, se le manda en la medida en que él se deja mandar. Los caciques autóctonos siempre tuvieron claro cuál era la condición inherente de la aparente relación de servidumbre con los campesinos en muchos pueblos gallegos: fungir como conseguidores y no tocar las lindas lindes de cada paisano. A partir de ahí, sí, bwana. Seamos honestos: ¿quién pensaba en urogallos o animalillos en riesgo de extinción cuando todo el Gobierno de la Xunta y buena parte de la sociedad estaban a lo que estaba, es decir, plantando eucaliptos, reclamando y anunciando autovías para todos los pueblos de Galicia y probándose el traje de cofrade con el que lucir palmito en alguna de las incontables paparotas festeiras que alegran la geografía gallega a ritmo de orquesta? La culpa, de haberla, debería recaer exclusivamente en la galliforme. E logo? ¿A quién se le ocurre nacer gallo con las ínfulas de Luis Mariano y la pulsión irrefrenable de un adolescente? O, como diría António Variações, a culpa é da vontade. De la voluntad y las ganas, sí, que tengo de abrazarte.
Y es que el alocado e imprudente proceder durante la época de celo lo convierten en una presa fácil para cazadores sin escrúpulos. Durante ese periodo de enajenación erótica, el comportamiento de la criatura sigue un mismo patrón. Antes del amanecer o a la caída del crepúsculo, el gallo desata su desgarrado canto de amor desde un punto elevado como una rama de roble o haya. José María Castroviejo ya detestaba a los émulos de Diana que se servían del arrobamiento amoroso del urogallo para cazarlo a traición. Castroviejo, ilustre guarda mayor de caza y pesca fluvial del reino de Galicia, describe así su soberbia serenata:
«La primera estrofa de su canto se compone de una serie de notas sueltas que se precipitan bruscamente hasta desembocar en un sonido vigoroso, comparable al de una botella rápidamente descorchada. Después un ruido como de guadaña u hoz aguzada, cuchicheando débilmente... Dura todo muy poco, diez o doce segundos, y la última parte tan solo dos o tres».
Más allá de cazadores felones, parece existir una razón culinaria para aprovecharse de la ebriedad erótica del urogallo a la hora de darle caza. Viejos tratados cinegéticos señalan, como recuerda Emilio Álvarez Blázquez, que el sabor de las aves muertas en punto de amor loco alcanza una especial sutileza. Según Blázquez, ello se debe «al hervor acelerado por la sangre, cortado por el hierro de la muerte». Por eso decía Cunqueiro que comiéndolo en sazón se come amor.
Así pues, siervo de amor, corzo herido, Orlando furioso incapaz de olvidar a la bella Angélica, el príncipe del bosque sucumbe a su fatalidad, acaso sin dejar de tener presente que «quien se pierde en su pasión ha perdido menos que quien pierde la pasión».
¿Pero no es eso mismo lo que le sucede a la lamprea? También, oh hombres y mujeres de poca fe, también la lamprea muere de amor, también la lamprea cumple con su destino y se hunde en su ocaso, entregándose a una fatalidad que la impulsa a abandonar la vida licenciosa sobre la espalda de su pobre huésped para cruzar el ancho océano, regresar a la boca del río, remontar la corriente y hallar su efímero goce cerca de la ribera fluvial que la vio nacer. Como un Ulises que, cansado de una guerra estúpida o de una fruición cogital y egoísta, ya solo desea contemplar a su Penélope por última vez, en su odisea de retorno la lamprea va a adelgazar y estilizarse, como las becadas en celo, dotando a su carne de una textura única merced al enorme esfuerzo de nadar a contracorriente, el último afán de un corazón que de pronto descubre la esterilidad de su parasitaria vida. Las lampreas son capturadas al volver al río como amazonas no tan fieras, pero enamoradas, para su desove. Qué sublime forma de desentenderse de los cómodos placeres de su vicio chupóptero sustituyéndolos por una pasión erótica cuyo trágico final está escrito de antemano. Y por eso, como en el caso del urogallo muerto en rapto de amor, su carne es tan sabrosa.
El cuerpo sin órganos de la lamprea
Con todo, sigue habiendo algo insondable, un misterio órfico alrededor de la lamprea. Es en el extraño juego entre profundidad y superficie donde debemos buscar la clave del misterio y su atracción. La lamprea es el poso del Miño, dijo Cunqueiro. Esa textura sedimentosa, profunda, oscura, golosa, densa como la sangre coagulada de estirpes nobles demasiado acostumbradas a la endogamia, una carne pesada y dulce como el embriagador canto de las sirenas. La lamprea es profundidad y piel, la piel profunda, la profundidad de la piel.
Lo más profundo, la piel, dijo un poeta. La piel, alfa y omega de todas nuestras terminaciones nerviosas. La piel, clave de bóveda de torturas y suplicios. La lamprea es, por tanto, un contradictorio hallazgo de la profundidad y representa la mayor de las subversiones ese arrancarla del lecho fluvial, de las profundidades del río, para llevarla a suplicio y comérsela en su propia sangre. Si hay alguna criatura que merece el calificativo de presocrática, esa es la lamprea. Se diría que Empédocles la tenía en mente cuando se refiere a la complementaridad entre el odio y el amor y a los extraños resultados que propicia, a las mezclas abominables: «cabezas sin cuello, brazo sin hombros, ojos sin frente». Un cuerpo todo uno, el cuerpo sin órganos. La lamprea es el cuerpo sin órganos y el mundo que la rodea es un mundo cruel, por el desorden que la propia naturaleza desata en su cuerpo, por los horrores que suscita su visión, pero también por esa pasión gastronómica que provoca y detrás de la cual parece temblar la tentación de lo prohibido y quizá incluso una remota alusión al incesto y la antropofagia.
