(Este artículo contiene destripes de los videojuegos The Last of Us y The Last of Us 2. También contiene otras cosas).
Llegado el momento final, tras una última pelea tan agónica, desagradable y fea como lo ha sido su propia vida (basta compararla, por ejemplo, con la épica de aquellos Solid y Liquid Snake batallando bajo el crepúsculo en mitad de una azotea mientras suenan los violines), Abby y Ellie aparcan, por un instante, sus ansias de venganza y el instinto homicida que les ha permitido sobrevivir para crecer en mitad de un apocalipsis zombi y sellar las tablas. Ni para ti, ni para mí.
Aunque el gesto las humaniza, las cicatrices que les deja el camino que han recorrido les recuerda que han sido, primero, partícipes y, luego, protagonistas, de una espiral de violencia que no se sabe muy bien dónde empieza (tal vez con Joel matando a diestra y siniestra en aquel hospital para rescatar a Ellie, tal vez con el padre de Abby queriendo hurgar en el cerebro de Ellie para hallar una vacuna, tal vez con aquel policía que dispara en las primeras horas del caos a la hija de Joel), pero que se sabe muy bien dónde acaba: ahí mismo, entre el barro y la niebla, con ambas convertidas en dos supervivientes. Sí, pero también en dos asesinas.
Primero, Abby golpeando con un palo de golf, cruel y fatalmente, la cabeza de Joel, el asesino de su padre, cuando este ya se había rendido y, después, Ellie, navajazo va, navajazo viene con todas y cada una de las personas que le importaban a Abby, empezando por Owen, una especie de tardío amor adolescente.
Abby toma el bote junto con Lev y huye con la demoledora certeza de que, por muchas horas que dedique a hacer pesas, no será nunca indestructible, nunca estarán a salvo del todo ni ella ni quienes la rodean. Ellie se da la media vuelta y vuelve a una granja cerca de Jackson para descubrir que Dina, de quien está enamorada, la ha abandonado y que la falta de los dedos que le ha amputado Abby en esa última pelea le impide tocar la guitarra, lo más parecido a una herencia que le ha dejado Joel. No hay redención para ninguna.
Con este final sobre la mesa, de un modo un poco absurdo, las redes sociales se dividieron en #TeamAbby y #TeamEllie, igual que, tras el final del primer The Last of Us, hubo quienes justificaron la masacre perpetrada por Joel para salvar a Ellie y quienes la condenaron. Se trató, en ambos casos, de un intento inútil de dar una respuesta clara y sencilla a algo que no la tiene. Los productos culturales infantiles (la literatura, las series, las películas y, muy especialmente, los videojuegos) malacostumbran a sus jóvenes consumidores a que los malos tienen siempre razones peregrinas para serlo (la dominación del mundo o, sencillamente, su destrucción por su destrucción), lo que los hace maravillosamente reconocibles. Pero vivir no es tan fácil.
Consciente de ello, el periodista Diego Cuevas escribió hace años para la revista Jot Down un artículo con el elocuente título de «El malo tenía razón». En él hace un extenso repaso de muchos de los villanos canónicos que, con la ley y la lógica en la mano, estaban más que legitimados para defender su postura. Uno tras otro, desfilan personajes como el general de Marines, Francis X Hummel, el malo que en La Roca solo pedía una compensación para las familias de los soldados caídos en operaciones secretas; las máquinas de Matrix, que ofrecen a los humanos una salida más o menos razonable (convertirlos en pilas de carne y hueso manteniéndolos sumidos en un plácido sueño de realidad virtual) después de ganarles la guerra y descubrir, tras padecer unas cuentas bombas nucleares y ser rechazados por las Naciones Unidas, que la convivencia con ellos no es posible; y, sobre todo, Skeletor, un hombre con el que se cometió una injusticia histórica: «¿Cómo no va a ser de Skeletor el castillo si su jeta ocupa la mayor parte de la fachada? ¿A quién querían engañar He-Man y compañía ocupando una propiedad privada que evidentemente no era suya? Devolvedle el castillo a Skeletor, joder», pedía Cuevas en su texto. Para que el público pudiese empatizar con ellos, a todos les faltó una única cosa: contar su historia, es decir, su punto de vista.
Abby acaba con la vida de Joel, el protagonista del primer juego, el protector de Ellie, el padre que sustituyó a la hija muerta salvando a una niña huérfana, reventando su cráneo con un palo de golf, pero Naughty Dog parece decir: «¿crees que se trata solo de una asesina sanguinaria? ¿La odias con toda la fuerza de tu ser? Bueno, permite que te mostremos el otro lado del espejo».
Durante las semanas inmediatamente posteriores al lanzamiento de The Last of Us 2, buena parte del debate se centró también en el carácter abiertamente homosexual de Ellie y el cuerpo no normativo de Abby, con esos bíceps que para sí los quisiera cualquier culturista. Muchos se preguntaron si era necesario, como si lo natural, lo que no cuesta sacrificio alguno, fuera que Ellie se echara un noviete tarde o temprano y que Abby se obsesionara con parecerse más a Julia Roberts que a Rey Misterio. La respuesta corta es que, en pleno siglo XXI, ninguna identidad debería suponer ningún esfuerzo.
No hubo, en cambio, demasiados análisis que se fijaran bien en aquello que de verdad hace grande a la historia de The Last of Us, que no es otra cosa que su perfecto manejo del punto de vista. La gente de Naughty Dog no es, ni mucho menos, pionera en el empleo de esto para dar profundidad a una historia. En España, los narradores realistas del siglo XIX, con Benito Pérez Galdós a la cabeza, ya sabían que contar una historia bien era contar la historia de todos. Para ello, incluso, inventaron formas de contar como el estilo indirecto libre, en la que la voz del narrador puede saltar ágilmente entre las mentes de los personajes, casi sin que el lector se dé cuenta.
Sin llegar a tanto, ni mucho menos, en el cine, producciones tan superficiales como Austin Powers, una parodia de las películas de espías de los años 70, juegan también con esta idea: cada vez que el personaje interpretado por Mike Myers mata a un esbirro del doctor Maligno, la escena siguiente muestra brevemente cómo reciben la noticia de su muerte su esposa, sus hijos o sus amigos, de modo que esta de verdad se convierte en la pérdida de alguien.
Sin ir tan lejos, ni tan cerca, lo emocionante en The Last of Us 2 es que Naughty Dog aplica la fórmula con una fe absoluta en que todas las piezas de su puzle encajan a la perfección, en que no existen cabos sueltos. No los hay o, si los hay, son detalles menores, porque lo cierto es que, para cuando el jugador controla al personaje de Ellie mientras esta persigue desesperadamente a Abby hasta la barca en el final del juego, algo dentro de él le pide refrenar ese impulso. Cuando Ellie y Abby empiezan a golpearse, lo que uno desearía es detener todo aquello (mientras que con Solid y Liquid Snake lo que uno querría es que la pelea no terminara nunca). Para cuando Ellie tiene a Abby poco menos que rendida a sus pies, como antes estuvo Joel ante Abby, lo que el jugador busca es descubrir si hay algún botón que la detenga. Finalmente, cuando la barca de Abby y Lev se aleja, se puede sentir al fin la extraña paz de la venganza no consumada, la misma de cuando Lev detiene a Abby en el momento en que tiene a Ellie a su merced. Una por otra. En el camino, uno puede haber aprendido algo o no. Pero ha sentido. Ya es mucho.
Nota
Cuevas, D. (2017). El malo tenía razón. Jot Down. Enero.