El siglo XXI, el de la cuarta revolución industrial, la de la comunicación, trajo egos inmensos y una insoportable precariedad a un oficio en vías de extinción.
No se me olvidará nunca. La primera vez que pisé como becario la redacción de El País, los nervios solo me permitían pensar en una cosa: «Por favor, no la cagues».
Mi primer destino fue Deportes. Aquello, para el niño gordo que fui y que creció leyendo las crónicas deportivas y los artículos de tipos como Santi Segurola o John Carlin mientras los demás corrían y sudaban detrás de una pelota —para qué esforzarse en hacer deporte, me preguntaba engullendo algún bollo, si uno podía verlo e incluso se podía leer—, era territorio más que conocido. Nada que temer. Al menos, hasta que se me acercó un señor bajito y calvo.
—¿A ti te gustan los deportes?
—Me encanta el periodismo deportivo.
—¿A quiénes lees?
—Santiago Segurola, John Carlin, Jorge Valdano, Ángel Cappa, José Sámano...
—¿Sámano? ¿Conoces tú a Sámano?
—Leo sus crónicas.
Silencio incómodo. Largo silencio incómodo. Se me escapaba algo, pero no sabía qué, como cuando tu pareja trata de decirte sin decirte que hoy es vuestro aniversario y te da con la mirada una última oportunidad para que no la decepciones. Pero nada: otra noche en el sofá. Mi interlocutor no tuvo más remedio que poner las cartas boca arriba.
—Bueno, pues a partir de ahora, que sepas que yo soy José Sámano.
Y así fue como conocí al que sería mi jefe durante los siguientes ocho meses. Redondeé la mañana cuando me sentaron a un teclado para ver si, por lo menos, era capaz de llevar a cabo alguna tarea básica. Tras diez minutos tratando de encender el ordenador sin éxito, tuve que rendirme a quien iba a ser durante aquellos meses mi supervisor, Juan Morenilla, sentado a mi lado.
—Perdona, llevo un rato dando al botón y esto no se enciende.
—Claro, porque esa no es la torre de tu ordenador. La tuya está a tu derecha. Llevas diez minutos encendiendo y apagando el mío.
Aquella entrada triunfal fue el prólogo de un año en el que aprendí mucho de mucha gente. Básicamente, de unos aprendí el profesional que quiero ser y de otros el que no quiero ser bajo ningún concepto. También me subí en una montaña rusa de emociones que me llevaba de sentirme la peor escoria a un digno sucesor de los mejores. A veces, esto sucedía en cuestión de minutos, de segundos. Algún día sentí las dos cosas a la vez.
Pero, sobre todo, rasqué algo de la superficie de una inmensa red de intereses creados que llamamos prensa. Me enamoré de escribir para contar lo que pasa, de un oficio que se muere, que ya casi no existe.
Altos y bajos vuelos
Hay niñas y niños que nacen malditos. Los signos son evidentes. Si el sujeto habla con cierta soltura antes de lo que corresponde; si juega a aporrear todo teclado o máquina de escribir que se le pone por delante; si abre cada libro que le queda a mano y lo lee sin ningún respeto porque, total, tanto da que sea un cuento de Gloria Fuertes o Hamlet y, sobre todo, si a cierta edad, en su imaginación, deja de ponerse en la piel de los protagonistas de las historias para ponerse en la de quien las escribe, lo siento mucho: papá, mamá, han tenido un plumilla.