La lamprea, hay que repetirlo, es el auténtico cuerpo sin órganos con todo lo que eso significa. Todo cuerpo representa una especie de silogismo disyuntivo: en él, antes de definirse la función de un miembro, está la duda, el dilema. La boca y los dientes de la lamprea son un gran dilema, pero un dilema de amor. Es el deseo del otro, además, lo que atraviesa esa duda, ese dilema, ese no saber si son dientes o cuernos, amigos o enemigos, si están hechos para el placer o el dolor, esa potencia de poder ser «cualquier cosa».
Si la ingesta de la lamprea tiene algo que nos conecta con los banquetes orgiásticos y las celebraciones dionisíacas, pero también con la eucaristía cristiana, es porque el comensal se entrega a su sabor sin dejar de tener presente su temible boca, esa boca fascista y, sin embargo, quién sabe, hermosa. Perderse en ese agujero succionador es el sueño inconfesado e inconfesable de quien asiste al banquete. La succión trituradora, el erotismo de un laberinto circular de dientes córneos distribuidos siguiendo una razón más admirable que la proporción áurea, provoca espasmos espirituales mayestáticos, donde pocos se atreven a confesar el fondo turbio de sus deseos. La lamprea exige una entrega que aspira a suprimir las diferencias y el dolor de haber sido arrancados del vientre materno, entregarse a lo indiferenciado, al fondo sin fondo de nuestro inconsciente. Es la oralidad por donde empieza y acaba la grieta del hombre. Anorexia y dislexia son las dos caras de una misma moneda. Comerse el lenguaje. Hablar de comida. Un mundo de perversiones.
La descripción reiterada del acto de comer no solo da cuenta de la transgresión, es ella misma una transgresión del lenguaje. Por eso mismo, a pesar de su aparente docilidad, quizá ningún escritor más transgresor que Cunqueiro, ni ningún pueblo más pervertido que el gallego. Su fabulosa colecciones de fiestas y homenajes al estómago tiene algo de herético. Hay un punto evidente de satanismo en la cocina gallega. Desde siempre, hay una unión entre Dios y lenguaje, entre teología y gramática. Pero el nudo se rompe en el mismo momento en que se come al Padre en una empanada. Para superar la metafísica y la herencia judeocristiana, algunos tuvieron que inventar requintadas deconstrucciones de la herencia recibida implementando métodos nuevos. Todo acabó redundando en lo mismo: incapacidad para pensar y para vivir.
Lo errado era el punto de partida: para pensar más allá, para vivir de otra forma, había que volver a lo primigenio, al momento de la ingesta. En el fondo, todos soñamos con devorar a nuestros mejores amantes, integrarlos en nuestro propio ser y sellar la grieta y acabar así con dilemas, silogismos, dudas, oposiciones, disyuntivas. Esa pulsión última es, en esencia, el cuerpo sin órganos, tal vez lo que se siente cuando se come urogallo en sazón de amor y seguramente lamprea capturada tras remontar el Miño. La lamprea es el tótem de la gastrosofía fluvial gallega. El animal plano de las profundidades que simboliza la superación de la metafísica a través de los humores gástricos.
Suplicio de amor
Pero si su ingesta remite a una especie de satanismo, la propia lamprea no tiene nada de demoníaco, sino que es una creatio Dei y su salvaje padecimiento es un suplicio de amor. Las crónicas de la época nos han dejado un vivo relato de la tortura del regicida Damiens en la volteriana Francia de 1757:
Se utilizaron tenazas al rojo vivo para desgarrar los pezones, brazos, muslos y pantorrillas, mientras su mano derecha fue quemada con fuego de azufre. A continuación, sobre las partes atenaceadas se le echó plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente. Tras varias horas de agonía, fue estirado y desmembrado por varios caballos. Aunque esta última operación fue muy larga, porque los caballos que se utilizaron no estaban acostumbrados a tirar, o porque resultó poseer una rara cualidad hereditaria de exagerada elasticidad de las articulaciones. De suerte que hubo que añadir dos caballos más, hasta seis, y no bastando aún esto, fue forzoso que los verdugos le cortasen los nervios y le rompiesen a hachazos las coyunturas. Habían pasado más de cuatro horas desde el comienzo del suplicio cuando, tras múltiples arremetidas de unos caballos exhaustos, al fin el cuerpo del desdichado fue desmembrado. Por último, su torso, todavía vivo según los testigos, fue arrojado a la hoguera con el resto de miembros, consumido por el fuego y sus cenizas arrojadas al viento.
Esas cosas pasaban en el corazón de la Europa civilizada en pleno siglo de las Luces. Un espectáculo al que asistían ancianos, hombres, mujeres y niños. Tant pis. Lo que aquí nos interesa: ¿cómo se prepara la lamprea? Quien tenga oídos para oír, oiga:
Primero se escalda viva en agua hirviendo. Se raspa minuciosamente la piel para poder retirar la capa de limo, evitando que sangre. Tras llenar un recipiente con vino, se coloca la lamprea cabeza abajo sobre dicho recipiente, de modo que cuando se empiece a lacerar el cuerpo de la lamprea la sangre caiga sobre el vino y no se coagule. Después se la decapita y se le hace un corte a lo largo de los tres orificios inferiores y otro en la región anal, procurando no perforar el tubo ventral que hay que retirar entero. Se limpian bien los interiores y se la deja colgada para que se desangre...
Tenía razón Vallejo: la tumba es todavía un sexo de mujer que atrae al hombre. Al hombre. Al urogallo. A la lamprea.