Hay avances en los estudios sobre la inteligencia en las aves. Loros y cuervos lideran la lista; oportunistas como caracarás o gaviotas están con Darwin en la supervivencia de los más aptos; el Martin pescador suelta carnadas al pescar; algunas rapaces cazan en pareja y los cormoranes aprenden a contar hasta siete. Son innumerables los ejemplos de ese discernimiento. Aunque se necesiten más experimentos para determinar el alcance de ese ingenio instintivo y complejo, ya existe una conclusión: “el tamaño de la cabeza limita la cantidad de neuronas y la inteligencia, y por eso existe la expresión ‘cabeza de chorlito’.”

En la juventud, durante los años en que gocé la quietud de Cieneguilla, descubrí algo sobre el tema. Nino era la mascota favorita en casa, un guacamayo escarlata (ara macao), miembro del grupo de vistosas aves que viven en la Amazonia. Nino vivió en un semi cautiverio, producto del periódico recorte de sus alas que le evitaba el encierro tras una jaula colorida. Era un animal inteligente y temperamental que gustaba de bailar mientras memorizaba frases que repetía para la risa general. Nino nunca olvidó un maltrato de mi parte y no quiso (o no pudo) perdonarme. Cuando me avistaba, descendía apurado para hacerme daño con un pico capaz de cascar nueces. Cuando pasaron algunos años, Nino aprovechó un descuido y, al sentir la fuerza en su aleteo, se animó a explorar el valle, embarcándose en un vuelo sin retorno. Tal vez fue capturado para vivir encerrado en esa jaula que quisimos evitar o algún depredador lo abatió en pleno vuelo. Nunca lo volvimos a ver, y miembros de la familia soltaron algunas lágrimas.

Transcurrido el tiempo, me mudé al Cusco para convertirme en guía de aventura. En una expedición al rio Tambopata, tuve una familia de cinco neozelandeses que llegaron a visitar la Amazonia. Tras seis días de navegar el Tambopata, avistamos caimanes, tapires y un oso hormiguero. Pero el clímax llegó cuando vieron un inmenso grupo de guacamayos escarlatas volando emparejados. Mientras la menor comentaba sobre la inteligencia del guacamayo escarlata que esperaba en casa, hizo una confesión. Su adinerado padre había realizado el viaje en un intento desesperado por conseguir una pareja, aunque la familia se apresuró en negarlo. Era un imposible por estar protegidas tras la comercialización en los años setenta, años en que Nino hacia sus travesuras.

Tuve otras oportunidades para cerciorarme de la inteligencia de las aves. Una ocurrió tras concretar los 600 metros de ascenso a la montaña Machu Picchu. Sorteando empinadas escaleras, pude observar las dos cordilleras y disfrutar del Salcantay en un día despejado y en completa soledad. Pasado el mediodía, descansando tras el esfuerzo, decidí almorzar. Dentro de la lonchera, dos huevos duros. Al ir pelando uno mientras iba sentado con las piernas suspendidas en el aire, vi volar encima un caracará. Este se posó en una piedra a dos metros de distancia. Sin dejar de observar, se acercó un metro. Pude deducir que andaba hambriento. Le compartí un huevo que devoró en escasos segundos y procedió a retirarse tras un graznido que interpreté como de agradecimiento. Solitario e inmerso en la sobrecogedora belleza del paisaje, me sorprendí de la inteligencia de los caracarás. “Como no existen cuervos en Sudamérica, el caracará tomó el puesto de oportunista, omnívoro y carroñero.”

Juan Salvador Gaviota es un libro con un mensaje sobre la libertad que leí en la adolescencia. El escritor Richard Bach fue un precursor en libros de motivación. Te inducía a escuchar tu voz interior y no detenerte a contemplar la vida, sino a crear tu destino y descubrir el placer de hacer bien las cosas. Una metáfora entre líderes que solo obedecen a sus pensamientos y seguidores acostumbrados a una rutina. Un visionario que iluminó a toda una generación usando una gaviota, como lo hacía Esopo con otros animales.

Las gaviotas siempre andan en búsqueda de comida. Carnívoras y carroñeras, las puedes ver en los puertos, vertederos de basura o campos de agricultura, un animal inteligente y social con una alimentación variada y una pareja única.

Cuatro décadas más tarde, y en un océano diferente, transcurre un verano en la ciudad de Nueva York, entre olas de calor infernal. Las cosas han cambiado mucho: estamos sufriendo una pandemia. Mientras las piscinas permanecen cerradas pero todos hacen la vista gorda, lo dueños de restaurantes utilizan sus zonas de parqueo para instalar mesas e invitar a comensales a consumir, ante la prohibición de atender dentro por temor al virus. Las gaviotas que observé durante mi juventud no eran agresivas, e ignoraban a los comensales en los restaurantes al aire libre. Hoy conocí otras gaviotas. Las vi luchar en búsqueda de alimentos a merced de una adicción por las papas fritas. Sentado cerca del mar, bajo una sombrilla que aminoraba la sensación térmica, devoré un choripán acompañado de una cerveza Beck muy fría, mientras escuchaba gaviotas con su característico graznido de altos decibeles. Aprovechando un descuido, una se lanzó en picada y robó mi almuerzo. La pandemia las había incitado a invadir otros territorios. Cambiaban su agresividad pasiva para incursionar en la acción.

El dueño del local se mostró irritado cuando le insinué una reposición: eso escapaba de su control y no podía hacer nada. Cuando llegó con un choripán, decidí retarlo a tomar cartas, mientras insistía en que las gaviotas proliferan en toda la costa y no hay nada por hacer. Dispuesto a buscar una solución, me fui caminando al acuario cercano en Coney Island en búsqueda de respuestas y conversé sobre el tema con un biólogo marino. Este acotó que, una vez la gaviota prueba algo que le gusta, no cesará en el intento. Se vuelven tan adictas como heroinómanos, intentando todo por satisfacerse. Después dijo entusiasmado que creía poder aportar una solución, y me describió su plan. Se implementó un sistema de audio en el que cada cierto tiempo se interrumpe la radio con la voz de un gavilán. Esto ocasionaba que huyeran ante el temor de ser atacadas, mientras que la estatua de un gavilán actuaba de espantapájaros. Ahora, cada vez que estoy en la vecindad me invitan un choripán.