Me despierto cada mañana abrazada a un agradable estado de ingravidez. Esta circunstancia tan peculiar -nada sencilla de definir-, reúne en si misma tres características: se trata de una condición breve, abstracta e inmaterial que yo observo más como un raro efecto clandestino que como una realidad común y concreta. Como sea, lo que yo experimento es un estado de conciencia tan difícil de identificar que ni siquiera soy capaz de distinguir si pertenece al mundo de los sueños o bien su naturaleza concierne en exclusiva al estado de vigilia.
Mi ingravidez sucede en un espacio ignoto que bien puede concebirse como una pequeña y fugaz guarida; por ella deambulan ideas deshilachadas, aún amodorradas. Mi ingravidez habita en un lado de la existencia diríase que metafísico ya que, dentro de ella, mi propio organismo no termina de responder -ni tampoco lo desea-, simplemente permanece felizmente atrapado en un apacible letargo semejante a la duermevela.
Abro los ojos. Me levanto, despacio y sin ganas. En el mismo momento en el que mi cuerpo toma contacto con el suelo y adopta la necesaria posición vertical, la única que me permitirá vivir y enfrentarme a lo que llegue, irrumpen las leyes físicas e imponen su implacable primer precepto. En cuestión de segundos estoy de pie, moviéndome lentamente por mi cuarto y regresando poco a poco desde el suave mundo onírico al brusco plano de la vigilia, y con ella a la realidad, me guste o no esa realidad, me adapte o no a esa realidad. Cuesta mucho, si por mí fuera volvería a cerrar los ojos y me permitiría retomar mis sueños, tan líricos e imposibles y tan libres de pesadumbre como canciones o dibujos infantiles.
En el mundo del que acabo de regresar, el onírico, el espacio de los sueños, no hay muertos ni el fuego consume la tierra, tampoco hay masas enardecidas que se enfurecen mientras dirigen a gritos sus consignas contra el adversario, el cual a su vez también está enfurecido en el momento en el que lanza violentamente las suyas a quien ayer era su compañero.
En el universo onírico las cosas pueden suceder al revés, pueden resultar inverosímiles, irregulares u oblicuas. En la benévola pausa de los sueños existe una magia generosa que es capaz incluso de devolvernos a quienes ya no existen: a veces nuestros muertos siguen vivos, nos sonríen y nosotros los tocamos. En otras ocasiones aquellos a quienes ayer amamos y sin embargo ahora contemplamos con inquietud y aprensión, regresan a nuestros brazos. Mientras uno duerme y sueña todo se trastoca: los que gritan no son los peleadores obcecados, confundidos o intransigentes, sino que somos nosotros mismos, aunque ahora estamos en otros sitios.
Por ejemplo, corremos, contando con la maravillosa complicidad del juego y también gritamos, pero no en campos de batalla improvisados sino en el patio de un colegio por el que realmente corrimos hace muchos años y que ahora emerge en esta órbita paralela para ofrecernos una tregua: algo tan imposible y necesario como una mínima tregua en estos momentos tan desbordantes y caóticos. Lástima que esa concesión dure muy poco, e incluso que en muchas ocasiones al despertar ni siquiera seamos capaces de retener en la memoria las secuencias cálidas que hemos creído vivir, por lo que podría decirse que ni siquiera han existido.
Y ya, por fin, irrumpimos en la realidad.
La realidad no descansa con nosotros, sino que sigue ahí, viva, esperando a que nos despertemos para abalanzarse sobre nosotros y para que constatemos cómo permanece la vida que hay más allá de esos ficticios sueños -los cuales no son sino necesarias estratagemas para que la mente olvide durante un rato, se rehaga y se organice-, la auténtica vida, la que no se detiene ni reposa nunca, la que en este momento se nos está rompiendo.
En la realidad que se resquebraja ante nuestra mirada ya despierta, el mundo grita, expone, teoriza, dogmatiza. Esas gentes, los de siempre, los que ayer subían contigo en el ascensor, tus sonrientes vecinos, esos mismos de la noche a la mañana se han transformado en un bulto abstracto empeñado en formar parte de un ejército, en vivir unos momentos de épica con visos de ir a convertirse directamente en un lucha hiriente sin rastro ya de la cancioncilla protesta con la que todo comenzó. De hecho, en un tiempo y dentro de esa lucha que tal vez vaya a entablase pronto, probablemente la idea germinal ni siquiera se recordará, o peor, ambos bandos la tergiversarán (que no es sino la ley de vida y la ley de los hombres: distorsionar, deformar según convenga y con la única finalidad de erigirse en el auténtico, el muy cabal, el sublime poseedor de la razón).
