En días recientes, fruto del paso del ciclón Matthew por la ruta caribeña, me encontré en las redes sociales con un meme, como suelen llamarle ahora a las imágenes que retratan una realidad entre cruel y fuerte, pero en forma cómica. El chiste versaba sobre lo didáctico que puede ser para nuestros hijos que se les suspenda, por tres días, la docencia, mientras que nosotros, los padres, tenemos que lidiar con la situación. Lo gracioso era irnos todos al trabajo, dejarlos en la casa y que ellos solos forjen su carácter.
En mi mente ya se venía cocinando un tema con respecto a lo que significa ser niño en un mundo donde casi todo está hecho para adultos y donde los niños, en muchas ocasiones, llegan a ser, por poco, una molestia. Sí, leyó bien, una molestia. Si no me cree, siga leyendo. Le aseguro que no se trata de convencer a nadie; más bien es un ejercicio de reflexión que espera poner blanco sobre negro en una realidad que muchos vivimos y de la que, según veo, se habla poco.
En casi todas las diligencias bancarias que realizo en mis rutinas de fin mes, siempre o casi siempre, mi niña me acompaña. Donde más disfruta ir, es a una entidad bancaria que dispone de un gracioso espacio con mesitas y sillitas, de esas que te hacen recordar la casa que hubo de hallar Blanca Nieves cuando se extravió en el bosque. La mesita tiene lápices de colores, hojas listas para ser dibujadas y un ábaco. El lugar es bien visible dentro del espacio donde los oficiales de servicio interactúan con los clientes. El mensaje no puede ser más claro: Niños y niñas son bienvenidos; ¡y no puede ser más natural! Ellos son parte de la gente que visita los bancos.
Pero, lea bien, esto lo observo en poquísimos lugares. En los demás, el niño o la niña no puede ser más que un pequeño adulto, algo como una personita bien portada y derechita. Un adulto en miniatura que ve los cordones que dividen las filas de los clientes y quiere colgarse de ellos como los famosos elefantes aquellos –que se balanceaban sobre la tela de araña-, pero no puede. O ve lo que parece ser un carrito de juguete que promueve la mejor tasa del mercado para adquirir un automóvil cero kilómetros, pero no lo puede tocar. ¡Como si no existiera algo más atractivo para un infante que un auto deportivo a escala, -que para rematar es amarillísimo-, sobre una mesita y a su total alcance. Pero no, en estos lugares todo es ¡no!, ¡shhhh!, ¡siéntate, mi niña! ¡Pórtate bien, niño! ¡Ay, santo, contigo no vuelvo para acá ni loca! Algunos padres se hacen un lío y llegan a sentir vergüenza por sus crías. Otros adultos miran con cara de ¿será posible?
Por otro lado, y no tan lejos, nos encontramos con los que luchan contra el aborto. Hablan de defender la vida en cualquier circunstancia. Y cito a este sector -que bastante ruido hace en todo el mundo- porque parece que carecen de cierto sentido de congruencia que les permita comprender, al menos, que la parte más noble de la vida ocurre justo dentro del útero de la madre; luego que se sale de ahí, la cosa sí que se complica. Esa vida, que es tan defendida cuando está segura, llegará inmadura, indefensa, a lidiar como pueda con el mundo. Uno que parece estar listo para todos, menos para los pequeños Al menos, en una gran parte del mundo el tema de la infancia sigue siendo una tarea pendiente.
¿Cómo son los niños y niñas sanos?
Con mucha alegría les digo lo que es un niño saludable. Y hablo de alegría porque decir salud en lo que respecta a un niño o niña es definir la felicidad. El niño sano pregunta, insiste, brinca y salta; no se está quieto, siempre quiere tocar, oler –y según la etapa en que esté- se lleva todo a la boca. Un niño sano no para de hablar y cuestionar. No se conformará con tus respuestas, porque espera algo más fantástico y quiere saberlo todo de todo. Para un niño, es difícil de entender que no escuches la voz al otro lado de la lata –su teléfono-.
