Desigualdad y propiedad

Si algo caracteriza de manera esencial, es decir estructural e histórica, a una sociedad dual como la nuestra, es la desigualdad.

La inercia que aún perdura de un pasado colonial de negación, de exclusión y de opresión de un núcleo social minoritario sobre otros, autóctonos y mayoritarios, ha ido conformando un Estado que se reclama unitario y portador de una sola identidad nacional.

Sin embargo, en la realidad, seguimos siendo una nación multiétnica y pluricultural, integrada por pueblos originarios y por sociedades diversas. No somos un México; somos muchos Méxicos, entre los cuales prevalecen profundas desigualdades y, desde luego, hoy, todavía, las más grandes injusticias y las más escandalosas violaciones a los derechos humanos.

Decir que todos “tenemos” los mismos derechos, que todos debemos ser libres, que todos somos iguales ante la ley o que todos “tenemos” las mismas oportunidades de educación y de trabajo, no es lo mismo que decidir quién las tiene en realidad, es decir, quién y cómo ejerce efectivamente esos derechos.

Es una paradoja que al desplegar con mayor fuerza y alcance sus políticas globalizadoras, el neoliberalismo lo haga en nombre de la democracia y los derechos humanos, cuando precisamente es ahora que presenciamos una exclusión y marginalización mucho mayor de enormes masas humanas que, al verse reducidas a la miseria, con índices de nutrición y de bienestar infrahumanos, no pueden ser sujetos de ningún tipo de derechos fundamentales.

En su documento Globalización, Crecimiento y Pobreza, el Banco Mundial afirma que antes de 1990 había una división sobre un eje norte-sur, pero ahora hay una división sur-sur, y que dos mil millones de personas “están en peligro de quedar al margen de la economía mundial”.

Inclusive Michel Candessus, ex-director del FMI, asegura que “la pobreza es el mayor peligro para el mundo y un riesgo para el sistema social incluso superior que el terrorismo y la contaminación ambiental”.

Pero también el propio Banco Mundial reconoce que 20 países en vías de desarrollo, “entre ellos México”, luego de haberse integrado al comercio mundial, han logrado que sus exportaciones de manufacturas superen a las de materias primas y productos agrícolas. Hasta 1980 las primeras representaban 25%, ahora alcanzan 80%.

Es decir que, de acuerdo con estos criterios del Banco Mundial, una economía que por su dimensión ocupa el noveno y décimo lugar en el mundo, como es la de México, nos coloca seguramente entre los más prósperos países del sur. ¿Y qué decir de las diferencias Sur-Sur dentro de nuestro país?

Como podemos ver, el modelo de la globalidad neoliberal se repite en escala nacional: a una dinámica concentracionaria de poder en las elites económicas y en las “clases” políticas, corresponde una exclusión, marginalización y pauperización creciente de las mayorías. ¿No es verdad que, por lo menos desde Carlos Salinas de Gortari, la concentración de recursos y la distribución de placebos para paliar la pobreza se institucionalizaron como objetivos explícitos y políticas de gobierno? ¿Cómo podrían, pues, coincidir los intereses de pueblo y gobierno en México en esta hora, cuando la polarización se sigue ahondando y no sólo no se cambió nada en lo sustantivo, sino que se siguió dando más de lo mismo?

En el núcleo, en el corazón mismo de esta problemática, está el asunto de la propiedad, de las dimensiones individual y colectiva del derecho de propiedad y de sus relaciones con todos los otros derechos humanos.

Volver a ocuparse de la propiedad, de los que es y lo que significa, es una necesidad de primer orden en la agenda de las luchas sociales y políticas de nuestros días. Difícilmente podrá encontrarse otro asunto que, no obstante su generalizado ocultamiento, requiera de mayor atención.

Sí. La propiedad es un robo, y es algo más: un crimen. Peor todavía: la propiedad es un crimen de lesa humanidad que se comete de manera constante y continua, silenciosa e implacable en contra de los pobres y de los miserables.

