Del soft power –que es la estrategia y capacidad para obtener resultados a través de la atracción y la persuasión sin coerción, involucrando la cultura (cuando atraen y otros se identifican con sus valores máximos), la política exterior (cuando son legítimos y con autoridad moral) y los valores políticos (cuando son ejercidos tanto interna como externamente)– a la guerra híbrida –que es el uso de métodos convencionales y no convencionales para la influencia en la opinión pública– pasaron cerca de tres décadas. Después de la década de las ilusiones, los 90, la sociedad aún asumía que Occidente y sus valores eran hegemónicos e indiscutibles; esto no era más que una ilusión por la que incluso la OTAN termino debilitándose.
De esta manera, los tiempos del soft power ofensivo, como en la Guerra Fría, pasaron a un soft power defensivo, abierto a otros tipos de influencia. Después del lapso de diez años, la imagen occidental se convirtió en negative soft power o poder blando negativo a partir de las guerras libradas en Medio Oriente Este soft power negativo producido como consecuencia de medidas activas externas, redujo y relativizó el soft power occidental haciéndolo poco atractivo para las nuevas generaciones, mientras se generaban las bases para una nueva ola de radicalismos en ambos extremos del espectro político.
El fin, desacreditar interfiriendo y haciendo versiones fallidas tanto de las democracias como del sistema liberal de contrapesos en Occidente. Este debilitamiento también tuvo la finalidad de dañar la Alianza del Atlántico Norte –verdadero hard power del mundo libre– para posicionar una nueva narrativa triunfal y antioccidental.
Con la intención de crear una nueva narrativa, primero se estableció en la periferia que todo era un constructo. Así, Occidente, las naciones, las banderas, las identidades, etc. Todo podía ser deconstruible, nada era una verdad, nada era ya sólido, todo era relativo. Esto, a su vez, permitió una guerra híbrida muy bien comprendida por el general ruso Valery Gerasimov, para desinformar, infiltrar y, a través de las nuevas tecnologías, desplegar una guerra cibernética que cuestionaría todo lo que se creía estable en el mundo libre.
El objetivo era la imagen de un Occidente exitoso, con seguridad y libertad, con progreso y estabilidad, de valores estables y esperanzadores. Esta imagen debía ser deconstruida, desmantelada y ridiculizada. No obstante, este accionar ya había sido puesto en marcha décadas atrás en los años de la Guerra Fría, mucho antes de la teorización del soft power. En 1984, Yuri Bezmenov, ex agente de la KGB, alertó que la subversión moral en los soldados era mejor que el conflicto armado. La intención era entonces la degradación de las instituciones y los valores en los que creyesen los adversarios políticos de la URSS. En ese tiempo, Bezmenov estableció cuatro fases para aquel fin: desmoralización, desestabilización, crisis y normalización.
Para ese entonces efectivas y hoy aplicables, estas fases parecen haberse consolidado. El periclitamiento de la moral occidental es constatable a través de las acciones que dos generaciones siguieron a la advertencia de Bezmenov. Así, en el estado en que nos encontramos, el de normalización, ya no se habla de una crisis de los valores occidentales, solo se constata el deterioro, el declive y la degradación del soft power.
Por consiguiente, cabe preguntar, ¿qué se genera cuando la sociedad productora de soft power se fragmenta en discursos antinómicos internos? Poder blando negativo. Porque en esa sociedad, sus valores ya no atraen, ya que generan aversión o desdén. Esto está sucediendo con la degradación del soft power estadounidense. Sus universidades, sus relatos, sus narrativas, sus causas, su poder cultural y su identidad son relativizadas en una infinidad de microcausas irrelevantes que anulan la posibilidad de ver los grandes conflictos y problemas que enfrenta nuestra civilización, las sociedades libres y la democracia real.
Esta potencia sin identidad está perdiendo la guerra de los relatos globales, el ataque que recibe a través de la información distorsionada, la velocidad con la que se extiende y el mínimo costo que supone su desarrollo han establecido una guerra asimétrica que la están ganando quienes desprecian las libertades individuales.
De este modo, la reversión del soft power a una versión negativa debe ser entendida como un efecto, causado por agentes externos actuando al interior y desde el exterior para revertir la imagen y los pilares de atracción que constituía a Estados Unidos. La cultura, la política exterior y los valores políticos han sido degradados y revertidos. Su cultura ya no produce esperanza sino es solo correctiva, su política exterior mantiene guerras de escasos beneficios y su cultura política se encuentra afectada por la violencia interna, el nihilismo social, la fragmentación y la polarización.