Un niño sano puede pasar por jodón y fastidioso. Pero estas dos acepciones solo aplican para aquellas personas que olvidaron lo que es la infancia, o incluso para aquellas que no lo olvidaron, pero que están muy agotadas para recordar cómo es ser niño. Porque, siendo honestos: pocas cosas consumen más energía que educar a los niños. No hablo de distraerlo con una tableta, o de atiborrarlo con mil y una aplicaciones de computadora para que juegue y juegue hasta que se embote. Hablo de conversar con el niño o niña en su mundo. Ir a su instancia mental –no esperar que él entienda la tuya-. Esa educación implica el mayor gasto de energía mental y emocional; por igual, supone una gran satisfacción. Por eso hay que poner grandes cuotas de amor y paciencia en tal propósito. De lo contrario, mejor abandonar la idea de procrear.
Cuando la educación es monoparental y, además, hay dificultades materiales que impiden, por ejemplo, pagar a alguien para que se haga cargo del cuidado y atención de la prole, se pone de manifiesto todo un universo de obstáculos: una cita, una sencilla salida al cine, -porque hay quien quiere ir solo al cine-, salir a correr, ver qué hacer, porque hay vacaciones escolares o suspensión en el colegio, como cité líneas arriba. Muchos le llaman a esto: “andar con tu bulto al rastro”. ¡Claro, si no hay dónde dejar al niño...! Cuando esto pasa, dejas de lado esa parte tuya que incluye pasar un momento contigo, ser mujer, ser persona, el único lujo que puedes darte es el de criar. Imaginen a un niño sospechando siquiera –según el manejo emocional con el que el tutor asuma el tema- que es una “carga o problema” para su mamá o su papá. Esto es muy delicado y, si entran otras variables en juego, casi equivale a empezar a construir un adulto roto.
Los niños y el trabajo de papá o mamá
Cuando hablamos de trabajo y de dónde papi o mami sacan el dinero para cubrir gastos, a veces no hay de otra que llevarte “el bultito” al trabajo –no tienes más opciones- y escuchas a los compañeros de la oficina respirar hondo, porque resulta que tu niño o niña es uno sano –por tanto, fastidia-. ¿Recuerda lo que es un niño sano? Pues eso. Un niño sano molesta. Y la angustia la llevas metida dentro del estómago, porque tienes mucho trabajo y la criatura no para de hacer preguntas, y por los shhhhh ya se dio cuenta que es un incordio. La sola idea te hace doler. Porque sabes que el sistema no te da muchas opciones y terminas privilegiando el trabajo sobre el bienestar del hijo, que termina en un espacio de aire acondicionado, papeles, fotocopiadoras; un lugar repleto de cubículos con gente saturada de trabajo, ocupada, y ese no es lugar para un niño. Pero debe estar ahí, hasta que mami termine. Entonces cuando ella acabe, agotada y cansada, se llevara a su hijo al parque para tratar de compensar, porque esa madre ya empezó a sentirse culpable.
Los distintos escenarios arriba recreados son reales, suceden. Inclusive, en los modelos escolares tradicionales, el universo tan diverso que supone la niñez es estandarizado y medido mediante notas y porcentajes, muchas veces en detrimento y menoscabo de la creatividad característica de la infancia.
Entonces, ¿tenemos un mundo diseñado para nuestros niños? ¿De haberlo ¿son tomados en cuenta? En algunos casos, sé que sí; en otros, sé que no. En la infancia los niños aprenden sobre confianza, perseverancia, amor, empatía, aprenden a negociar, a lidiar con sentimientos tan importantes como la frustración, la ira, la tristeza o la alegría. Todo ello debe darse en un ambiente que les ofrezca la contención necesaria. Más adelante, en la adultez, ese aprendizaje les será útil para las dificultades que trae el vivir. Como leí por ahí alguna vez, “es más fácil criar niños y niñas sanos que lidiar con adultos rotos”.