Desde la Transición Española (TE), encarnación viva —según algunos— de uno de los episodios más ejemplares de diálogo y acuerdo entre contrarios/complementarios, el periodismo, tanto en su vertiente audiovisual como escrita, ha experimentado en suelo hispano un desarrollo tan espectacular como veloz en sus múltiples manifestaciones y derivas. Diarios, revistas, emisoras de radio y televisión trataron, a partir de 1977, de configurar un poder alternativo al del Estado que, sirviendo de contrapeso al mismo, desplegara con firmeza una información veraz y rigurosa al servicio del ciudadano.
Esos primeros años de nuestra democracia fueron tan complicados como apasionantes, pues muchos fueron los intereses que no deseaban un «cuarto poder» que diese cuenta de no pocos abusos e injusticias, cuando no tropelías sin cuento. Sin embargo, y sorteando toda clase de obstáculos y amenazas, así como atentados directos y sangrientos, la prensa en España logró construir un polo informativo que consiguió certificar la existencia de un prisma que ofreciera una perspectiva independiente.
Esa prensa, que para cumplir su función trataba de mantenerse al margen de influencias extrañas a la misma, fue minada paulatinamente por capitales financieros ligados, de una u otra forma, a fuerzas nada ocultas: empresas, instituciones benéficas o religiosas, grupos de presión y/o partidos políticos. No obstante, y antes de que se produjera la gran transformación que ha tenido lugar en su seno, los españoles pudimos disfrutar de un período en que numerosos medios ofrecían una información contrastada, de calidad, con colaboraciones importantes por parte de firmas reconocidas pertenecientes a escritores, poetas, filósofos, científicos y demás actores del mundo intelectual acreditado. Un oasis que duró el tiempo justo para deleitarnos con la esperanza de que esa práctica —tan necesaria después de lustros de miseria moral e indigencia intelectual— serviría para construir un referente a partir del cual entablar una batalla por la regeneración política, social, económica y cultural de la vida española.
Salvo contadas excepciones, la mayoría de medios que integran la galaxia informativa son o han sido objeto de operaciones de compraventa cuyo fin no es otro que el de controlar una línea editorial proclive a inversiones y tendencias que tratan de socavar la esencia de la democracia. Paradójicamente, en nombre de la misma, la calidad de esos medios se ha deteriorado tanto en el fondo como en la forma. Lo importante ahora no es la veracidad de la noticia, sino la difusión de toda clase de rumores y bulos que perjudiquen las iniciativas de no importa qué clase de rival, así en la arena política como en cualquier otro ámbito de la vida colectiva. Todo vale, con tal de batir al contrario.
En cuanto a la forma, si antes los mass media cuidaban el estilo, la expresión que adoptan en el tiempo digital que nos tutela es chabacana cuando no soez y despiadada; plagada, además, de faltas de ortografía y de sintaxis. En este sentido, no parece sino que el presupuesto dedicado a la contratación de correctores sea el más oneroso de cuantos precisa la redacción editorial. Sintomático.
Todo, pues, está organizado para orquestar una gran ceremonia: la de la confusión. Es como si alguien tratara de aplicar el muy antiguo y perspicaz proverbio español: «A río revuelto… ganancia de pescadores». Pero los apóstoles de esta nueva iglesia —si de iglesia se tratara— no persiguen pescar hombres, sino acumular más y más dividendos procedentes de las rentas del Capital. Y para ello, nada más útil que generar una atmósfera envilecida, cargada de resentimiento y aversión, insolidaria y egoísta. Con ello, quienes manejan los resortes de este tiovivo, no pretenden sino que las gentes desconfíen de todo y de todos para recluirse en el solipsismo de una vida encapsulada, donde sólo exista el reflejo de una sombra o apariencia: la propia de una existencia frustrada.
Veamos, si no, lo acontecido estos días alrededor de dos sucesos que, desde configuraciones bien distintas, han sacudido la vida española en una doble vertiente: política y moral. Me refiero, en primer lugar, a la Operación Persa, así denominada para describir el chantaje realizado por la actriz Bárbara Rey a su majestad Juan Carlos I, quien, tras no pocos escándalos y corruptelas, se vio obligado a establecer su exilio voluntario en una jaula de oro: Abu Dabi, capital de los Emiratos Árabes Unidos. Y, en segunda posición, al caso Íñigo Errejón, el cual, después de darnos lecciones a todos de cómo han de ser las relaciones hombre/mujer desde la óptica del feminismo rampante que practica la coalición SUMAR, de la que era portavoz, ha sido objeto de acusaciones y denuncias de acoso sexual y maltrato por parte de varias mujeres.
