Coloco el cursor sobre en el espacio donde debo de escribir el patrón de búsqueda. Bolero, es lo primero que escribo, y a seguidas la máquina coloca el resto: ….de Ravel. Son años ya escuchando esta hermosa composición; vibrante, hermosa, es como un estallido de amarillo sol. Esta vez, intentaba que el sueño se acercara a mis ojos y los sometiera al sopor de Morfeo, pero no fue posible, por lo que decidí ayudar en la tarea con la pieza de Maurice.
Naturalmente, no logro el propósito, si no que al contrario me sumerjo en la danza de estas letras, y no puedo evitar evocar la imagen de un cuerpo femenino desnudo, siendo seducido y atacado con paciencia y sutileza por las manos fuertes y poderosas de un hombre amante. Mi vista se dirige a la ventana; la luna, con su luz prestada, se fue acostando a mi lado, haciendo juego perfecto con la melodía que escapaba como gotas gruesas de las bocinas de mi ordenador portátil.
No encendí las luces, entre la luna del párrafo anterior y la luz del monitor se hizo suficiente, ¿para qué más? Sigo pensando en la melodía repetida e in crescendo de la pieza y mi imaginación insiste en una danza saturada de belleza. La ecualización del sonido es perfecta para la ocasión, y entre las circunstancias de la noche, Ravel se iba convirtiendo en un drama perverso de piel y manos, mientras la madrugada entraba en mi habitación por varias horas.
Las manos del hombre empiezan lerdas, pero nada torpes… En mi mente todo esto ocurre y, sin embargo, no estoy erotizada, ni mucho menos, estoy maravillada con los instrumentos de la orquesta. Flauta, violín, saxo alto... ¡todo! en un tempo necio y obsesivo que repite y repite como gemido de mujer. Gemido alegre, que invita a insistir hasta el estallido y el estruendo. Evoco la silueta despertando, girando de derecha a izquierda, la mirada de un alegre oscuro y los labios cenizos.
Son catorce minutos de perfección, cadencia, gimo y alegría. Cualquier dueto de amantes bien podría resignificar esta herencia de Maurice, decido, o quizá es el fruto del insomnio y las horas locas de la noche. Mientras, debo bajar el volumen de mis parlantes, Boléro va aumentando la presión sobre el cuerpo de la mujer, la de mi cabeza, e insisto, no me siento para nada erotizada, entonces entiendo todo: Boléro es femenina. ¡Boléro es mujer!
Pude ver sus pies, sus delicados tobillos, lo grácil de sus pantorrillas y las coquetas líneas de sus muslos. Luego se volvió más que obvio que en un momento la pieza había llegado al vientre materno, donde bullía toda suerte de promesas e hijos. Maurice había construido el cuerpo de una mujer en forma de melodía, o yo, en mi insistencia con la belleza del cuerpo femenino, terminé descubriendo en ella, la obra, la anatomía de una doncella mitológica.
He amado a Boléro desde muchos años. La he escuchado en distintas interpretaciones, una mejor que la otra -para mi gusto-, todas hipnotizantes, sin embargo. Nunca pude entenderlo como ahora, en que puedo asegurar que la mujer de mi imaginación, la mujer Boléro, está desnuda, escondida y expuesta –al mismo tiempo- en cada nota musical. Tanto es así, que al finalizar el último minuto, las manos de hombre que imaginé al inicio ya ni existen, han perdido toda razón y sentido. Esta melodía es definitiva y únicamente femenina, es mujer y no tiene nada más que curvas y contornos de hembra.
Al final, cuando estallan unísonos los saxos, las trompas y trompetas, la mujer lo ha hecho igual, en un orgasmo que ha surgido justo desde las plantas de los pies hasta su corazón.