No sé cuánto durará el calvario de esta nave inmunda, sin escapatoria. No dudo de mi culpa. Pero jamás pensé que en la ruta del paraíso nos esperara este naufragio.

(Pepe Corvina, Enrique Estrázulas)

Fue en un viaje a Londres cuando conocí a Mino. Había dejado Santander y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo como cada verano. Los encuentros de Comunicación y Desarrollo nos daban fuerza para seguir pensando que otro proyecto humano era posible y que la comunicación tenía que recuperar su poder transformador. Entonces no sospechábamos que, a su manera, el mundo ya se estaba descomponiendo y que, aunque nuestros diagnósticos eran certeros, las soluciones que proponíamos contaban con abundantes dosis de inocencia. Los problemas que tratábamos de diseccionar terminarían pareciendo muy diferentes con el paso de los años.

El último día, tras decirnos adiós, sentí el agotamiento al tiempo que el entusiasmo que da embarcarse en un propósito común. En la cola del avión me di cuenta de que necesitaba estimular mi mente con nuevos desafíos y empecé a pergeñar, ayudada por un recorte de periódico, lo que cinco años después se transformó en la novela Ceniza de ombú. Mi cuerpo cargaba con el agotamiento y la pesadumbre de haber pasado demasiadas horas con las posaderas pegadas a sillas de madera, aunque no faltaron paseos por la Península de la Magdalena, recorridos que, aunque breves, abrían un espacio infinito para respirar. El faro, que tanto me había ayudado en años anteriores a intuir las palpitaciones de Los huecos de la memoria, intentaba de nuevo hablarme, pero todavía nos sabía descifrar sobre qué.

Me llevé la estela de esa luz. Era verano, uno de esos días que nadie parecía tener prisa. La selección española de fútbol se jugaba su clasificación para la final del Mundial. Siendo yo poco aficionada y ciudadana del mundo, ese detalle se me hubiera pasado por alto si no hubiera sido porque había compartido las horas anteriores con fervientes forofos del circo moderno que avivaba el furor nacional: unos tristes por la derrota de Uruguay frente a Holanda, otros ansiosos por el inminente partido de semifinales que España jugaba contra Alemania. Todavía ni sospechaba que unos meses más tarde haríamos las maletas rumbo a Montevideo. En el instante que me subí al avión con destino a Gatwick —entonces vivíamos en East Sussex— dio comienzo el partido.

Tuve suerte de encontrar un asiento libre en la primera fila. Ese era un vuelo sin lugares reservados. Entre mis dedos seguía sujetando el papel de periódico, pero no terminaba de convencerme. A mi lado, una mujer y un hombre leían sendos libros. Quizás eran las únicas personas que no estaban mirando su teléfono móvil. Saqué también una novela de mi mochila y, antes de abrirla, hice cuidadosamente un barco con el recorte del periódico y lo introduje después entre sus páginas, donde imagino que todavía yace sin más trascendencia.

Pensé entonces en la comedia que se hacía del debate acerca de la lectura. Mino, situado a mi derecha, me había observado por el rabillo del ojo e hizo referencia a mi habilidad con la papiroflexia, lo que ayudó a romper el silencio. La compañera de la izquierda no tardó en sumarse a la conversación. Era alemana y leía un libro en español con el que, según me confesó, tenía serias dificultades. Me preguntó si conocía al autor y si le podía ayudar a traducir al inglés la palabra “león”. Me ofrecí a seguir con esa tarea cuando fuera preciso y continuó leyendo. El holandés también mostró su novela que, a juzgar por su grosor, no parecía la más adecuada para un viaje corto. Vivía en Madrid y trabajaba para una de esas grandes empresas consultoras que se dedican a cosas dispares. Me contó que muchos años atrás había vivido en Angola, donde dirigió una fábrica de camiones. Era el tiempo de la guerra y ensamblaban uno por semana. Todavía recordaba el nombre de los noventa obreros.

