El amor desemboca en el odio y el hastío
(Octavio Paz: Soliloquio de medianoche)
Tal vez formara parte de sus costumbres. Quizá, como en otras ocasiones, Monsieur Pelicot, vecino de Mazan —población situada en el distrito de Carpentras, perteneciente al departamento de Vaucluse, en la región de Provenza—, el día en que fue arrestado quisiera añadir a su ya extensa colección privada una serie más de fotografías o vídeos de los bajos o partes íntimas de mujeres grabadas al azar y con el mayor de los disimulos. Sin embargo, y para desgracia suya, ese día fue sorprendido dentro de un supermercado «con las manos en la masa». Del examen efectuado por la policía en su teléfono móvil se extrajo la conclusión de que aquel incidente era más grave de lo que en principio parecía.
En efecto, provistos del correspondiente mandamiento judicial, los agentes del orden se personaron en el domicilio de este ciudadano, ya septuagenario, y cuál no sería su sorpresa cuando, del análisis del ordenador personal de M. Pelicot, se desprendió un archivo que, sin embozo alguno, aparecía rotulado con el título de Abusos.
En él descubrieron, entre otros documentos comprometedores, fotografías y vídeos en los que diferentes individuos violaban el cuerpo inerte de una mujer en situación de total inconsciencia, sometida por la acción expeditiva de un potente ansiolítico al estado de sedación profunda. Esa mujer no era otra que su propia esposa, Gisèle Pelicot, con la cual estaba casado desde hacía cincuenta años.
Graffiti feminista del caso de violación de Gisèle Pelicot en la rue Nollet de París: No te duermas
Dominique Pelicot, padre de tres hijos, y a la sazón abuelo de siete nietos, asumió su culpabilidad en el transcurso de los interrogatorios a los que fue sometido por la policía judicial. De sus declaraciones se desprende que, siguiendo la tortuosa senda de una perversa fantasía, durante diez años suministró a su mujer —sin que ella lo supiera ni sospechara—, las dosis necesarias para sumirla en un sueño tan profundo que no sintiera en absoluto la violación a la que, sistemáticamente, estaba siendo sometida por más de setenta hombres, alguno de los cuales llegó a penetrar su cuerpo hasta siete u ocho veces. Las secuelas de esos abusos han sido graves disturbios de carácter neurológico y enfermedades venéreas de etiología diversa.
Más de un policía, al tomar declaración al detenido, sintió el escalofrío del horror de quien tropieza con un nudo de víboras.
¿Cómo era posible que un hombre cuya reputación hasta ese momento era intachable hubiese caído en semejante pozo de abyección? Porque Dominique Pelicot, hasta su detención, era considerado por los suyos como un marido atento, padre amantísimo y abuelo entrañable. Su familia no podía soportar el descubrimiento de esa otra personalidad oculta. De pronto, esa noble imagen, quedó destruida por una revelación tétrica: mister Hyde vivía en su comunidad, era uno de ellos, corría a lo largo de su sangre, en el interior de sus venas. Su rostro adquirió entonces el aire sombrío y el tono inquietante de un monstruo. No en vano la prensa francesa e internacional, tanto en crónicas como en columnas de opinión, así lo califican.
Quizá los psiquiatras que estudien su estructura asocien su personalidad a la de aquel que padece un «trastorno disociativo de la identidad», es decir, la propia de aquel sujeto que posee dos o más personalidades con características únicas. Sin embargo, las investigaciones desarrolladas por la policía alrededor del caso demuestran, además, algo mucho más alarmante: de los más de cincuenta hombres identificados en los vídeos que tan celosamente guardaba Dominique Pelicot, la mayoría son seres normales, tipos cuerdos, terriblemente cuerdos, que no dudan en afirmar que acudieron al domicilio conyugal de Pelicot convencidos de que aquella oferta sexual era, cómo no, consentida por su mujer, Gisèle, quien, para hacer más excitante el encuentro, interpretaba el papel de la Bella Durmiente del cuento.