La vieja y famosa sentencia de Proudhon vuelve a cobrar actualidad, pero bajo otra luz, bajo otra perspectiva: “La propiedad --en su egoísta y satánica naturaleza, como dice el propio Proudhon-- es un robo”, no tanto porque el propietario despoje a otros de una posesión legítima, sino porque niega a los demás, a los no propietarios, la posibilidad de hacer efectivo un derecho equivalente al suyo.

Si pudiera expresarse con verdad, es decir con libertad, muy bien podría ser este el discurso del propietario: “Yo tengo derecho a esto. Y hago valer mi derecho, convertido en ley por mi propia fuerza y la de los propietarios, a través del Estado y el gobierno que nos representa. Tu no, Tú esclavo, siervo, paria, obrero, empleado o desempleado, tu no tienes el derecho a la condición de propietario sino hasta que demuestres tener la fuerza suficiente para despojar y negar a otros un lugar como el tuyo”.

El que tiene, el que posee, el que forma parte del círculo de los propietarios es un hombre de poder.

El poder que da la propiedad puede ser mayor o menor, identificarse o no con la riqueza y aún transitar por la pobreza, pero lo que lo distingue es el derecho que confiere y el orden legal que crea. La propiedad, con sus diversas modalidades, viene así a constituirse en base y fundamento de la organización social y política de un estado de derecho, el que en la época moderna se identifica con las democracias liberales o “abiertas”. Vivimos en las democracias del imperialismo de la globalidad neoliberal, democracias de los propietarios, no de los ciudadanos.

El poder del propietario no es el poder del ciudadano. Por ello la divisa “un ciudadano un voto” es una consigna vacía de poder. En las democracias modernas, occidentales, el poder real de decisión, de representación y de gobierno, lo asumen los propietarios.

Se dice, no sin razón, que todo derecho tiene una dimensión individual y una colectiva. El asunto es saber en qué condiciones es posible encontrar equilibrios justos entre ambas.

En las llamadas sociedades “abiertas”, donde el mercado de bienes y servicios es el espacio en el que “naturalmente” se dan esos equilibrios, es la competencia y la acumulación de riqueza lo que determina el poder de los propietarios.

En las “democracias desarrolladas”, como sabemos, los propietarios son los empresarios. Es decir, que la protección legal y estatal de la propiedad es, en nuestros días, la protección de la empresa.

Y en la empresa la dimensión individual del derecho del propietario prevalece a tal punto que hace de estas unidades de la organización económica verdaderos modelos de antidemocracia.

La estructura vertical y jerárquica de la empresa moderna, en cuya cúspide está un propietario mayor, es la negación misma de la democracia. Si no hay ni puede haber democracia al interior de esas empresas, ¿por qué ellas mismas habrían de propiciarla o favorecerla hacia el exterior?

Desde la antigüedad, en palabras de Bodin, el gobierno pertenecía a los reyes y la propiedad a los súbditos; de manera que el deber de los reyes era gobernar en interés de la propiedad de sus súbditos.

En la actualidad, como ha escrito Hannah Arendt, “el rasgo característico de la moderna teoría política y económica, hasta donde considera a la propiedad privada como tema crucial, ha sido acentuar las actividades privadas de los propietarios y su necesidad de protección por parte del gobierno, en beneficio de la acumulación de riqueza a expensas de la misma propiedad tangible. Lo importante para la esfera pública no es, sin embargo, el espíritu más o menos emprendedor de los hombres de negocios, sino las vallas alrededor de las casas y jardines de los ciudadanos”.

Propiedad y Derechos Humanos

En la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), luego de consignarse en el primer párrafo preambular la dignidad inherente y la igualdad e inalienabilidad de derechos de toda persona, en el tercer párrafo se establece que los derechos humanos “deberán ser protegidos por la ley”, si no se quiere que se recurra como última instancia a “la rebelión contra la tiranía y la opresión”.

O sea, se reconoce la legalidad y la legitimidad para defender y proteger nuestros derechos por vías pacíficas, sin que ello signifique la prohibición o la condena de la rebelión.