Aquella épica imagen de los primeros pioneros que llegaron a América del Norte, llenos de fe y encumbrados como bendecidos por un destino excepcional de gloria a través del trabajo y el sacrificio, ha dejado de existir. Por ello es que solo una democracia resiliente y abierta puede combatir las medidas activas; no así una sociedad autoritaria en la que el relato oficial este esclerotizado.
Es en razón de esto que los proyectos iliberales buscan esclerotizar a las democracias desde enfoques ultraconservadores y discursivamente autoritarios, sin embargo, la posibilidad de la resiliencia, aunque difícil, y requiriendo un alto grado de conciencia por parte de la sociedad como la clase política, los estadistas y sus lideres, siempre será un norte, una meta y una senda para Occidente.
De vuelta al presente, habiéndose hecho uso del soft power ofensivo que es la acción deliberada y estratégica de recursos diplomáticos y medidas activas provenientes del hard power, es que hoy se ejerce el soft power por parte de los países no liberales. En este punto hay smart power, porque se usan herramientas del soft y hard power. Aunque los objetivos sean la distorsión de la realidad, la infiltración y radicalización de las elites, como el primario está el destruir la legitimidad del hard power estadounidense, usando la propaganda sobre las fallidas intervenciones militares en los 2000, convirtiendo a Estados Unidos en desesperanza y desorden, antes que esperanza y estabilidad.
Y a diferencia de los valores de la Francia ilustrada pero condicionada geográficamente, los valores estadounidenses pudieron desplegarse de manera ambiciosa y en sentido universal. No obstante, este idealismo impidió una lectura realista del poder, su ejercicio y los potenciales enemigos que se crearon en el transcurso de su marcha hacia la grandeza como Hegemón.
Hacia atrás, en el siglo de la Europa restaurada (1815-1914), Estados Unidos fue aislacionista, su relación fue de cuidadoso realismo frente a los imperios europeos. Esto le permitió desarrollarse, debido a que un conflicto o la provocación en defensa de su modelo particular, hubiera supuesto un freno y regresión de sus avances y expansión interna. De hecho, este escenario de multipolarismo con varios poderes globales es comparable al que vive el mundo en el presente.
En esta lógica, Estados Unidos debe desestimar un modelo internacionalista e idealista, y consolidar un modelo aislacionista y más realista que se enfoque en su espacio de influencia geográfica. Sin embargo, este aislacionismo no debe ser estricto, porque la lectura realista debe medir las consecuencias de un debilitamiento de la OTAN en Europa. Debe asegurarse de que los miembros reconozcan el precio de sus libertades civiles, que están basadas en la seguridad militar comparativa a sus adversarios no-occidentales. La OTAN, a 75 años de su creación, vuelve al escenario del análisis global, con la amenaza de una nueva gran guerra, para la cual no están preparados y por la cual deberán volver a la realidad, como lo hizo Estados Unidos a inicios de este siglo.
Para esto, se debe comprender que el modelo idealista liberal de Woodrow Wilson posterior a 1945 fue posible únicamente después de que su sociedad se forjara frente a los horrores de la guerra. La debilidad de los años 60, las causas endógenas y exógenas, el pacifismo, la radicalización relativizante y la sociedad fragmentada de los años 80 debilitaron la capacidad moral para confrontar, intervenir e influir sobre las nuevas amenazas que hoy –40 años después– esgrime el arma nuclear, mientras aplican fuerza asimétrica considerable y notable desde sus proxies.
Esta preocupación por la nueva carrera nuclear ahora es de importancia estricta, ya que los países nucleares (China, Corea del Norte, Estados Unidos, Francia, India, Inglaterra, Israel, Pakistán y Rusia) no están haciendo esfuerzos reales por reducir la escalada de los conflictos actuales, dos de esos países (Israel y Rusia) están en escenarios conflictivos y uno (Corea del Norte) ha anulado las vías diplomáticas frente a su vecino del sur. Esto nos lleva a razonar que, considerando que desinventar el arma nuclear es imposible, lo único que podemos hacer es reducir los escenarios para su uso.