Esos individuos están persuadidos de su inocencia; la proclaman ante la ciudad y el mundo al afirmar que nunca dudaron de que todo, en aquella escena, había sido hábilmente preparado por los anfitriones de la casa para gozar más, mucho más si cabe, del hecho de someter la voluntad y penetrar el cuerpo de «una mujer rebelde». Éste y no otro es, según su relato ante la audiencia de Aviñón, el fantasma que guio los pasos de Dominique Pelicot.
Más allá de las conclusiones penales a las que se enfrentan, esos hombres conforman, en el microcosmos que como grupo encarnan, el fiel reflejo de la comunidad a la que pertenecen y que no es otra que la nuestra. Una sociedad que cosifica a la mujer, que convierte su cuerpo en una mercancía más, con el cual se negocia ante el mejor postor: aquel que sea capaz de asegurar el mayor plus de goce en el menor tiempo posible.
Esos pobres diablos no han hecho sino reproducir aquello que ven en los cientos de páginas porno que circulan por Internet. Desprovistos de cualquier tipo de empatía, depositan en la mujer aquello que inconscientemente han asimilado a lo largo de sus vidas: conformismo, frustración, violencia, sumisión… Experiencias que desembocan en sentimientos de odio y hastío, como bien señala el poeta. Odio hacia el mundo, que no comprenden y con el cual no guardan más relación que la de reproducir los mecanismos propios de una vida sin aliciente, de ocio embrutecedor. Odio, sí, por la cansina costumbre de vivir un «amor» reducido a la genitalidad de la «cosa» sin nombre ni proyección alguna; y hastío de sí mismos ante el vacío de una existencia desprovista de cualquier sentimiento sublime.
Esa manada, compuesta por ciudadanos corrientes y molientes, gente respetable hasta el momento de su identificación, está integrada por hombres cuyas edades oscilan entre los 26 y 74 años, y cuyas profesiones conforman un amplio abanico de nuestro entorno: enfermero, estudiante, periodista, concejal, policía, farmacéutico…
Queda claro, pues, que cualquiera que actúe guiado por el sentimiento de saberse impune puede ser un violador… o algo mucho peor. Lo importante, para esa clase de individuos, es que el acto no tenga consecuencias.
Todos somos asesinos o prostitutas, y no importa a qué cultura, clase, sociedad o nación pertenezcamos.
Esta cita del antipsiquiatra escocés Ronald Laing, extraída de su ya famoso libro, Política de la experiencia, viene a recordarnos lo espinoso del asunto que tratamos:
Todos, por acción u omisión, en mayor o menor medida, somos responsables del mundo en que vivimos. Nadie puede alegar desconocimiento o ignorancia de cuanto nos rodea. Quien alega no saber, inconscientemente sabe. Hombres y mujeres no podemos seguir actuando como si no fuéramos portadores de aquello que está escrito en nuestros cuerpos desde la trama de la pulsión; y ésta, desde luego, hace de las suyas cuando la represión fracasa. Así, quien insulta, golpea, tortura y mata, viola, amenaza o amedrenta sabe muy bien que da rienda suelta a la parte oscura que todos llevamos dentro. Y, lo sepa o no, ha de responder por ello.
Los presuntos violadores que están siendo juzgados por los tribunales de Aviñón podrán ofrecer todas las excusas que quieran y deseen, pero las pruebas presentadas por la policía están ahí, a la vista de todos. Pues Gisèle Pelicot, en contra de lo habitual en este tipo de procesos, ha solicitado que la audiencia no sea a puerta cerrada. «Para que la vergüenza cambie de bando», ha sido el argumento ofrecido por la víctima para animar a que otras mujeres que han sido agredidas, vilipendiadas o escarnecidas, pierdan el miedo a denunciar y puedan, públicamente, sostener su acusación sin que les tiemble el pulso.
Para que todo cuanto aún permanece en la región del inconsciente no sea velado una vez más, justificado o puesto en duda por principio. Así, cuanto haya estado oculto, sustraído de la conciencia —personal o colectiva— podrá ser debatido, analizado, exorcizado en un ejercicio catártico. De este modo, ese mundo que nos impone, tanto a hombres como a mujeres, la ley del silencio, podrá aceptar lo siniestro de sí mismo en la beatitud de una belleza que no es tal, sino complicidad con la corrupción y el crimen.