Todas esas gentes tratan de apropiarse de la legitimidad de su discurso. Lo hacen de forma individual y también lo hacen en grupo; cada ego fabrica una razón y la adorna como puede con el fin de que su apariencia resulte lo más fidedigna posible. Poco después los distintos egos particulares van convergiendo y divergiendo por aquí y por allá hasta que inesperadamente se forman egos colectivos. Enseguida van multiplicándose los adeptos y adversarios, crece la rivalidad, se desbanda y entonces, entre esos primeros adeptos y adversarios, se producen rupturas que a su vez plantean razones transversales, que a su vez cruzan la razón primaria, que a su vez muchas cosas más: es ahora, en este momento, cuando inevitablemente tan diferentes ideas, deseos, frustraciones, arbitrariedades, indignaciones, afectividades, intolerancias y miedos se sobrecargan, se enquistan y se enredan de tal manera que el resultado se transforma en un algo completamente indescifrable. Si antes la verdad única no existía, ahora existe menos: las miles de supuestas verdades, completamente desordenadas, se resuelven mediante confusos códigos dogmáticos que se han ido encauzando y construyendo al gusto de cada consumidor.
En un momento indefinido, un momento que se produce más tarde o más temprano, el panorama se tuerce y la brutalidad hace acto de presencia. Todo en un abrir y cerrar de ojos. En este momento inconcreto irrumpe de una manera feroz la fase en la que se inicia la violencia. Nadie lo esperaba, o sí pero ni lo consideraba, sin embargo ya comienzan los primeros encontronazos: chocan discursos a la vez que chocan golpes sobre los cuerpos de la gente. Se desbordan las emociones, comienza el delirio y con él vuelve la Historia. Nuevamente. Otra vez sólo valen las razones de A, aunque lo cierto es que únicamente son fidedignas las razones de B. Poco a poco todas esas razones van irracionalizándose y aún así A y B, ajenos a la ofuscación propia, darán la vida por que se les reconozca esa razón irracional.
Pasa un día, pasan dos, tres. No sabes si ya hay guerra o si la habrá en breve, pero adviertes que el ambiente es decididamente propicio: los vecinos se odian y se arrinconan entre ellos disputándose la validez de una realidad ya completamente transformada en dogma de fe, en creencia divina, pues es palabra casi de dioses: de manipuladores personajes terrenos, misteriosamente divinizados y transformados en diosecillos que guían al pueblo.
Y ahora, cuando todo lo circundante parecía arruinado, sin pausa que valga, se presenta el horror segundo. Un horror que está sucediendo a la vez que el primero -en el mismo tiempo y en un espacio próximo-, que aunque parezca imposible todavía es más virulento, aún es más atroz. Se trata de algo tan monstruoso que casi nos resulta imposible metabolizar la idea de que se está produciendo. Nos sorprende advertir el parecido asombroso que guarda este espeluznante acontecimiento con cualquier descripción surgida de algún antiguo testamento oscuro y apocalíptico: se quema un país. Literalmente. Se quema de verdad. Alguien prende focos por varios frentes y con esa facilidad, con ese gesto aterrador, se deshace de toda la vida que habitaba sobre la tierra. Ahora ya está acreditado que existe un infierno real muy cerca de ti, de tu casa, en el mundo, aquí al lado.
Perecen seres humanos que no lograron escapar. Dos señoras de más de ochenta años que corrían, cuando a esa edad no se puede correr. También gente fuerte, no sólo sucumben los vulnerables. Y asimismo miles y miles de animales, inocentes como niños, mueren de la peor forma, sin que su agonía sea tenida en cuenta por nadie.
Llega la noche y toca descansar. Me libero de mis zapatillas infantiles de Minnie Mouse que contrastan con el sobrio pijama gris, el cual me dejo puesto, ya que es cubierta con él como voy a dormir. Me acuesto. La gravedad va desapareciendo nuevamente, lo percibo mientras poco a poco se introduce en mi cuerpo y mente el sueño, y con él los sueños, las especulaciones salvadoras, espontáneas, inventadas, de ninguna manera creadas de forma consciente. La realidad es sustituida por una narración ficticia de la cual desaparecen las llamas, las ancianas que intentaban huir y fueron devoradas por el fuego, la terrorífica imagen de ciervos y caballos calcinados con los cuerpos como estatuas de ceniza, inertes y retorcidos. También se esfuman los discursos desaforados de hombres y mujeres enfurecidos.
En el momento de no-gravitación no hay resentimiento, no hay incomprensión. No hay dialécticas irreconciliables que presagian una batalla. No hay miedo.
Me permito dormir. Cuando el duelo es permanente resulta absolutamente imposible liberarlo, de modo que tampoco tiene por qué considerarse como reprobable el hecho de dormir una hora más, o dos, el hecho de desaparecer, de alejarse un rato de la realidad. Además no se trata de una simple huida sino que perfectamente podemos definir a nuestra tregua de irrealidad como la táctica más eficaz para recobrar fuerza y seguir resistiendo a contracorriente. Resistir a la enorme tristeza que nos trae la visión de la tierra y las vidas muertas. O resistir en tu lucha dentro del bando que hayas escogido, o resistir al entorno enfermo sin pelear, resistir a las palabras que te lanzan: pusilánime, equidistante, irresoluto: eres el peor de todos, malaventurados los tibios. Y taparte los oídos porque sabes que es eso o lanzarte junto a una porción de mundo desquiciado y participar en una batalla con un final del todo predecible.
Tapar tus oídos y resistir. O bien despertar a los demonios y repetir el eterno retorno de la Historia.