Después de aquello dormité un poco en el asiento. Tuve un sueño extraño. Me encontraba en una editorial. Tenía que escribir una carta, pero los procesadores de textos que utilizaban eran diferentes a los que yo conocía y no conseguía terminarla. Las secretarias y el personal administrativo me miraban, aunque sin mostrar predisposición a despejar mis dudas. Seguía en vano tratando de comunicarme. En un brote de desesperación, me levantaba nerviosa buscando el baño. Abría una puerta equivocada y me metía en una reunión importante. Lo sabía porque todos iban vestidos como si fueran jefes. Una mujer me confesaba que amaba mi trabajo, pero los demás parecían molestos por la interrupción. Me marchaba avergonzada. Al volver frente al ordenador constataba la imposibilidad de cumplir con el encargo de escribir. Lo intentaba de nuevo, pero finalmente, decidía abandonar la editorial. Al salir, alguien me entregaba un libro. En un primer momento creía vislumbrar una edición de bolsillo de una de mis novelas, pero luego me daba cuenta de que se trataba de un best seller. La repartían decenas de chicos a la puerta de la librería perteneciente a la editorial.

El piloto me despertó con el anunció de que España había marcado el primer gol. Celebré que lo hiciera en ese momento. El sueño había conseguido angustiarme de veras, casi tanto como el temblor del avión ante el aullido de los hinchas. Mino me felicitó, dando por supuesto que eso tenía algo que ver conmigo. No me avergüenza decir que a mí me traía sin cuidado. La alemana se limitó a añadir que era una pena antes de sumergirse de nuevo en su lectura. Quedó patente que no me sumaba al entusiasmo ni la algarabía de los patriotas. Los libros, si están abiertos, pueden romper fronteras, hilar otras historias.

Mino aprovechó entonces para hablarme del contenido de su novela y volver a África. Quizás porque me mostré receptiva, me preguntó por mi ocupación. Le hablé de la cooperación internacional y de que escribía novelas. Apuntó mis datos en la servilleta de papel que unos minutos antes una azafata nos había entregado junto a un vaso de agua. Después, tras un breve silencio, me pidió que le escuchara porque necesitaba contarme una historia que había intentado escribir sin éxito.

Me la quería regalar e insistió varias veces en que tomara notas. Verbalizó que para él era muy importante que saliera a la luz. Parecía como si la cargara sobre su espalda. Lo interpreté como un gesto de generosidad. Me habló de todo lo que había dañado el fanatismo religioso a la condición humana. Quise añadir que tampoco eran muy diferentes los dogmas del capital y las finanzas que se habían hecho con el control del mundo, en la explotación natural que esquilmaba la verdadera riqueza. Me quedé pensando unos instantes. Las reflexiones surgidas de su historia habían prendido algunas raíces que tenían que crecer también con mis propósitos.

Mino me había dado un hilo para narrar una parte del perfil del cardenal Adrianus de Utrech, quien quise que fuera holandés en su honor, aunque mi trabajo siguió los meses siguientes dando a luz a Cees, a Nabila, Helena y Ramón, personajes que siguieron otros itinerarios.

Mino continuó con su relato hasta que la cinta transportadora vomitó nuestras maletas. Después me pidió continuar con algunos detalles rumbo a la estación. Allí nos separamos porque llevábamos rumbos diferentes: él hacia Londres, y yo hacia Sussex. Su figura reapareció por última vez en el andén de enfrente. Antes de que su tren llegara me miró con la complicidad de quien tiene la certeza de que la semilla que acababa de depositar daría sus frutos. Levanté la mano para decirle adiós y solo entonces reparé en que había conjurado esa historia antes de subir al avión, cuando me puse a indagar frenética algunas referencias en el periódico.

Terminé de escribir Ceniza de ombú y las amenazas a la libertad de expresión que analizábamos en la UIMP me parecieron más grandes, el intento de controlar las mentes más explícito. Los científicos nos prevenían de que, todavía cumpliendo los compromisos de reducción de emisiones, el aumento de la temperatura de la tierra sería de tres grados, algo irreversible para el futuro de la vida en el Planeta. Había muchas instituciones que, al hilo del fanatismo, buscaban enriquecerse y tener poder; y también muchos perdedores de esa manipulación que dejaba muertos por doquier mientras la inmensa mayoría miraba a otro lado.

El viaje personal continuó, los procesos de aprendizaje se expandieron y sin prisa por acabar, fui cociendo todos sus ingredientes en las aguas hirviendo de un río al que le fueron creciendo cuencas, meandros y afluentes.

La sombra de la dominación es alargada, pero la proyección y el intento de ocupación de los espacios que nos pertenecen, a pesar de las derrotas, profundizan nuestra humanidad, redimen a la especie.

(Montevideo, 2012-2016)