Desde que tengo memoria, me gustan las historias. Las que me cuentan, las que veo, las que escucho, las que leo, las que parten de hechos contrastados, las que no pasan de simples rumores, las que me puedo llegar a imaginar, las que ni eso, las que entiendo y las que no. Por creer que leyendo mucho podría conocer la mayoría de las que merecen la pena, me gradué en Filología Hispánica.
Bueno, por eso, y porque pensaba que en una carrera en la que por cada estudiante había unas 50 jóvenes universitarias ávidas de pasión carnal y literaria, muy mal se me tenía que dar para que aquellos no fueran los mejores años de mi vida.
Por supuesto, no me comí un colín.
Recuerdo que por aquel entonces yo todavía creía que podía ser escritor. Creía que dentro de mí había un talento innato a punto de explotar, una obra maestra que, de alguna manera, resonaba en mi interior y que tarde o temprano se abriría paso para, el día menos pensado, posarse sobre la punta de mis dedos para dejarse escribir. El mundo no me conocía todavía, pero me iba a conocer. Qué puñetas: no solo me iba a conocer, sino que se iba a enterar de lo que valía, iban a saber quién era yo, el autor de la obra maestra del siglo XXI. Ahí es nada.
Por supuesto, jamás escribí una línea. Ni buena, ni mala, ni regular.
Bastante más relajado después de asumir el fracaso de mi carrera literaria (que, a decir verdad, ni siquiera comenzó), empecé a disfrutar de los libros de verdad, lo que equivale a decir que les perdí el respeto.
Reí leyendo El Quijote y contuve la respiración con las novelas de Benito Pérez Galdós, pero también descubrí que Shakespeare no es para tanto, que leído un drama de Calderón de la Barca, leídos casi todos, y que si das la vuelta a los cuentos de Borges, el resultado son historias que en realidad no tienen mucha gracia.
Resultó que ni todas las historias que muchos decían que eran interesantes lo eran ni todas las que esos mismos descartaban merecían ser olvidadas. Con esto en mente, medio convencido de que tenía algo que enseñar, me di a la docencia un poco como quien se da a la bebida: por desesperación.
Lo hice lo mejor que pude. Básicamente, traté de torturar a mis alumnos algo menos que el profesor de literatura español promedio. Sí, sé que eso era ponerme el listón muy bajo, pero yo soy de los que se pone el modo fácil en los videojuegos. Un día, pedí a una clase que escribiera libremente lo que pensaba de mí. Escandalizado por el número de malas opiniones, acudí a una amiga, que me dijo:
“Te odia un tercio, le gustas a un tercio y hay otro tercio al que le das exactamente igual. Coño, pues lo normal”.
Tenía razón.
Considerando que había alcanzado mi cénit como docente, abandoné las aulas y me embarqué con un ambicioso proyecto de escribir la tesis doctoral más aburrida e infumable del universo: rastros de Thomas Pynchon en las letras españolas. No te imaginas la turra que pensaba dar con ello.
El mundo no sabe la bala que ha esquivado. Viendo que la academia tampoco iba a ser lo mío, puse mi mejor cara de hombre de mundo y entré en el Máster de Periodismo UAM-EL País. No les engañé, pero me cogieron, todavía no sé muy bien por qué.
Desde entonces, intento aprender el oficio de contar como se han aprendido siempre los saberes antiguos: a fuerza de hacer, de equivocarme y de fijarme en los que saben. Es posible que me hayas leído en El País o en Cinco Días, o tal vez en algún blog, aquí y allá. Pero lo más seguro es que no, porque mi historia no es muy interesante. Las hay mucho mejores. Déjame que te cuente alguna.