A la velocidad a la que sucede todo, es posible que, cuando ustedes lean esto, ya se haya olvidado. Sin embargo, mientras escribo estas líneas aún colea en España el que sin duda ha sido el tema de la semana: la compra de un bebé por parte de Ana Obregón, presentadora de televisión, actriz (o algo parecido: creo que solo se llegó a interpretar a sí misma), famosa que reinó en las revistas del corazón durante los 90 y, sobre todo, rica.
No voy a entrar a valorar hasta qué punto puede ser legítimo o entendible el motivo que esgrime para hacer lo que ha hecho, que no es otro que la pérdida hace unos años de su hijo, Aless Lecquio Obregón. Tampoco voy a entrar en la cuestión de la compra de bebés, eso que eufemísticamente intentan que llamemos gestación subrogada.
Solo recordaré que, en su primera acepción, la RAE define subrogar de la siguiente manera: sustituir en una obligación o derecho a la persona que los poseía. Dado que la gestación la hace quien la hace y durante esos duros 9 meses nadie sustituye a nadie, hay que concluir que lo que se subroga no es la gestación, sino la maternidad. Esto me obliga a preguntarme si de verdad queremos vivir en un mundo en el que una mujer cualquiera puede subrogar a una madre, es decir, sustituirla en sus obligaciones y derechos para con su hijo.
Pero dejo ese debate para quienes saben de él mucho más que yo. A mí lo que de verdad me inquieta de la noticia de Obregón es que lo que ha hecho es ilegal en España. Lo es, además, de forma rotunda, clara y manifiesta. Ni siquiera hay abierta la puerta al alquiler de vientres supuestamente altruista, como sucede en otros países como la vecina Portugal. En España, el hijo es de quien lo pare salvo que este entre en proceso de adopción.
Eppur si muove, dijo Galileo cuando la Inquisición le quiso obligar a abjurar del heliocentrismo: para vosotros la perra gorda, digo lo que queráis, pero vamos, que moverse, lo que se dice moverse, la Tierra se mueve. Algo así, imagino, debió de pensar Ana Obregón cuando alguien le advirtió de que eso que quería hacer, tener un hijo pero que lo pariera otra mujer, estaba prohibido en España: sí, sí, lo que vosotros digáis, eppur si muove, vamos, que lo voy a hacer igualmente.
Dicho y hecho, la niña nacida por gestación subrogada que ha comprado Ana Obregón nació en EE. UU., país donde es legal la práctica, el pasado 20 de marzo. La lógica invita a pensar que no podrá venir con ella a España por el mismo motivo por el que uno puede adquirir cannabis en un coffee shop de Ámsterdam, pero no puede volver a Madrid con la compra: que algo sea legal en el extranjero no implica que deje de ser ilegal en España.
Error. Recuerden a Galileo: digan las leyes lo que digan, los ricos se mueven.
Desde hace unos años, el registro permite establecer filiación entre niños nacidos por gestación subrogada y padres que los han adquirido siempre y cuando haya una resolución del país de origen que reconozca dicho lazo. Por más de 150,000 euros que, se dice, cuesta subrogar un bebé en EE. UU., es de prever que Obregón tenga ese trámite resuelto desde hace semanas. La expresentadora vendrá, registrará a su bebé sin problemas y seguirá con su vida.
La cuestión es preocupante porque subraya, a mi juicio, la verdadera diferencia entre ricos y pobres: las leyes solo se aplican a los segundos. Que Ana Obregón pueda hacer lo que ha hecho significa, en la práctica, que en España la gestación subrogada no está prohibida, sino que solo lo está si no tienes 150,000 euros.
En realidad, ha sucedido siempre: hace décadas, por ejemplo, en España también estaba prohibido abortar. ¿Para todas las mujeres? Pues, en la práctica, no: había que tener dinero para viajar a Londres, tal y como hicieron casi 23,000 en 1984, como contaba entonces El País.
La cuestión no afecta solo a las mujeres. Aunque en principio parezca que no hay relación, pensar en Ana Obregón me ha conducido en los últimos días a pensar en el rey emérito, Juan Carlos I, y en mis padres.
A finales de 2020, previo pago de casi 700,000 euros, Juan Carlos I hizo un primer intento de regularizar su situación fiscal en España. Lo hacía, decía el comunicado oficial, «sin requerimiento previo por parte de Hacienda», es decir, de forma voluntaria y espontánea, lo que significa, en la práctica, que con ello el fisco español podía perdonarle el delito que supuestamente había cometido. Pero la cosa, por lo visto, no fue tan espontánea ni tan voluntaria. En septiembre del año siguiente, El País publicó que en realidad Hacienda sí que había notificado a su majestad la apertura de diligencias. Pero no lo había hecho como lo hace con el resto de los mortales, a través del inefable portal de transparencia con que la Agencia Tributaria castiga a los ciudadanos o a través de una carta llegada por correo ordinario. No. Lo hicieron hablando con su abogado y de un modo tan general que, defendían, no era lo suficientemente claro como para que se pudiera considerar notificación formal.
Vamos, que le avisaron, pero no, es decir, a la remanguillé y sin mirar, a lo Ronaldinho, de colegueo. Qué menos que tener esa deferencia con su majestad.
Se da la circunstancia de que, unos pocos años antes, Hacienda multó a mis padres. No fue por nada especialmente grave: los supuestos expertos de Hacienda entendían que mis padres tenían dos casas cuando lo que ocurre es que tienen una sola pero que en su día fueron dos. Mis padres lo demostraron y, desde hace un tiempo, Hacienda no ha vuelto a molestar con el tema. Sin embargo, se les pasó el plazo para reclamar la multa inicial, con lo que finalmente tuvieron que pagar una sanción que, con la ley en la mano, era injusta. Demócratas convencidos, lo hicieron sin rechistar. Así son las cosas a veces, me decían: ser buen ciudadano implica pagar incluso cuando no toca.
Me acordé de aquello cuando salieron aquellas noticias del rey. ¿Por qué ningún amable técnico de Hacienda tuvo a bien hablar con mis padres antes de la llegada de la notificación formal, como hicieron con el emérito? ¿Por qué mis padres, a diferencia de lo que ha sucedido siempre con el rey, no tuvieron nunca la oportunidad de explicarse, de invitar a cualquier técnico a que viera la casa? ¿No dice acaso la sacrosanta Constitución que todos somos iguales? ¿Por qué para uno todo y para los demás nada?
Yo se los diré: porque cumplir la ley es de pobres. Lo era hace siglos, cuando, por un módico precio, las bulas papales permitían quitarse de encima cualquier pecado. Lo fue después, cuando a la guerra solo acudían los hijos de familias cuyos padres no tenían el dinero suficiente como para librarles de formar parte de las quintas. Lo fue durante la pandemia, cuando los barrios acomodados salieron a las calles a golpear cacerolas y protestar no se sabe muy bien todavía sobre qué. Lo es hoy, cuando el dinero le ha permitido a Ana Obregón arrebatar su hija recién nacida a su madre y abandonar el hospital con el bebé en brazos y sentada sobre una silla de ruedas, como si el esfuerzo de llevar una niña en su vientre durante nueve meses y parir lo hubiese hecho ella.
Decía David Graeber, tal vez uno de los pensadores más brillantes que ha dado el pasado siglo: «Cuando me hablan de libre mercado, busco siempre al tipo con la pistola: nunca está lejos». Su arma, humeante, siempre dispara a los mismos.