Luego, en el Artículo 7, la “igualdad de todos ante la ley” nos da derecho a una igual protección en contra de cualquier forma de discriminación que viole los términos de la Declaración Universal.

Por cuanto a la “propiedad”, ya mencionada en el Artículo 2, el Artículo 17 afirma que la misma es un derecho de cualquier persona “sola o en asociación con otros”, y agrega que “nadie será arbitrariamente privado de su propiedad”.

Es claro entonces que si bien no se precisa de qué modo puede o debe adquirirse la propiedad, sí se establece que esta se les reconoce a individuos o a colectividades. Y ahora sí, de manera expresa e inequívoca, se prohíbe el despojo, es decir la deprivación arbitraria de la propiedad.

Por otra parte, en el último párrafo preambular, aunque no se definen los conceptos de “pueblos” y “naciones”, la Declaración aspira a su reconocimiento universal y efectivo y a su observancia, lo mismo entre “los pueblos de los Estados miembros que entre los pueblos de territorios bajo su jurisdicción”.

De lo anterior podemos concluir que la propiedad es uno de los derechos humanos individuales o colectivos de personas o asociaciones que pueden, sin que nada lo contravenga, ser los pueblos mismos que forman parte o están bajo la jurisdicción de los Estados.

Historia y propiedad

Desde el punto de vista de los derechos humanos habría que recordar que, en la historia occidental, es solo a partir de 1688 en la primera Carta de Derechos de Inglaterra donde, bajo la influencia de John Locke, se reconoce que el “derecho natural constituye y protege los derechos a la vida la libertad y la propiedad”.

Asimismo, se afirmaba que en el “estado de naturaleza” no todos respetan los derechos de los demás, y en particular, el de la propiedad se vuelve muy “vulnerable”.

Solo los propietarios podrían tener representación en el Parlamento y sólo ellos podían ser obligados a pagar impuestos. No taxation without representation.Es decir, las garantías a la propiedad a cambio del pago de impuestos sólo podían darse para los propietarios.

Cuando Locke afirma que en estado natural los hombres son libres e iguales, y que el derecho natural protege la vida, la libertad y la propiedad, en su visión limitada de democracia a quienes tiene en mente es a los “propietarios” y no a las “masas”, que con la revolución industrial iban apareciendo y creciendo rápidamente.

Por su parte, ya en 1843, Carlos Marx se había ocupado específicamente del tema de la igualdad en La Cuestión Judía.

Allí, hace la crítica de la teoría del derecho natural como una fachada para justificar y proteger los intereses de los propietarios, es decir de quienes controlan los medios de producción.

La igualdad de oportunidades para los proletarios, afirma, es una ficción, un derecho “vacío” y formal. El “individuo natural” es una fantasía. “El hombre en el sentido más literal es un zoon politikon, es no solo un animal social sino un animal que sólo puede desarrollarse como un individuo en sociedad”.

La esencia de la crítica de Marx va en contra de la noción de libertad como autonomía del individuo, dando primacía a la concepción de la propiedad social y la soberanía comunitaria.

En Estados Unidos, la protección de la propiedad y los propietarios planteará como el gran problema de los derechos humanos, casi un siglo después de la Independencia, la persistencia del esclavismo.

Todavía en 1857, la Quinta Enmienda garantizaba a los amos la propiedad de sus esclavos.

Hasta 1865 se adopta la Décimo Tercera Enmienda que, después de la Guerra Civil, declara abolida la esclavitud. Y aunque formalmente deja de existir en la ley el derecho de “propiedad” de unos hombres sobre otros, pasará casi otro siglo para que las luchas por los derechos civiles de los afroamericanos en los años sesenta logren, mediante la “acción afirmativa”, niveles mayores de igualdad por la aplicación de la Ley.

Así, desde una perspectiva norteamericana, mientras la prioridad de la propiedad colectiva sobre la propiedad privada abría paso a concepciones “totalitarias” de la soberanía, el pensamiento y la práctica “liberales” se abrían a una visión más amplia de los derechos “naturales” o “civiles” para desembocar con Roosevelt, en 1944, en la propuesta de una Carta de Derechos Económicos.

