Hace algún tiempo viajé a Japón. No me pierde la cultura manga ni la tecnología, y el sushi está en el top ten de mis platos a evitar, pero Japón es Japón. Hay pocas culturas que aúnen de forma tan pseudoarmónica la tradición y la innovación. Ese compaginar chirriante pero asumido del Joshi-kosei osanpo (muchachas de compañía para cenas, karaokes y lo-demás-ya-se-verá) con una atmósfera social teñida de protocolo y recato es un cuadro digno de análisis.
Vaya por delante que tengo un eterno dilema con los viajes. Me seduce la idea de recorrer el mundo aunque al final del día suspiro por mi colchón; resulta tentador descubrir nuevos olores y sabores, salvo cuando eso implica visitar al retrete cada diez minutos. Sin embargo, en esa suma de factores agridulces hay uno que prima por su intensidad potencial: el humano, quizá el único que puede estar a la altura de los paisajes naturales más sobrecogedores, en mi humilde opinión.
Japón, a ojos del occidental, es una postal viva. Cada rincón es digno de ser fijado en la retina. La estética de sus calles destila las mismas contradicciones que sus transeúntes y estos, en última instancia, eran mi campo de estudio prioritario.
Mi carácter extrovertido y un nivel razonable de inglés serían herramientas suficientes para superar la barrera cultural e idiomática, eso creía yo, hasta que puse en apuros a más de uno preguntando de esto y de lo otro. Por otra parte me resultó curioso el hecho de que en estos tiempos un gaijin (extranjero) pudiese resultar exótico a ojos locales, sobre todo en urbes importantes como Osaka o Kyoto, por no decir Tokio. De la misma forma, muchísimos occidentales adolescentes, o no tanto, sienten fervor desmedido por esa imagen de postal, esa “marca de la casa” que en realidad solo es contemplada por una minoría de nipones. Es como si la ósmosis cultural global que caracteriza este siglo fuese pura fachada, más allá de la economía o la geopolítica.
En cualquier caso es obvio que tras una bandera, un idioma y una forma de hacer las cosas cada individuo, aun en proceso avanzado de mimetización con su entorno, esconde todavía la esencia del niño curioso que todo ser humano lleva dentro, y en las distancias cortas se aprecia perfectamente.
En un momento dado me acerqué a un hombre de uniforme gris y bicicleta en mano para pedirle fotografiarnos juntos. No sé por qué el hombre de gris y no la geisha que pasaba por allí, pero mi olfato social acertó después de todo. El caballero se sintió tan honrado por mi gesto que empezó a contarme en un inglés forzadísimo el funcionamiento de su bicicleta eléctrica con todo lujo de detalles para animarme, a continuación, a dar una vuelta en ella ¡Maravilloso! Pero, ¿a qué venía tanta excitación? ¿Le había hecho sentir una celebridad? ¿Le parecía la mujer más hermosa que había visto en décadas? Me temo que la explicación es menos divertida y conecta con la cara oscura de la globalización, con mi propia historia y con la de cientos de miles. Creo que, sencillamente, estaba agradecido por ser visto siendo nadie. A su vez, a mí me sorprendió su euforia siendo yo otra nadie. Supongo que fue la consecuencia lógica de la ley de resonancia. Cuando viajas, este tipo de situaciones marcan la diferencia entre ser turista y ser humano.
Mi última noche en Tokio decidí acercarme a una zona de bares para empaparme por última vez de los neones y la energía de la ciudad. Me movía en zig zag preguntando el camino recibiendo respuestas fallidas: «I don't know», «¡No inglis!», «Sorry, I'm a tourist», hasta que un chico reconoció la dirección y se ofreció a acompañarme.
Shinshiro, así se presentó, hablaba un inglés fluido fruto de su estancia en el Reino Unido, donde había cursado un máster en comercio internacional, o algo así. Ademas del idioma había integrado el modus operandi occidental, socialmente hablando. Risueño y charlatán, se autodefinía como un empresario del futuro, con una filosofía humanista respecto al tipo de relación que aspiraba a tener con sus empleados. Tenía negocios en el sector hostelero, inmobiliario y preparaba su incursión en el textil. A sus treinta y pocos, había pasado el último lustro en Singapur y acababa de volver a instalarse en Japón.
Tenía un discurso muy sólido, el que aún se les exige a los hombres para poder competir con ventaja en el mercado matrimonial. Sin embargo creo que estaba especialmente a gusto por charlar con alguien ante quien no tenía que dar una talla determinada. Hablamos de nuestras respectivas sociedades y tópicos y de planes futuros.
En el momento de despedirnos comentó: «Ha sido divertido. No siempre se encuentra a alguien con quien conectar... en fin... ¡No te olvides de esta noche ni de mí!». Le entendía bien. Gracias a priorizar la curiosidad inocente frente al prejuicio o la desconfianza habituales navegamos como un solo corazón por el mar de los neones.