Las etiquetas se construyen con un fin claro: tratan de definir, seleccionar y reducir todo lo que nos rodea. Como si se tratasen de agujeros negros que absorben todo lo que nos concierne, nos preocupa y nos mueve por dentro. El arte latinoamericano, el precolombino, la perspectiva colombiana, la visión argentina, la mirada andina. Palabras que se quedan suspendidas, soportando el peso de nuestros miedos y nuestros sentimientos.
Las ferias de arte parecen centrar su mirada en el mensaje en lugar del producto. En ese sentido, la Feria Internacional de Arte y Cultura de Bogotá (BARCÚ) se expande sobre un hilo de cotidianeidad. El arte ha alcanzado las suficientes tragaderas como para que la calle entre en él. Si hubo un tiempo largo, blanco y negro en el que los artistas desearon inmortalizar las familias poderosas, los relatos bíblicos y los cielos del mundo, hoy la calle está en los cuadros. Y no solo está la calle en sí. También está aquello que compone la sociedad, los detalles, el funcionamiento mismo de nuestro ser.
La cuarta edición de BARCÚ se celebró entre los pasados 25 y 30 de octubre en el barrio de La Candelaria, el distrito más antiguo de la capital de Colombia. Con exposiciones diseminadas por diversas casas de la antigua colonia, la Feria Internacional de Arte y Cultura se unió a otras ferias que fueron celebradas en la ciudad, situando Bogotá en la excelencia artística mundial de la semana. Sin embargo, BARCÚ se posicionó en la necesidad de contar las mismas cosas con otros códigos. El mensaje se acaba sumergiendo en la voracidad de los nuevos lenguajes, en las ciudades enjauladas y que, a su vez, aprisionan los comportamientos, los hacen suyos y acaban manipulándolos, mostrando aquellos que son positivos y ocultando los negativos. El arte se utiliza para romper las cadenas de lo establecido y en BARCÚ podían verse bajo algunas exposiciones los eslabones de las cadenas a sus pies.
Óscar Villalobos es uno de ellos. Villalobos es un pintor colombiano que nació en San José del Guaviare, uno de los tantos epicentros de la violencia que ha existido en el territorio colombiano. El conflicto no tiene como consecuencia única la muerte. La desmovilización ha supuesto la huida forzada de millones de colombianos a las ciudades más importantes, en las que la seguridad era mayor. Uno de ellos fue Óscar Villalobos quien se trasladó desde su San José del Guaviare natal a Bogotá cuando era tan solo un niño.
Villalobos lo cuenta a el periódico colombiano El Tiempo: «unos guerrilleros vinieron a comprar víveres y gasolina a la finca de mis padres. Cuando vieron que yo era el niño más alto de los que había, les dijo a sus compañeros que les iba a tocar venir por mí en dos años. A los dos días, yo estaba en Bogotá». Allí descubrió la pintura y la selva urbana. Había dejado atrás la jungla, la frondosidad y el horizonte verde para instalarse en una ciudad enorme y en la que el verde tan solo se sospechaba tras los altos edificios que custodian la urbe de los montes orientales. Allí comenzó a estudiar arte y a pintar lo que le rodeaba con una técnica singular. Villalobos representa escenas costumbristas de la ciudad que le acogió a través de colores llamativos y contrastados. Herencia de una megalópolis donde lo excesivo se eterniza recorriendo las avenidas, transformándose en tráfico y polución, mezclándose con los horarios extremos. Sus cuadros parecen una oda a todo lo innumerable que se incrusta en Bogotá, a la exuberancia de todo lo que ocurre en una ciudad enorme, imperecedera en el día.
BARCÚ acogió también artistas de otros países entre sus galerías. Con el objetivo de promocionar todo ese llamado Arte Urbano (otra etiqueta), la exposición se mueve entre el peligro de caer en lo corriente y el deseo de que el visitante se sienta lo suficientemente cómodo como para sumergirse en un día a día presentado ante sus ojos. Otro de los artistas que causaron una sorpresa agradable fue el fotógrafo alemán, Klaus Leidorf. Leidorf se sitúa en la fotografía aérea y muestra algunas obras en las que se ve cómo los seres humanos surgen como visitantes de gala de una naturaleza que abre las puertas sin pedir nada a cambio. Leidorf realiza un trabajo de una factura excelente que trata de representar la inmensidad de lo cotidiano y lo pequeños que podemos ser frente a esa enormidad. De alguna forma, Leidor transmite la sensación de que los problemas que creamos son una nimia parte de lo que somos, de nuestra esencia. Una de las muestras más impactantes es la fotografía en la que se observa a un surfista adentrándose en una zona de mar con una tonalidad de verde totalmente diferente de la que viene. Una fotografía capaz de ofrecer un movimiento que ninguna otra perspectiva es capaz de representar.
BARCÚ fue capaz de dar una pequeña respuesta a la ambiciosa e imposible pregunta que titula este artículo. La Feria Internacional de Arte y Cultura de Bogotá se configura como un medio para conocer como pensamos y conocer las interpretaciones que se ofrecen a esas mismas realidades en otros mundos, en otros agujeros negros. En definitiva, una forma de pasear entre las calles de todas las culturas del mundo con el recuerdo certero de que cualquier ser humano acaba desmoronándose ante las mismas tragedias y emocionándose gracias a los mismos triunfos.