Si el plumilla es listo y tiene imaginación (si no la tiene, tampoco pasa nada: siempre nos quedarán la poesía y el ensayo) y cuenta con los recursos económicos suficientes, se juntará pronto con otros como él, conformará lo que en los libros de texto llaman, con mayúscula, «Generación literaria», y se convertirá en escritor o, mejor aún, en un intelectual. A ser posible, uno de esos que no tienen opiniones, sino «posicionamientos teóricos». Como hoy por hoy se lleva el intelectual joven, muy mal se le habrá dado si antes de los 30 no lo tenemos colocado en alguna revista cultural de vanguardia tipo PlayGround Magazine, que es tan molona y alternativa que en 2019 echó a casi la mitad de su plantilla. Hay que decir a nuestro plumífero nunca le pillarán en una de estas, pues saltará antes del barco y será rescatado por algún otro medio parecido. La cosa es que, entre libros propios y entrevistas ajenas, nunca dejará de opinar (ni de ingresar).
Pero no todos los plumillas nacen con el don de arrimarse siempre a los buenos. Los hay que creen que pueden medrar como versos libres y que, llegado el momento de escribir, pueden permitirse el lujo de hablar de lo que le pasa de verdad a la gente, de que las cosas están jodidas. Además, hay incluso quien lo hace dejándose entender, sin arrojar a los lectores paletadas y paletadas de frases ininteligibles para el común de los mortales, de citas de autores que no han leído ni leerán jamás porque para eso son almas huecas en espera de ser iluminadas. Hay plumillas que quieren escribir para ser leídos. Hay que tener poca vergüenza y ser egoísta.
Desconocedor de todo esto, allá por 2015, recién terminada mi carrera de Filología hispánica, con todas mis lecturas a cuestas, ofrecí mis servicios a tantas revistas literarias molonas hallé a mi paso. El silencio de todas fue tan grande que, finalmente, lo entendí. Me dije: «Pero vamos a ver, David, cenutrio, merluzo, alma de cántaro. ¿Eres capaz de recitar, uno tras otro, los nombres de las grandes pensadoras del feminismo? ¿Te sabes el catecismo de la teoría queer? ¿Manejas al menos un par de frases de Foucault para salir del paso? Joder, si ni siquiera llevas gafas. Y lo peor de todo: no tienes ni un puto posicionamiento teórico». Lo mío, pensé entonces, siempre han sido las opiniones muy de andar por casa, esas que uno suelta de cualquier manera en la barra de un bar tomando un vino y cambia por completo cuando ya lleva tres. Lo propio en alguien de mi condición, un plumífero de vuelo rasante de toda la puta vida: un redactor.
Contar la verdad
Cuentan los más vetustos de las redacciones que hubo un tiempo en España en que se podía vivir de ser periodista. Y muy bien, además. En los años 80 y 90, mucho antes de la explosión de las redes sociales, empresas y partidos políticos solo tenían dos maneras de llegar a los clientes y electores —valga la redundancia—: anuncios y medios de comunicación. El primer método estaba muy visto: uno pagaba sus 20 segundos en televisión y procuraba venderse lo mejor que podía. El segundo, aunque hoy no lo parezca, era algo más sutil. Eran los años en que en las redacciones se sorteaban viajes de una semana al Caribe con todo pagado, televisiones, microondas y hasta algún coche. A cambio, había empresas y partidos políticos que, fueran cuales fueran los datos, siempre salían bien parados de esos textos de opinión que con mucha pompa se definen aún como «análisis».
Pero, sobre todo, cuentan, eran años en que el modelo de prensa funcionaba. Ser periodista era ser alguien. Y sí, había quien se dejaba comprar por un microondas, pero también había profesionales extraordinarios que eran leídos, escuchados, admirados y respetados. Los grandes medios de comunicación de masas gozaban de bastante credibilidad y los criterios con los que se elegía qué se ofrecía a los lectores y qué no eran más bien periodísticos: qué necesitaban saber para ser ciudadanos libres, algo que no siempre casaba con lo que querían leer.
Los profesionales, incluso los autónomos, cobraban buenas sumas de dinero a cambio de su tiempo. Si para un reportaje uno había tenido que tirarse un mes viajando por África, aquello se tomaba en cuenta. Así fue, al menos, hasta que a un tal Zuckerberg le dio por inventar Facebook. Si hay que escoger un momento para definir cuándo se nos jodió el Perú, tal vez sea ese.
