Es notorio que el mundo actual está caracterizado por la inmediatez de la información y el predominio de plataformas digitales que priorizan el entretenimiento rápido. Resulta necesario e imprescindible reflexionar, por tanto, sobre el papel del conocimiento en nuestras vidas y, en particular, en el aula.

Aunque el pragmatismo parece haberse apoderado de la educación, con un enfoque creciente en habilidades técnicas y utilitarias, resulta crucial reivindicar el valor del saber en todas sus formas, especialmente aquellas que enriquecen el espíritu humano, como las artes y las humanidades.

La expresión popular "el saber no ocupa lugar" encapsula una verdad fundamental: el conocimiento no es un peso que debamos cargar, sino una riqueza intangible que amplía nuestros horizontes. Las humanidades, con su capacidad para explorar lo que significa ser humano, ofrecen una perspectiva esencial en una era donde el pensamiento crítico, la empatía y la creatividad son más necesarios que nunca.

Como señala Nussbaum (2016), "las humanidades enseñan habilidades necesarias para la ciudadanía democrática, como la capacidad de imaginar las vidas de otros y analizar problemas complejos con sensibilidad" (p. 15). En este sentido, el arte y la literatura no solo nutren nuestra imaginación, sino que también nos permiten entender y conectar con experiencias ajenas, promoviendo una vida más plena y significativa.

A pesar de esto, la educación contemporánea tiende a subestimar las disciplinas humanísticas en favor de aquellas consideradas más prácticas o lucrativas. Las métricas económicas han colonizado los objetivos educativos, reduciendo la enseñanza a un medio para alcanzar la productividad laboral. Como diría Dewey (1938), "la educación no es preparación para la vida; es la vida misma" (p. 34), eco de las palabras de Séneca: Non scholae, sed vitae discimus. En otras palabras, aprender sobre Historia, Literatura, Lingüística, Oratoria, Arte, Política, Economía, Religión, Psicología, Antropología o Filosofía no es un lujo, sino una parte fundamental de lo que significa vivir en plenitud.

El pragmatismo filosófico, desarrollado por pensadores como Peirce, James y Dewey, ha tenido una influencia significativa en la educación y la cultura de países como Estados Unidos. Este enfoque enfatiza la utilidad práctica del conocimiento y su capacidad para resolver problemas concretos. James (1907) afirma que "la verdad no es algo absoluto, sino aquello que funciona de manera efectiva en nuestra experiencia" (p. 58). Esta orientación hacia la funcionalidad ha moldeado sistemas educativos enfocados en resultados medibles y habilidades aplicables, pero también ha generado debates sobre la necesidad de equilibrar este pragmatismo con una educación más humanista. Jacques Delors, uno de los ideólogos de las competencias clave, también abogó por un modelo educativo que integrara el aprendizaje a lo largo de la vida (Delors, 1996).

Junto a esta perspectiva pragmático-utilitarista, se encuentra el creciente dominio del conocimiento frívolo y superficial, propagado principalmente por redes sociales como TikTok. Aunque estas plataformas pueden ser útiles para la difusión de información, también fomentan una cultura del consumo rápido de datos y trivialidades.

Byung-Chul Han (2014) advierte que "la era digital nos empuja hacia una hiperconexión que desintegra nuestra capacidad de atención y reflexión" (p. 23). Esta sobreexposición afecta particularmente a los jóvenes, debilitando su pensamiento crítico y alejándolos de valores humanistas. Además, fomenta una actitud de inmediatez y recompensa inmediata que choca con la necesidad de esfuerzo sostenido para aprender, crecer y crear.

Como señala Ericsson (1993), "el desarrollo de la maestría en cualquier área requiere una práctica deliberada y constante" (p. 368). Sin embargo, las redes sociales promueven lo opuesto, lo que dificulta el desarrollo de habilidades profundas y significativas.

En el aula, los docentes enfrentamos otro reto recurrente: las preguntas de los alumnos sobre la utilidad de lo que aprenden. “¿Esto para qué sirve?”, suelen preguntar, mientras consumen a diario contenido irrelevante en redes sociales. Este contraste evidencia la necesidad de redirigir la atención hacia lo verdaderamente valioso, ayudándoles a distinguir entre información trivial y conocimiento significativo.

No obstante, este panorama no es irreversible. El aula debe convertirse en un espacio de resistencia frente a la banalización del conocimiento. Los profesores tenemos la responsabilidad de promover un aprendizaje que combine el desarrollo de competencias prácticas con el cultivo de la sensibilidad artística y el pensamiento crítico. En lugar de relegar las humanidades y el arte al margen del currículo, estas disciplinas deben ocupar un lugar central, ya que forman ciudadanos capaces de comprender el mundo en su complejidad y actuar de manera ética y reflexiva.

En conclusión, el saber no solo no ocupa lugar, sino que es indispensable para la realización de una vida plena. Frente al avance del conocimiento frívolo y superficial, debemos reivindicar el valor de las artes y las humanidades como pilares de una educación integral. Solo al reconocer su importancia podremos formar individuos verdaderamente libres y conscientes, preparados para enfrentar los retos de la sociedad contemporánea.

Referencias

Delors, J. (1996). Los cuatro pilares de la educación. Informe a la UNESCO de la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo XXI. UNESCO.
Dewey, J. (1938). Experience and education. Macmillan.
Ericsson, K. A. (1993). The role of deliberate practice in the acquisition of expert performance. Psychological Review, 100(3), 363-406.
Han, B.-C. (2014). En el enjambre. Herder.
James, W. (1907). Pragmatism: A new name for some old ways of thinking. Longmans, Green and Co.
Nussbaum, M. C. (2016). Sin fines de lucro: Por qué la democracia necesita de las humanidades. Katz.