A eso de las 9:30 de la mañana, en el Auditorio Rafael del Pino, ubicado cerca de la Castellana, en el corazón financiero de Madrid, no cabe un alma. El motivo, en principio, son unas jornadas sobre gestión de plantillas organizadas por la Asociación para el Progreso de la Dirección. Una excusa, en realidad. Aunque en España es la izquierda quien carga con el sambenito de estar acostumbrada a perder horas de trabajo en asambleas sindicales, en realidad suele ser la patronal quien carda la lana y tiende a reunirse en horario laboral, semana sí y semana también, para fijar una estrategia común y defender sus intereses. Una hoja de ruta que, en aquel 25 de febrero, cuando el coronavirus era aún una lejana amenaza, tenía nombre y apellidos: reforma laboral.
La ministra de trabajo, Yolanda Díaz —que durante los siguientes meses se convertiría en la salvadora de muchos empresarios tras aprobar la fórmula del ERTE, una solución de emergencia que permite a las empresas retener a sus empleados mientras el estado carga con casi todo su sueldo— planteaba en aquellos días la necesidad de poner sobre la mesa reformas como la de encarecer los despidos. Antonio Garamendi, el presidente de la patronal, aprovechó aquel encuentro para decir que naranjas de la China: «No consentiremos constreñir la libertad de las empresas. Y recuerdo que el empleo, en España, lo crea sobre todo la empresa privada». Ya ven que, de plantillas, habló poco.
Aunque la rotundidad de Garamendi satisfizo al personal, su intervención no fue la más celebrada. Con el ímpetu juvenil de quien siente sobre sus hombros la responsabilidad de dar una noticia extraordinaria, tomó a continuación la palabra Francisco Loscos, profesor desde hace casi 30 años en la escuela de negocios Esade Business School, una de esas fábricas que producen en masa a los jefes del mañana. «Hay un estudio de McKinsey que dice que solo el 2% de los empleados de una empresa son imprescindibles. ¿Se puede saber qué hacemos reteniendo al otro 98%? Por favor, repitan conmigo: ¡Adiós a las plantillas!». Primera ovación cerrada de la mañana. De pie, frente a su atril, a Loscos se le va poniendo tono de telepredicador ante un público entregado. Los asistentes se miran unos a otros, asombrados: «¿Una empresa sin plantillas? Eso es casi un 100% de beneficios», se susurran. Solo de imaginarlo, a alguno se le ponen los ojos en blanco y entra en éxtasis místico. Como Santa Teresa, pero con traje y corbata.
Loscos desarrolla un plan sin fisuras. «No necesitamos para nada las plantillas. ¿Con qué derecho encadenamos a nuestros jóvenes a nuestra compañía con contratos indefinidos? Hoy en día, a los jóvenes lo que les gusta son los retos. Si nuestra empresa necesita un trabajo en concreto, basta con que lo subamos a la nube de internet y les digamos que se trata de un desafío que deben resolver. ¡Se pondrán a trabajar como locos! Después, la empresa puede pagar por el proyecto que más le haya gustado, así que los que ganen se quedarán encantados. Y los que no, también, porque por lo menos habrán participado». Muchos asistentes acaban de ver la luz. Sacan sus móviles y mandan los primeros WhatsApp a los responsables de recursos humanos de sus empresas: «Tenemos que hablar».
Las palabras de Loscos recuerdan a muchos de los infinitos artículos que circulan desde hace años en internet acerca de las preferencias de los jóvenes. En 2016, por ejemplo, Expansión México tituló «La generación Z no quiere trabajar en tu empresa». Bajo un epígrafe tan rotundo, uno esperaría, al menos, una encuesta. Nada de eso. En su lugar, María Eugenia Pistacchia, directora en el país de la firma de recursos humanos Von Der Heide, cuenta que ha mantenido algunos «grupos de discusión» con jóvenes nacidos después de los años 2000 que revelan que todos, casi sin excepción, quieren emprender. Datos como cuántos eran estos jóvenes, cuál era su procedencia o por qué su opinión resulta representativa de la que pueden tener los cientos de miles de millones de chicos y chicas que hay en el mundo nacidos en el siglo XXI parecen no importar nada a la autora que, a continuación, basa el artículo en lo que un conjunto de expertos dice que piensan los millennials.
