Obsesionada con tomarse a sí misma demasiado en serio, ‘Pídeme lo que quieras’ pierde la oportunidad de ser algo interesante: una parodia.
Lo sé porque estaba ahí. El pasado 6 de diciembre, pasados unos minutos de las 11.30 de la noche, algunas de las últimas filas de la sala 8 del Cinesa de la calle Fuencarral, en el centro de Madrid, estallaron en una carcajada sonora, irreprimible, descontrolada. Más de uno, lo sé porque yo era uno de ellos, intentó contener el aire, mantener la compostura y la seriedad, respetar la pretendida solemnidad del momento, no permitir que la dignidad cogiera la puerta y se fuera con viento fresco. No hubo manera.
Cuanto más nos resistimos, más risa, y cuanta más risa, más rendidos quedamos ante la evidencia. A Pídeme lo que quieras, la película dirigida por Lucía Alemany a partir de la novela homónima de Megan Maxwell, le había ocurrido lo peor que le puede suceder a una película en el cine, sea del género que sea: un momento de comedia involuntaria. En concreto, la culpable fue la escena en la que Eric Zimmerman, el arquetípico multimillonario con gustos sexuales supuestamente extraños, el Christian Grey de estas 50 sombras a la española, revela a Judith Flores, interpretada por Gabriela Andrada, el motivo de su trauma, la razón por la que huye una y otra vez del compromiso para dejarse arrastrar por una vida abyecta y pecaminosa.
Porque, evidentemente, el señor necesita un trauma. No basta con que tan solo le guste follar usando cuerdas. Todos sabemos que a quien no está dispuesto a tener un matrimonio convencional, por cojones, tiene que pasarle algo. Amén.
El caso es que ahí los tenemos, ella y él, a punto de vivir el momento álgido de la cinta después de que ella haya conseguido que él dé acceso al rincón más oscuro de su corazón a fuerza de chantajearlo conduciendo rápido por una comarcal.
Sí, lo convence conduciendo rápido. Yo qué sé, sigamos.
—¿Quién es Betta?—pregunta ella.
—Betta es mi exnovia. Se acostó con mi padre—responde él tratando de fingir un acento alemán que no le sale bien en toda la película.
El momento es ridículo porque lo hemos visto un millón de veces en un montón de telenovelas, producciones por lo general de escaso presupuesto en las que los rocambolescos giros de guion llegan acompañados de fuertes golpes musicales, no vaya a ser que alguno se nos pierda por el camino.
La comicidad de la escena es tan evidente que, por un momento, quise albergar esperanza. Puede que Alemany y Maxuell nos la estén colando, me dije. Puede que se estén riendo de los gafapasta como yo que acuden a ver su película desde la distancia irónica. Puede que, dadas de la mano, me estuvieran contestando: tú, cultureta de tres al cuarto, juntaletras de poca monta, no te divertirás a nuestra costa, nosotras nos divertiremos a costa de ti. Lo pensé y, por un momento, creí que podía ser, que estaba ante otra Starship Troopers, una parodia antibélica que, más de 25 años después de su estreno, aún hay quien se toma en serio.
Salí del cine, sin embargo, con la impresión de que nada más lejos. Pídeme lo que quieras insiste en tomarse en serio a sí misma hasta el final, y por el camino no solo se convierte en una oda a las relaciones tóxicas, algo que ya era la trilogía de 50 sombras de Grey, sino que además se presenta como una oportunidad perdida. Una oportunidad para, por la vía del humor, subrayar las evidentes trampas argumentales que contiene su obra de referencia e invitarnos a pensar. En vez de eso, estamos ante una película en la que los personajes, estereotipos manidos que hemos visto también en miles de películas de este tipo, actúan sin razón aparente.
Entre medias, unas cuantas escenas de sexo en las que abundan los pechos, las vaginas y los culos, pero no se llega a ver ni un solo pene: a ver si al final va a resultar que no somos tan libres como vendemos.
Me pregunto por qué el humor tiene tan mala fama. A veces, tengo la impresión de que entendemos la risa como enemiga de lo solemne, de la profundidad de pensamiento.
Tener este bajo concepto de la ironía me parece una estupidez, especialmente en un país en el que El Quijote, una parodia de las novelas de caballerías, es la gran obra literaria de todos los tiempos.
El humor subraya la verdad. Tanto es así, que las parodias, cuando son excelentes, tienen el poder de acabar con géneros literarios enteros. Sucedió precisamente a comienzos del siglo XVII con El Quijote. Tras un siglo XVI en el que los libros de caballerías ocuparon el primer puesto en las listas de los más vendidos, Miguel de Cervantes, un escritor fracasado que se había pasado la vida tratando de publicar su propio hit, interiorizó las convenciones del género de tal manera que las convirtió en material cómico ante unos lectores que estaban cansados de que les hablaran de héroes que no tenían nada que ver con ellos. Como consecuencia, después de Cervantes ya no se pudo escribir ni un libro de caballerías más: habían quedado demasiado en evidencia.
Salvando las distancias, ocurrió algo parecido con Scary Movie. En el año 2000, una panda de fanáticos de las películas de miedo, especialmente de aquellas que habían dominado la cartelera en los años 90, escribió a modo de broma el guion de una película que sintetizaba una década de asesinos homicidas disfrazados de Muerte, algo ya de por sí ciertamente risible a poco que uno lo piense. El resultado: entre Scream III, Scream IV y Scream V pasaron 10 años cada vez. La imagen del ghostface torpe y fumeta de la primera Scary Movie resonaba demasiado en la mente del público como para que volviera a resultar aterrador.
Incluso al cine de superhéroes, nuestros libros de caballerías de hoy, le están empezando a llegar sus primeras respuestas irónicas. A falta de una parodia definitiva que de verdad sea capaz de tumbar a Marvel, Watchmen por ejemplo le da la vuelta al género como un calcetín para preguntarnos si de verdad queremos que nos defiendan tipos enmascarados con carta blanca para hacer lo que quieran, mientras que el hiperrealismo de The Boys nos sitúa en un mundo en el que los superhéroes existen tan solo como instrumento de los poderosos.
Como película, Pídeme lo que quieras podría haber recorrido, siquiera un poco, cualquiera de estas vías. En vez de eso, el espectador asiste indefenso durante casi dos horas a la perpetración de una trama que no dice nada. No he leído la saga de Pídeme lo que quieras, que acumula un millón de lectores. Ojalá ofrezca algo más. Si no, me temo que seguiremos viviendo malos tiempos para la ironía.