“La verdadera “libertad individual --decía Roosevelt-- no puede existir sin seguridad económica e independencia. Un hombre en estado de necesidad no es un hombre libre”.

Esta propuesta dio nueva sustancia al principio de igualdad, agregando derechos económicos y sociales a los civiles y políticos, y culminó en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, al establecer en el Artículo 29 el reconocimiento de “obligaciones hacia la comunidad”, así como la limitación legal de derechos y libertades de la persona con respecto a las de los otros y al “bienestar general en una sociedad democrática”.

Propiedad y derechos de los pueblos indígenas

Por nuestra parte, consideramos que es tiempo ya de plantearnos de frente y a fondo el asunto de los derechos de propiedad, posesión, uso y disfrute de las tierras usurpadas y despojadas por los conquistadores europeos y sus descendientes a los pueblos originarios indígenas de América, Asia y África.

La conquista no crea derechos. La colonización de poblamiento tampoco. En México, las reformas y contrareformas de un régimen jurídico que por principio excluye a los indios para otorgar derechos “originarios” a la “nación” o de “plena propiedad” a particulares, menos aún puede legitimar el despojo y la exclusión histórica y actual de quienes fueron “propietarios” originales de tierras y recursos.

Las reformas constitucionales aprobadas sobre derechos indígenas son racistas y discriminatorias porque, por principio, en su aprobación por el Congreso no intervinieron los indios; las leyes aprobadas son otras, distintas de aquellas que habían negociado y acordado con el gobierno y los Zapatistas en San Andrés Larrainzar.

Además, en las nuevas reformas no se les reconoce una identidad propia, la que ellos postulan para sí mismos como “pueblos”; se les da un estatus de “entidades” y no de “sujetos” de derecho público. Es decir, no se les respeta ni trata como a iguales sino como a desiguales.

Por lo demás, no se les reconocen sus derechos de propiedad “originarios” sobre tierras y recursos y apenas se les concede, aunque no a nivel federal, una relativa autonomía: solo pueden autogobernarse hacia el interior de sus comunidades y para ciertas materias.

Y, por si fuera poco, los promotores de esas reformas, los senadores Cevallos y Bartlett, que en apariencia y actitud no podrían representar mejor al “criollismo” de la última hornada, incluyen todo un capítulo supuestamente destinado a crear condiciones de bienestar para los indios que es totalmente ilusorio.

El consenso del Senado sobre la ley indígena muestra hasta qué punto puede toda una sociedad con mentalidad colonial mantenerse en la inconciencia y en la equivocación, al encubrir la diferencia y la diversidad.

Decimos que buscamos la pluriculturalidad y la multietnicidad y el Senado vota unánime por la negación y la exclusión de los indios.

Aún suponiendo la mejor buena fe de parte de los senadores Bartlett y Cevallos, la coincidencia de su percepción de lo indígena en México entraña una visión profundamente reaccionaria y racista. Ambos maniobraron, junto con el senador Sodi, para convencer a sus colegas de que los indios deben permanecer separados, en las márgenes, y de que podemos ayudarlos “si se portan bien, si ejercen entre ellos una autonomía sumisa y callada” para que tengan, en ilusorias condiciones ideales, un “desarrollo separado”.

Desde ese “Apartheid” mexicano, los indígenas pueden integrarse a la modernidad uno por uno como ciudadanos “iguales”, no como sujetos colectivos con identidad y derechos propios, o bien resignarse a perecer sin “dar guerra”, en silencio y en paz, en la serena paz de los sepulcros.

Si por algo será recordado ese Senado de la República (2000-2006), será solamente por haber dejado el testimonio de su racismo inconsciente y reaccionario en una ley que, por discriminatoria, llama a la rebelión para restituir desde las bases sociales indígenas la dignidad y la justicia en este México, que es muchos Méxicos.