No es mucho más concreto Rob Ashgar, columnista de la prestigiosa revista Forbes que ya en 2014 titulaba «Qué quieren los millennials en sus espacios de trabajo (cosas que deberías darles)» y cuyo texto parte de una perogrullada: pasado cierto número de años, los millennials seremos mayoría en las empresas —algo ciertamente esperable si se considera el hecho de que los humanos todavía no somos inmortales. Después, desgrana, una tras otra, las preferencias de los millennials en sus puestos de trabajo, algo para lo que se basa en los estudios de Intelligence Group, una empresa que, en su perfil de LinkedIn, se define como una consultora que estudia las tendencias entre los jóvenes para aprovechamiento de las empresas. Qué estudios son esos y cuántas opiniones millennials recogen es una información que, de nuevo, se hurta al lector. Esto no impide que Ashgar detalle con rotundidad nuestra lista de exigencias, a cada cual más disparatada: el 64% de los millennials dicen que es una prioridad para ellos hacer del mundo un lugar mejor; al 72% le gustaría ser su propio jefe; el 88% prefiere trabajar en equipo con sus compañeros a competir ferozmente contra ellos; el 74% quiere jornadas de trabajo flexibles; y el 88% quiere que haya una buena integración entre el trabajo y la vida. Uno aún podría salvar la tesis del artículo, si se recogieran las opiniones de los supuestos miembros de las generaciones anteriores y estos porcentajes resultasen sensiblemente inferiores —a mí me resulta difícil imaginar a mi padre, maestro de escuela desde hace 40 años, respondiendo que no quiere un mundo mejor, jornadas más flexibles ni buena unión entre trabajo y vida. Lo cierto, sin embargo, es que estas no se recogen, así que, a falta de con qué comparar, la conclusión es clara: los millennials somos especiales porque sí.
Generación contra clase
Por qué la inmensa mayoría articulistas e investigadores creen que los jóvenes somos unos extraterrestres que rechazamos la seguridad y las comodidades de que ellos gozan y por qué los empresarios como Loscos creen directamente que somos gilipollas y que nos gusta trabajar gratis son dos cuestiones que tienen una misma respuesta: el concepto de generación; la promesa autocumplida de que los jóvenes somos una cosa muy distinta, gente rara que desdeña la estabilidad y adora la aventura de cobrar 600 euros al mes, rebuscar en la basura para poder comer y compartir piso con los padres o con amigos hasta los 40 porque ni de coña podemos pagar solos un alquiler. Ortega y Gasset; ahí es nada.
Hacia el principio de la década de los años 20 del siglo pasado, el más célebre filósofo español estaba preocupado. Las ideas de Marx, con ese materialismo filosófico tan cercano siempre a las cosas de comer, están calando en la gente, y su síntesis de que la Historia de la humanidad es, en realidad, una lucha entre poseedores de los medios de producción y proletarios explotados por estos en busca de la plusvalía convence cada vez a más gente de que, en España, también cabe una revolución. No podía ser. Había que hacer algo.
En 1923 el filósofo publica El tema de nuestro tiempo que, básicamente, viene a decir que lo que dice ese tal Carlos Marx son paparruchas y que la Historia es, sencillamente, una sucesión de generaciones, una lucha entre jóvenes y viejos en la que los primeros, lógicamente, al final siempre tienen ventaja porque juegan con el tiempo a favor. Hasta ahí, la cosa va más o menos bien porque Ortega parte de otra perogrullada: unos hombres nacen y otros mueren. Sin embargo, es a la hora de establecer los criterios para definir qué es una generación y qué no cuando este se pega la gran enredada que llega hasta nuestros días, a pesar de los denodados —y bien premiados— esfuerzos de gente como Julián Marías por arreglar el desaguisado.
