Los Siglos de Oro nos han regalado multitud de obras que tantos años después siguen campando entre nosotros y que forman parte del imaginario común en el que están insertos los clásicos.
De entre todas las aportaciones, una de ellas es la novela picaresca. Se trata de un género con unas características muy particulares que hacen que se distinga fácilmente de otros. En un momento histórico como era la España de los siglos XVI y XVII, con su contexto moral, religioso y social, vieron la luz algunas obras en las que se dibujaban realidades para las que no cabía mención de otra manera.
Sus protagonistas son seres que viven a los márgenes de la sociedad, buscavidas de baja estofa, expuestos a la merced de aquellos para los que sirven, de los cuales reciben un trato dudoso buena parte de las veces. Muchachos sin raíces ni medios por los que valerse, que sobreviven a fuerza de emplear el ingenio y las malas artes; lo que haga falta por conseguir un cuscurro de pan que llevarse a la boca.
Frente a otros argumentos protagonizados por las acciones de nobles de caballeros, aquí se trata de narrar las aventuras de personajes marginales que nada tienen que ver con los anteriores. Antihéroes cuyo único objetivo en la vida no es prosperar, sino comer cada día, que relatan su transitar por un mundo en el que son rechazados. A cada paso han de toparse con representantes de una sociedad hipócrita y egoísta, que bien merecen las vicisitudes que nuestro pícaro habrá de proveerles.
El lector, por su parte, encontrará en estas páginas, entre la risa y la sátira, un mensaje ejemplificante de la mano de un pobre diablo, puesto en el mundo poco menos que para impartir justicia.
La primera novela que abriera el paso al género en cuestión fue La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades. Escrita en primera persona en un formato epistolar, con una voz que ahonda en el pesimismo, da fe de los constantes sinsabores de Lázaro, desde la infancia hasta el matrimonio, incidiendo gravemente en la doble moral de aquellos amos a los que se encomendaba como el elemento más reseñable de todas sus andanzas.
Es una de las obras más importantes de la literatura española y, sin embargo, se sigue especulando acerca de la autoría. Un dato que añade interés, así como lo poco que se conoce al respecto: se conservan cuatro ediciones de 1554 (Amberes, Burgos, Medina del Campo y Alcalá de Henares), con unos pocos ejemplares de las mismas. Pasó por manos de la Inquisición, que se ocupó de revisar su contenido, dejando por buenos pasajes que hoy sospechamos que contienen una intención oculta que en su día pasara desapercibida.
En 1992, en Barcarrota (Badajoz), se encontró emparedado entre los muros de una vivienda el último de los ejemplares de que se tiene constancia de la época. Es posible que hubiese ediciones previas a esa de 1554, pero no hay certezas. No obstante, ¿qué le lleva a alguien querer esconder algo tan bien que hayan de transcurrir siglos (qué podría haber sido la eternidad) hasta volver a topar con ello?
Otros ejemplos reseñables son las obras de Quevedo y Mateo Alemán, el Buscón y Guzmán de Alfarache, respectivamente, muy en la línea del anterior.
En la reciente edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, que tuvo lugar el pasado mes de julio, entre las maravillas que tenía preparadas, una sobresalía, sin pretenderlo, por encima de las demás: Guitón Onofre (el pícaro perdido).
Se trata de un guion basado en una novela escrita por el riojano Gregorio González, oriundo de Rincón de Soto, muy posiblemente en 1604. Se sabe de ella tan solo por referencias de algunos autores en otros documentos, dado que no llegó a ser publicada, sino únicamente manuscrita.
Y nada más se conocía, hasta que en 1927 alguien dio con ella, por casualidad, en una librería de viejo en París. Estuvo dando vueltas por el mundo una temporada y, al fin, se publica por primera vez en 1973, para formar parte del reducido y aclamado conjunto que integra el género picaresco.
Onofre, como sus hermanos de fechorías que ya han sido mencionados, ajeno a sus miserables circunstancias, pasa de mano en mano por una serie de benefactores que le proporcionarán un sustento relativo como pago a sus labores.
Si hay un rasgo que caracterice a este pillastre es el resentimiento: la venganza será desde sus inicios el motor de su vida. De tal modo que uno por uno se encarga de hacer pagar de manera desproporcionada, en una línea temporal, a todo aquel que en su día osara burlarse de su persona. Lo cual, pese a la dureza de sus acciones, no deja de provocar tremendas risotadas. Sin duda, este es el hilo narrativo.
Nunca hasta el momento se había llevado a los escenarios, y ha tenido que ser precisamente su puesta de gala en el Festival de Almagro, como no podía ser de mejor forma. La compañía El Vodevil se ha ocupado de hacerlo posible: con la dirección de Luis D’Ors, adaptación del guion de Bernardo Sánchez, acompañamiento musical de Sara Agueda y con el veterano Pepe Viyuela que da vida al pícaro.
Es frecuente recordar las breves escenas que el citado actor representaba, muchos años atrás, en las que se las veía y se las deseaba haciendo filigranas con una escalera. Más tarde ya sería un habitual de series en televisión, con personajes más complejos, pero siempre con un poso cómico.
En esta ocasión, con las dotes cómicas con las que más cómodo se siente, ha bordado una actuación que solo se puede calificar como absolutamente perfecta, con la grandísima responsabilidad de recrear lo que nunca antes había sido. Una novela que ni siquiera había sido editada en vida de su autor, quién sabe si habría imaginado verla publicada casi cuatro siglos después. Lo que es seguro es que si Gregorio González hubiera estado en el Corral de Comedias, con todos los afortunados que allí estuvimos en ese que fue su estreno, también se hubiera levantado del asiento, exultante, rompiendo el silencio tras las últimas palabras con una grandísima ovación, los ojos brillantes y el vello a flor de piel.
Es la magia del teatro.