Y es que ahora la proliferación y la elevación en la vulnerabilidad de las grandes potencias sobre un conflicto nuclear es más fuerte que nunca antes; al ver el Reloj del Apocalipsis del Bulletin of the Atomic Scientists de la Universidad de Chicago solo vemos una progresión desde el retorno de la historia con el 11-S, esto es: en 2002, eran 7 minutos para la medianoche; en 2007, eran 5 minutos; en 2015, 3 minutos; en 2017, 2 minutos y medio; en 2018, 2 minutos; en 2020, 100 segundos; y en 2023, 90 segundos para la medianoche, que es el momento en que se producirá una catástrofe global.
Bajo esta realidad, las potencias occidentales deben hacer uso de su soft power, el poco que queda. Esto es influenciar a los actores nucleares aliados a no responder bajo un escenario de ataque nuclear, y a intervenir los proyectos autoritarios para dividirlos, fragmentarlos y deshacer su estructura política de mando vertical, incluso si eso significa vulnerar temporalmente la normativa internacional. Esto no es sencillo; sin embargo, Occidente está bajo asedio, está bajo ataque, sus instituciones, su visión global, sus valores y su estabilidad están todos siendo deconstruidos, relativizados y fragmentados de forma continua.
En este punto las advertencias de George F. Kennan, Hans J. Morgenthau y John J. Mearsheimer, sobre la aplicación del realismo para un accionar político exitoso y la supervivencia del Estado, son más que fundamentales hoy que nunca antes. Así es que debe surgir un realismo inteligente que mantenga la defensa de los aliados pro-occidentales bajo un marco de análisis frío sobre las consecuencias venideras, siendo para ello necesario el uso tanto del hard power como del soft power, limitando su reversión negativa y aplicando un poder blando ofensivo en uso de todas las herramientas que puedan fragmentar el relato y la legitimidad del mundo iliberal.
Por tanto, no hay forma de esquivar el vínculo necesario entre el soft y el hard power; sin el soft power, un país solo puede aplicar fuerza militar y reaccionar sin capacidad de influencia; y sin hard power, aquel país es pasivo a las amenazas y acciones de otros estados violentos y autoritarios. Por ello, todo Estado armado debe cultivar su soft power, su capacidad cultural hacia la flexibilidad, a la influencia y a la reinvención frente a cambios imprevistos. Para ello, una sociedad con valores fuertes y un tejido social estable, no conflictuado, es imperante.
Así, la potencial influencia que se desarrolle, al ser soft power, debe posibilitar que los aliados busquen los mismos valores occidentales de Estados Unidos, no forzándolos a hacer nada que no sea lo que ellos buscan porque ya lo han interiorizado como parte esencial. Si fuera lo contrario y los aliados de Estados Unidos entendieran de otra manera los valores occidentales a causa del poder blando negativo o Estados Unidos comprendiera sus propios valores de otra manera, ya no existiría la posibilidad del soft power occidental –ni defensivo, ni ofensivo–, solo quedarían relaciones de beneficio y utilidad basadas en premios y castigos, dinero y coerción, habiendo degradado la alternativa al mundo no civilizado, a uno más entre otros imperios que existieron y desaparecieron.
Occidente, sus líderes y sus defensores, ahora deben ser más cuidadosos que en la Guerra Fría, la preservación del soft power y evitar su reversión al poder blando negativo implica que empleen un poder blando ofensivo contra las medidas activas de potencias iliberales. En esto, debe ser precavido ante las consecuencias de una OTAN debilitada, evaluando, además, las consecuencias de la normalización de la crisis cultural y la degradación de los valores al interior de los países libres. Existe una máxima prioritaria para los estadistas, y esta es la de evitar una catástrofe nuclear limitando una escalada proporcional a un posible ataque recibido. Siendo tanto el hard como el soft power parte de una misma estrategia, ya no autoexcluyente, sino conjunta y pragmática en smart power.
En virtud de lo anterior, el tiempo presente es el de la desazón, el del malestar, el del relativismo, y el de la incertidumbre por los desenlaces bélicos que podrían desgarrar el ordenamiento global. Es un tiempo en que reflexionamos hacia atrás, y miramos sombras de momentos dramáticos en la historia humana, guerras atroces, pero también miramos la fuerza, el valor y el coraje de aquellos hombres que decidieron dirigir como estadistas, como militares, como diplomáticos los destinos de un Occidente restaurado, pacificado. Lleno de esperanza en el progreso, asumiendo la imperfección de su modelo, aunque imperfecto, pero el único posible.
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