Gotham es mucho más que un escenario: es un personaje. Desde su primera aparición en los cómics de DC, esta ciudad oscura y opresiva ha sido tan protagonista como los héroes y villanos que la recorren. En El Pingüino de HBO, Gotham se erige como un símbolo de decadencia y violencia, un terreno fértil para las ambiciones desmedidas y las almas rotas.
Inspirada en las megalópolis distópicas de Metrópolis (1928) o Blade Runner (1982), esta versión de Gotham no es solo el telón de fondo, sino el reflejo de sus habitantes: un lugar donde la miseria y el poder se enfrentan en cada esquina.
En este marco, Oswald Cobblepot, el Pingüino, emerge como un antihéroe complejo. Interpretado con maestría por Colin Farrell, su figura encarna la contradicción: una mole humana marcada por su cojera, pero que avanza con la determinación de quien sabe que el mundo no le ha regalado nada. Farrell no solo transforma su físico hasta ser irreconocible, sino que dota al personaje de una profundidad emocional que hace imposible no empatizar, aunque sea de reojo, con sus obsesiones y traumas. Cobblepot no es un villano unidimensional; su maquiavelismo lo aleja de caricaturas torpes y lo convierte en un estratega frío, obsesionado con ascender en un mundo que no se lo pondrá fácil.
Además, el trabajo de Cristin Milioti, como uno de los pilares secundarios de la narrativa, aporta una humanidad tangible a este universo oscuro. Su interpretación es un contrapunto ideal a la intensidad de Farrell, añadiendo matices que enriquecen la relación del Pingüino con aquellos que lo rodean. Este duelo actoral, en manos de HBO, se convierte en un estudio fascinante sobre la ambición, la soledad y las relaciones de poder.
Lo que hace única a la serie es su alejamiento de las convenciones del género de superhéroes. Escrita en clave de novela negra, se sumerge en una atmósfera de intriga, crimen y corrupción que recuerda más a los relatos de Dashiell Hammett o Raymond Chandler que a las historias tradicionales de DC. Cada escena está impregnada de sombras y claroscuros, y la composición visual evoca el Romanticismo más oscuro, con ecos claros de las Pinturas Negras de Goya. Gotham es aquí un reflejo de la psique de sus personajes: un lugar donde lo sublime y lo grotesco conviven, donde cada rincón cuenta una historia de miseria y poder.
A diferencia de otras producciones, esta no especula con las piezas que muestra en el tablero audiovisual. No tiene miedo de cargar las tintas, de sacrificar personajes importantes o de subir la apuesta en cada giro narrativo. Su valentía radica en no ofrecer concesiones al espectador, convirtiendo cada episodio en una experiencia intensa, donde nadie está a salvo y las reglas del juego cambian constantemente. Así se crean las grandes series.
Pero la producción no solo es una exploración de la ambición y la decadencia; también es una disección brutal de las relaciones humanas. En Gotham, la toxicidad lo impregna todo, incluso las conexiones personales. Cada alianza esconde un cálculo frío y la confianza es un lujo que nadie puede permitirse. La figura de Cobblepot, atrapado en su relación compleja con la figura materna, refleja esta dinámica de desconfianza y manipulación. Gotham no solo crea villanos; los moldea a partir de sus heridas más profundas. La progenitora del villano no es solo su inspiración, sino también el origen de sus traumas, un eco del Complejo de Edipo que parece definir a tantos antagonistas de DC. Un saludo para El Joker.
Gotham actúa como un espejo distorsionado de sus habitantes, una ciudad que no solo demanda sacrificios, sino que también destruye cualquier atisbo de humanidad en el proceso. No es casualidad que las relaciones de poder se confundan con las personales: en este universo, las emociones son armas y las lealtades, herramientas. Al final, la verdadera tragedia de la trama no reside solo en su violencia, sino en su capacidad para mostrar que la humanidad no desaparece en la oscuridad; simplemente se corrompe.
Con El Pingüino, se redefinen las fronteras del villano clásico, explorando sus zonas más humanas sin renunciar a su brutalidad. Farrell y Milioti brillan en sus papeles, y juntos construyen una narrativa que rebosa de claroscuros, recordándonos que, a veces, lo que tememos no es la ciudad en la que vivimos, sino la persona que podríamos llegar a ser en ella.