Básicamente, para establecer una generación, Ortega pide buscar a su epónimo, es decir, a su líder, su hombre decisivo. Después, basta con decir el año en que este tenía 30 años. Voilá, ya tenemos generación. A él cabe agrupar ya todos sus contemporáneos, dijeran lo que dijeran en vida. ¿Les parece algo aleatorio? Revisen los libros de textos de Literatura: Generación del 98, Generación novecentista, Generación del 27, Generación del 40, del 50, del 60, del 70, del 80... ¿Que Unamuno y Valle-Inclán se parecen como un huevo a una castaña? ¿Que ciertos poetas y artistas de la Residencia de Estudiantes despreciaban a Lorca por ser de pueblo? Da igual. Todos al mismo saco. Y, detrás de todos, Ortega.
Ya Federico Sánchez y Jorge Semprún dedicaron un extenso artículo en 1957 a desmontar las generaciones orteguianas. Para ello, comunistas convencidos, toman un acontecimiento al azar como la toma del Palacio de Invierno: «Puede afirmarse que en octubre de 1917 se ha producido uno de esos ‘cambios del mundo mucho mayores que de ordinario’, y el propio Ortega se ha referido alguna vez a la importancia de esa fecha como vertiente histórica. ¿Podremos descubrir la ‘generación decisiva’ cuya irrupción beligerante explique tamaño cambio histórico? Si pretendemos aplicar el método orteguiano, localizando el ‘epónimo u hombre representativo’ de ese período, llegaremos a la fácil conclusión de que es un filósofo y hombre de acción llamado V. I. Lenin. Y aquí se acabó el ‘método’, porque la fecha central de esa supuesta ‘generación decisiva’ que la experiencia histórica debería mostrarnos en acción, o sea la fecha en que Lenin cumplió treinta años, es el año 1900».
A pesar de ser casi los inventores del negocio, no abundan en España críticos ni filósofos que se hayan atrevido a poner en cuestión a Ortega y Marías, tal vez porque para medrar en la academia no parece la mejor idea meterse con las familias que siempre la han manejado. Con todo, existen algunos intentos verdaderamente notables, como el de Eduardo Mateo Gambarte en El concepto de generación literaria, donde se descubren, con verdadera elegancia y sabiduría, las incongruencias del sistema de generaciones orteguiano, al tiempo que se narran los vanos intentos de sus muchos sucesores por tapar las vergüenzas del mejor filósofo español. «La generación es un concepto de origen conservador que viene bien a mucha gente: al autor, porque la soledad es complicada; al estudioso, porque puede explicar muchos autores a la vez sin detenerse a leer a cada uno de ellos; y a los integrantes de cada supuesta generación, que muchas veces son los que se encargan de hacer la foto precisamente para aparecer en ella», explica Mateo por teléfono después de dedicar muchos años a la cuestión. La realidad, sin embargo, es algo más complicada que el simplificado mundo que ofrece la sucesión de generaciones.
«Para empezar, Ortega decía que cada generación debía suponer un cambio no solo en literatura, sino en todas las artes, y que debía darse cada 15 años. Salvo la Generación del medio siglo mexicano, no conozco ninguna otra que cumpla con esto. En España agrupamos varios siglos en una sola corriente en la Edad Media y luego, en el siglo XX, nos limitamos a dar saltos de 10 en 10», ahonda Gambarte, quien pondera, además, que, contaminada por la falta de rigor de la Literatura, la Sociología ha terminado imitando estos vicios: «Hablar ahora de Generación de la pandemia, que es un concepto que tan solo sirve para sacar una foto fija de un instante, es una falsedad. ¿Quiénes forman parte de esta generación? ¿Bajo qué condiciones? Estamos retorciendo las palabras».
Otro de los que ha probado suerte ha sido Rafael Reig que, en su Manual de Literatura para caníbales II opta, para explicar la Historia de la Literatura, por una metáfora que se acerca más al concepto de grupo que al de generación, al definir cada momento literario como un equipo ciclista, con sus líderes de filas, sus subordinados y sus gregarios. El mismo Reig, cierta vez, acodado sobre la mesa de uno de los bares que hay cerca de la librería que regenta en Cercedilla, se animó a resumir la cuestión: «Me molesta mucho que digan que mi generación es la generación de La Movida madrileña, porque la Movida eran cuatro pijos. Te aseguro que los que salíamos por Pitis no teníamos ni puñetera idea de quién era Alaska».