Los 30 son una edad extraña y peligrosa. Extraña, por un lado, porque uno realmente no siente que esté cumpliendo 30 años. Es decir, sí, las resacas ya no solo duran un día, sino dos o tres, cuesta más recuperar el aliento después de echar una carrera para coger el autobús y los amigos ya no están ahí tanto como uno desearía porque cada uno anda ya armando su propia historia como puede: los primeros trabajos, las primeras hipotecas, los primeros matrimonios, puede que hasta los primeros hijos. Sin embargo, tú no sientes que estés cumpliendo 30 años. Nadie te avisa.

El manual de la vida convencional te dicta que, pasados los locos años 20, llega el momento de sentar cabeza y formar una familia, y a ti todo esto te pilla con el pie cambiado, sin apenas capacidad de reacción. No has probado ni la mitad de las drogas que hay por ahí ni has tenido la mitad de las experiencias sexuales que dicen que hay que tener y, sin embargo, todo el que se te acerca insiste en que ya no hay más partidas, en que se te ha acabado el turno y debes dejar sitio al siguiente.

Por otro lado, los 30 son peligrosísimos porque la cifra es lo suficientemente redonda como para invitar a hacer balance, a un ejercicio de nostalgia. De repente, excompañeros de instituto de los que no has sabido nada en años y que, que a ti te conste, no han juntado dos frases en su vida, llenan sus muros de Facebook (no sé si se siguen llamando así y he escrito Facebook, y no TikTok: en efecto, este es el camino hacia la decadencia) de profundísimas reflexiones sobre el ser y el no ser y los muchos logros conseguidos en el último decenio (de los fracasos nadie habla nunca, por lo que sea). Dan gracias a la vida, que les ha dado tanto, a la familia y a la pareja por una vida maravillosa que esperan que lo siga siendo, al menos, 10 años más.

Sí, cumplir 30 años es pasarte un año entero leyendo las mismas chorradas que se dicen el 31 de diciembre. Como si no tuviéramos ya bastante con el puto 31 de diciembre.

En esto andaba pensando yo cuando fui golpeado.

—Tienes que ver Cortar por la línea de puntos.
—¿La serie del señor mayor medio calvo que habla con un armadillo?
—Esa.
—No me convence.
—La tienes que ver.

Mi hermano Daniel tiene la virtud de conocer mis gustos con la ficción bastante mejor que yo. Tiene sentido. Al fin y al cabo, me ha visto consumir series y películas mucho antes de que yo mismo tuviera recuerdo de ellas, y conoce todos mis placeres culpables. Sabe que detrás de mi fachada de filólogo especialista en literatura se esconde alguien que opina que Sailor Moon no era del todo una mala serie.

Sí, Sailor Moon era bastante inferior a Dragon Ball, pero se dejaba ver. Y no pienso discutir sobre esto.

Con esto en mente, no me quedó más remedio que darle una oportunidad a Strappare lungo i bordi (en español, Cortar por la línea de puntos), una miniserie de animación de apenas seis capítulos dibujada y protagonizada por el artista italiano Zerocalcare. No te voy a mentir: más que verla, me di de bruces con ella como el que se come una farola mientras camina sin prestar atención. Fui zarandeado y golpeado por ella, hizo conmigo lo que quiso. Han pasado semanas desde que la terminé y no la olvido, no se va de mi mente, no me deja en paz, como sucede con las grandes obras.

Cortar por la línea de puntos hace un repaso a la vida del protagonista, Zerocalcare (no sé cuánto hay en ello de autobiográfico, y la verdad es que me da lo mismo), un dibujante romano que, en mitad de una suerte de crisis existencial, hace balance de lo que ha sido hasta ahora su vida. Lo hace midiendo la distancia que hay entre el magnífico adulto que iba ser simplemente siguiendo el plan establecido, es decir, cortando bien por la línea de puntos, y la extraña figura que ha obtenido finalmente con el paso de los años, fruto de desviarse una y otra vez de la línea. El resultado es un hombre que ha vivido algunas victorias y también unas cuantas derrotas.

No sé a ti, pero a mí esa historia me suena mucho más que los mil y un textos triunfales que estoy leyendo en este 31 de diciembre perpetuo que es el camino hacia los 30.

Decir que es una genialidad y entrar ahora a analizar el manejo que hace la serie de la metáfora y la hipérbole para presentar historias que, de particulares, no pueden ser más universales me parece una injusticia.

Lo es porque, sobre todo, la serie es un espejo que nos invita a dialogar con nuestro yo adolescente, a interrogarlo acerca del plan que había para nosotros, ese magnífico ejemplar de adulto que íbamos a ser con 30 años, el resultado de recortar con sumo cuidado por la línea de puntos sin desviarnos un ápice de nuestro objetivo. Finalmente, nos pide que hagamos la prueba del algodón: ¿qué diría el yo que cumplió 18 años del yo que cumplirá 30?

Tengo una ligera idea.

Pero también sé, por otra parte, lo que le diría el yo de los 30 al de los 18. Le diría que tiene ante sí una persona que ha vivido algunas importantes victorias y también unas cuantas humillantes derrotas. Como todos. También le diría que cada uno recorre el camino no como quiere, sino como puede. Le diría que no se crea el rollo de que la voluntad lo puede todo, pero que sí crea en sí mismo. Le diría que se lo pase bien, que se divierta, que tome decisiones con arreglo a lo que siente, no a lo que cree que debe sentir, a lo que quiere, no a lo que cree que debe querer. Que abandone el cinismo, abrace la ironía y cabalgue sus contradicciones. Que hable menos y se escuche más.

Le diría que se olvide de la línea de puntos.

Estas conversaciones tengo conmigo mientras espero a que me caigan, inmisericordes, los 30, y mientras anhelo con ansia una segunda temporada de la serie de Zerocalcare. Hazte un favor y échale un ojo a la primera temporada, la tienes en Netflix. Después, hazme un favor y dime:

Tú contra tú, ¿qué te dirías?