El período de mi vida posterior a la adolescencia terminó de consolidar mis principios cristianos y el anhelo de vivir una profunda vida de piedad. En la universidad, gracias a mi amigo Emilio Useche y las charlas del filósofo Rafael Tomás Caldera, conocí la democracia cristiana con la cual siempre me he sentido plenamente identificado. Al graduarme trabajé en el IFEDEC bajo la coordinación del doctor Jesús Marrero Carpio, un cristiano católico ejemplar de misa diaria. Preparé a su lado varias jornadas sobre la actualización de la Doctrina Social de la Iglesia que me permitieron dialogar con Luis Castro Leiva y los jesuitas Raul González Fabré y Joseba Lazcano, entre otros. Con el padre Joseba tuve posteriormente un acompañamiento espiritual que me permitió conocer la espiritualidad ignaciana (que busqué y busco seguir desde ese momento).
La universidad fue un motivo de alegría en mi vida. Todo cambió desde que entré en ella, y es probable que fuera así porque desde mis quince años frecuentaba la Universidad Central de Venezuela (UCV) soñando con el día que me integrara plenamente a su vida académica. En otros de mis artículos describí esta experiencia con gran detalle (“Aquellos tiempos felices en la UCV”, del 20 de noviembre y 20 de diciembre de 2021), ahora solo quiero centrarme en el impacto que ella tuvo en mi vida espiritual.
Después de mi despertar político ante los peligros de las ideologías colectivistas (descrito en la anterior entrega de esta serie) gracias al conocimiento y lectura del Mahatma Gandhi y sir Karl Popper; en mi primer semestre de Ciencias Políticas me hice amigo de un líder de la Democracia Cristiana Universitaria (DCU) y el partido socialcristiano COPEI: Emilio Useche. Tuvimos largas charlas y debates sobre cómo hacer que Venezuela se convirtiera en un país desarrollado con una fuerte democracia. Ante mi curiosidad me prestó el libro de Rafael Caldera, 1972, Especificidad de la democracia cristiana, y poco a poco me fui incorporando a la DCU.
Mi anhelo era formarme ideológicamente y lo que más me ayudó en este sentido fue la charla que dio el filósofo Rafael Tomás Caldera en la sede de la Organización de la Democracia Cristiana de América (ODCA) en Los Chorros (Caracas), sobre la encíclica del Concilio Vaticano II: Gaudium et spes. Conversé en muchas ocasiones con este gran maestro, al cual le pedí que me ayudara con mis hábitos de estudio, formación intelectual y finalmente la espiritualidad. Siempre le estaré agradecido. A lo largo de mi vida le he consultado muchos temas y me ha aconsejado con caridad.
Lo que en mi niñez había aprendido por tradición y costumbres se hizo parte esencial y consciente de mi vida, constituyendo un cuerpo de ideas (el humanismo cristiano) que me permitía comprender el mundo y anhelar mejorar y mejorarlo. La hermosa verdad de la dignidad de la persona humana fue reconocida tal cómo hago con la belleza de tantas otras realidades: un amanecer, el silencio de los días de Navidad, el Ávila… la amistad y el cariño fraternal y conyugal.
La Biblia nos enseña que el hombre ha sido creado "a imagen de Dios", con capacidad para conocer y amar a su Creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios. ¿Qué es el hombre para que tú te acuerdes de él? ¿O el hijo del hombre para que te cuides de él? Apenas lo has hecho inferior a los ángeles al coronarlo de gloria y esplendor. Tú lo pusiste sobre la obra de tus manos. Todo fue puesto por ti debajo de sus pies.
(Ps 8, 5-7, Gaudium et spes, Nº 12)
El marxismo quedó sepultado definitivamente con su siembra de odio y materialismo. De él solo podía salvarse el anhelo natural de justicia que poseemos en nuestra naturaleza creada por un Dios que es amor y libertad. La democracia, los derechos humanos y entre ellos la libertad personal asumieron un papel fundamental en mi visión política.
Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa.
(Gaudium et spes, Nº 17)
Pero faltaba algo en mi. Había cambiado radicalmente mi forma de mirar el mundo, pero no había asumido la vida espiritual que le correspondía. Seguí con una catolicidad de mínimos. Solo unos años después asumiría este punto que había leído y aprendido:
La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador.
(Gaudium et spes, Nº 19)
Los ejemplos de vida del propio Rafael Tomás Caldera, pero también de sacerdotes como González Fabré y Joseba Lazcano, entre otros; me inspiraban a asumir una vida de mayor piedad, al igual que la tenía mi abuela y madre; pero algo diferente y más cercano a mi pasión por el conocimiento. De esta manera leí el Nuevo Testamento y los devocionarios estableciendo un conjunto de oraciones que realizaba a lo largo del día y la semana, pero pensé que tenía que consultar algún sacerdote al respecto.
Un día estando de vacaciones en la playa (Macuto) me acerqué al seminario para preguntarles cómo eran “sus rutinas” de piedad, y lo primero que me dijo el seminarista que me atendió (uno de ellos fue el actual padre Abelardo Bazó): “No es casual que estés aquí, no es casual tu búsqueda”. Respondieron todas mis preguntas, los frecuenté en varias ocasiones pero al ver que mi intención no era ser sacerdote consideraron que mi vocación era laical. Me presentaron a Raúl David Paiva, pero esta es la historia que dejaremos para mi próxima entrega.