En el momento en el que Eric Clapton pregunta a su hijo –y lo hace ya sobre los dos primeros acordes- si será capaz de reconocerle cuando se reencuentren en el cielo, está alcanzando lo inalcanzable: traer nuevamente al pequeño de cuatro años a la vida. Durante los pocos minutos que dura Tears in Heaven se produce ese milagro: lo que sólo podría ser un monólogo encuentra su destinatario invisible y, mientras dura ese breve encuentro, las manos del padre huérfano consiguen envolver nuevamente a las del niño mientras a su vez envuelven el mástil de la guitarra.
El soldadito rubio que mandaba en el mundo era el niño al que Francisco Umbral se dirigió en Mortal y Rosa, un monólogo absoluto, esta vez sin destinatario posible. Era su niño. Se fue y lo que quedó después de su muerte se transformó en un universo fluctuante como dicen que es Júpiter: una vaguedad nauseabunda de veranos e inviernos, una promiscuidad de sol y sexo, de tiempo y muerte, a través de todo lo cual vago solamente porque desconozco el gesto que hay que hacer para morirse.
Dolor y furia. Y la necesidad de sublimar el horror mediante un único recurso que es la poesía. Una escrita desde la esperanza, la otra desde el desencanto y la desesperación. Tears in Heaven desde la ilusión de que en algún rincón de ese mundo oculto a los ojos de los vivos, allí donde los no-vivos viven y son felices, seguro que no habrá más lágrimas en el cielo, los niños serán dichosos y harán piruetas eternamente, en algún rincón, en algún momento, en algún punto incierto, Clapton volverá a mecer el cuerpo del pequeño que ahora duerme bajo la tierra. Pero para Umbral la tumba del niño se cerró para no volver a abrirse. No hay eternidad, no es su tumba una semilla plantada en la fosa, es el cuerpo inerte de su hijo, para siempre.
Leí Mortal y Rosa en el 96, unos veinte años después de que fuera escrita, y la sentí como la guitarra de “Tears in Heaven”, presente, audible, alguien que susurra su tristeza al oído de quien quiera escuchar. La entendí entonces como una elegía bellísima e inclasificable, porque sin duda va mucho más allá de cualquier concepto o género. La reconocí entonces, y ahora, al recordarla, al releerla, como una conjura de prosa y poesía, erudición y surrealismo. Como un espacio mágico donde perfectamente cabe un seminarista huido que se masturba mientras lee a San Agustín, un pianista tísico, o el mismo Umbral escribiendo un libro que comenzó a concebir ya dentro del vientre materno.
Un diario, una elegía, un monólogo abstracto o quizás un ensayo sobre filosofía existencial, donde de una forma absolutamente honesta, Francisco Umbral, extraviado completamente el hábito de vivir, se entrega a las contemplaciones impresionistas: tonos flotantes, cambiantes según el momento del día y el estado de conciencia. Aunque escribe, está muerto. Uno se va acostumbrando a convivir con su propio cadáver. Es incómodo pero a todo se hace uno. No hay esperanza de reencuentro, pero él no cree, no puede creer en las visiones de sobrenaturalidad, esas que entusiasmaban a Poe o a Dostoievski, él no, él es terrestre y terreno y su hijo el niño fugaz e inverosímil, como una manzana en el mar, ya no va a volver.
El músico poeta se lamenta, sus rodillas se doblan y suplica, pero volverá a levantarse: ahora debo irme, debo buscar mi camino porque todavía no pertenezco al cielo. Y al mismo tiempo el escritor sin Dios va muriendo mientras escribe Mortal y Rosa: Te escribo, hijo, desde otra muerte que no es la tuya. Desde mi muerte. Porque lo más desolador es que ni en la muerte nos encontraremos. El poeta va muriendo y recogiendo con manos de mendigo el color gris de la música que otros arrancan a una guitarra, y respirando con esfuerzo el aire impuro de la vida.