Hace unos días tocó una banda de rock and roll en García Bar, un emblema de la noche Rosarina y uno de los últimos bastiones de la vida nocturna moribunda de la ciudad. La presencia multitudinaria de aquellos invitados a escucharlos se sintió fehacientemente cuando la banda decidió, en medio de su set, frenar la canción que estaban tocando, anunciando a los gritos: «¿¡Quieren Rock!?» y proceder a tocar In Bloom de Nirvana, destellos del flash de una cámara DSLR siendo la única fuente de luz alumbrando la penumbra de sus caras, ofuscadas por melenas frondosas. Si Pappo, el rey del blues argentino no hubiera chocado esa moto, delirando del alcohol en sangre, estaría orgulloso de lo que perdura en este nicho.
La iluminación tenue y cálida de la barra, generando un ejército de siluetas negras, iluminadas únicamente por el destello que emitían las perforaciones que acicalaban sus cuerpos. Desde el entrepiso una multitud miraba hacia abajo, hacia la banda, pelos largos cabeceando a ritmo del hard rock, como olas negras. Terminaron el último tema y la cantante, una chica de flequillo, morocha, tatuada y perforada, agradeció al público por su tiempo. «Disculpen la intromisión» dijo el bajista, jocosamente, respondido por un resoplido de nariz generalizado, procediendo a bajar y pedir el insumo más icónico de García, la sangría de dos litros; dos tetrabrick de vino barato y sustancias que el consumidor promedio preferiría no saber.
Mientras esta escena de marginalidad y contracultura sucedía por dentro, por fuera pasaban parvas de hombres vestidos de chupín y camisas apretadas y mujeres de vestidos engominados y borcegos, yendo hacia los boliches que surgieron en los últimos diez años en las 5 cuadras periféricas a García. Un grupo de estos chicos frenaron fuera del establecimiento, curiosos de la cantidad de gente que se encontraban afuera fumando cigarros y la cacofonía de gritos que se apreciaban cada vez que alguien abría la puerta de entrada. Los muchachos del grupo estaban interesados pero las integrantes femeninas de este grupo no se hallaban tan contentas con el prospecto porque, mientras que a los chicos les seducía la cacofonía de voces, ellas escuchaban el hard rock que emanaba de los parlantes. No obstante, ingresaron, total, ¿que tenían para perder?
Adentro se encontraron con un mundo cultural ajeno al que estaban acostumbrados, donde se unifican grupos de personas de estirpes sociales distintas; chicos de barrios populares, cuarentones clase media, treintañeras profesionales, arquitectas, psicólogas, abogados y punteros. Ampliamente distinto al estilo de gente que tiende a ir a los boliches del que provienen ellos, donde la juventud clase media se conglomera en busca de satisfacciones carnales.
Se encontraron en un ambiente desconocido, rodeados de personas que, si tuvieran a sus padres al lado, condenaría de energúmenos, rotos, arrastrados y drogadictos. Contradictoriamente a esta definición del colectivo de García, estaban disfrutando de su tiempo compartido, cantando a los gritos Catupecu Machu, repartiendo, entre ellos y los personajes que de vez en cuando orbitaba al grupo, el balde de sangría y de tanto en tanto subiendo a la terraza a fumar y hablar con los personajes típicos del espacio.
García Bar es un emblema de la noche rosarina justamente por estas razones, porque no importa dónde vayas, qué hagas de tu noche o con quién la terminas pasando, dado que es uno de los pocos bares que están abiertos hasta las cinco de la mañana, siempre termina sucediendo que, a partir del cierre a las dos de la mañana de cualquier bar o boliche al que fuiste esa velada, indefectiblemente, todos los caminos terminan en García Bar. El último bastión de la vieja noche Rosarina.