Con la ayuda de Facebook, Twitter, Instagram y de todas las redes que aparecen y desaparecen a la velocidad de la luz, cada quien empezó a proyectar su propia imagen sin necesidad de intermediarios y los grandes medios se convirtieron en el juguete roto del nuevo siglo.
Hay quien dice (casi siempre son los propios periodistas) que a los medios les queda todavía una importante misión: contar la verdad, separar el grano de la paja en un mundo en el que la información circula sin filtros a la velocidad de un clic. Pero nunca hubo verdad. Lo que eufemísticamente llamamos «línea editorial» de un medio no es más que el conjunto de ideas políticas e intereses que defiende la empresa que está detrás. Porque detrás siempre hubo empresarios. Asumido esto, para mí solo caben dos posturas: dar voz a los que no la tienen o dársela a quienes la han tenido siempre. Cada uno elige.
Hasta aquí hemos llegado
En YouTube se puede ver aún un video que para mí es el equivalente periodístico a la toma de conciencia de sí mismo de Skynet en Terminator. Refleja como pocos hacia dónde hemos ido en los últimos 20 años. Se trata del capítulo 18 del programa El octavo pasajero, emitido en marzo del año 2000 en el canal Buzz. En él aparece Pep Sánchez, fundador de MeriStation, una revista española de videojuegos, explicando el funcionamiento de su por aquel entonces todavía rudimentaria web. Nada de redacción como espacio físico donde trabajar, nada de redactores fijos con contratos indefinidos y estabilidad laboral, todo virtual, todo muy guay. Y todo sostenido, claro, por esa palabra mágica que desvela desde entonces a los profesionales jóvenes y pone a dormir como bebés a los inversores: colaboradores.
En concreto, en aquella revista todavía en pañales, ya eran unos 100: «MeriStation es un buen ejemplo de empresa que basa su funcionamiento en el teletrabajo. El 70% de los colaboradores trabajan desde sus casas con el material que les hacemos llegar. Lo analizan y lo envían por email», explicaba Sánchez, que era quien se daba la paliza de revisarlos desde las 6:00 de la mañana para que a eso de las 9:00, con el primer café, la web apareciera ante los lectores reluciente.
Esa forma de funcionar, que en el aquel momento parecía marciana, es hoy el pan de cada día. El público, que antes se conformaba con unas pocas noticias, demanda hoy contenido a todas horas, y los medios se lo proporcionan a cambio de una suscripción escasa o de que, al menos, visiten su web. Si algo sucede ya, hay que explicarlo ya y ser el más rápido y el más ingenioso. Por el camino, se pierden la calidad de los textos y la atención de los lectores, que ya no saben a quién creer ni dónde mirar.
Aunque ni Sánchez ni MeriStation (una estupenda revista, por cierto) tienen la culpa de que el negocio haya derivado en esto, sí creo que precarización que sufrieron hace dos décadas los compañeros de las revistas de videojuegos abrió la puerta a una nueva hornada de redactores zombi que no tenemos tiempo para vivir. Carne de cañón.
En el año escaso que llevo tratando de montármelo por mi cuenta, he visto de todo: ofertas de trabajo de periódicos fantasma, plataformas digitales cuyas normas SEO para escribir cada artículo excede, en mucho, la extensión del propio artículo, propuestas de empleo más o menos fraudulentas, jefas de redacciones que exigen cuatro artículos diarios de más de 1,000 palabras durante 30 días —¿fines de semana, eso qué es?— y unos cuantos intentos bastante groseros de estafa que, con suerte, tal vez me alcancen para escribir algún día un reportaje. He experimentado la frustración más puñetera mientras ascienden en el escalafón los hijos de y quienes se pasan por el arco del triunfo las nociones más básicas. Hay quien llama a esto la era de la información. Juzguen ustedes.