Al parecer, el chantaje sufrido por el emérito Juan Carlos era ya un secreto a voces: desde 1994 y hasta el año 2004, Bárbara Rey guardaba celosamente fotografías, vídeos y audios que evidenciaban no sólo las infidelidades conyugales de nuestro bienamado monarca, sino conciliábulos con personajes de gran relieve político con los que, en días previos al golpe de Estado del 23-F, habría llegado a pactos y componendas que, si no la herían de muerte, erosionaban gravemente la Constitución española de 1978. Para que tales intrigas no vieran, negro sobre blanco, la luz del día, la conocida actriz se habría estado embolsando durante ese decenio grandes sumas de dinero procedentes de fondos reservados que el Estado suele destinar a operaciones secretas en defensa de nuestra democracia.
Es comprensible y aceptable, como así lo indica una de las normas de nuestra Constitución relativa a la monarquía, que la persona del rey sea inviolable. Nadie en su sano juicio desea ver a su majestad en el cadalso enfrentando la fría luz de la guillotina, imagen que rememora el peor período de la Revolución Francesa: la era del Terror. Pero una cosa es negar la violencia extrema que tan generosamente ha regado la tierra a lo largo de la Historia, y otra que la figura del rey no esté sometida a responsabilidad ninguna.Porque éste, y no otro, es el tema de la canción: Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, por la gracia de Dios y de nuestra Carta Magna, no tiene que dar explicaciones de sus actos, sean éstos cuales fueren. A lo sumo, y como una graciosa concesión de su magnanimidad, puede darnos —como así lo ha hecho en alguna ocasión— una disculpa: «Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir».
«¡Ooooléee, ahí queda eso!», que diría cualquier castizo al rematar con estilo grandilocuente el torero su faena. Pero no, no estamos en una plaza de toros… Ni el ruedo ibérico, a pesar de la metáfora, lo es ya en modo alguno. Aunque algunos se empeñen en seguir tratando nuestro solar patrio como si éste no fuera otra cosa que un cortijo o plaza de su propiedad y exclusiva pertenencia.
Esta anomalía, que los medios de comunicación tenían que haber tratado con la gravedad que el caso requiere —es decir, con grandes dosis de espíritu crítico—, ha sido objeto de chanza y no poca alegría para solaz y entretenimiento de chascarrillos propios de porteras en tertulias televisivas, columnas de opinión, programas radiofónicos y reuniones de toda índole. Es la forma en que el periodismo, en esta nueva Corte de los Milagros que sigue siendo, en parte, el reino de España, ha tratado el problema para mejor eludirlo: crónica chafardera, chiste picante, cotilleo de mal gusto… que tan bien ilustran nuestra impotencia y sumisión al orden establecido. En lugar de exigir reformas de gran calado en nuestra Constitución… mofa y befa de la propia decadencia en la figura del rey. Patético.
El segundo hecho, si cabe, resulta más grave: que un político izquierdista, provisto de un notable bagaje intelectual y portavoz de una formación «alternativa» y feminista, de convicciones republicanas, haya sido objeto de denuncias en comisaría por acoso sexual y maltrato por parte de mujeres, ha sido la guinda que la derecha española —inmovilista y cerril— estaba esperando para coronar el pastel que nos preparan. Y que ese hombre, por toda respuesta, en lugar de asumir su responsabilidad eche la «culpa» de sus actos a la escisión existente entre la persona y el personaje, a la carcunda propia del patriarcado o al estilo de vida neoliberal en abierta contradicción con la filosofía de su pensamiento, es la confesión no sólo de un fracaso sino el reconocimiento de que cualquier cambio importante no es viable.
No lo es por la aceptación, implícita, de que el mundo que propugna está minado por hábitos y costumbres que impiden el nacimiento de lo nuevo. Así, Íñigo Errejón, ejemplo de esa izquierda que arrastra todavía la maldición del estalinismo, nos dice con su acto que lo único que puede surgir de esta sociedad es un aborto como el suyo: engendro dividido entre una conciencia idealista y un modelo pulsional abominable. A Íñigo le queda mucho psicoanálisis por delante.
El caso, tratado adecuadamente, podía haber dado mucho de sí. Pero en lugar de pensar, en España aún queda gente que prefiere embestir. El auto de fe ya estaba servido desde el momento mismo en que saltó la noticia: había que quemar en la hoguera de las redes sociales al impostor; suprimir, en la práctica, la presunción de inocencia; dar pábulo a toda clase de denuncias anónimas sin más cotejo que el propio de una reacción histérica.
Esta vez cierta España lo tuvo a huevo: lapidar, crucificar, cubrir de insultos e improperios al desgraciado que tuvo la poca fortuna de caer en el pecado de la carne sin que su falta fuera «consentida». ¡Cuánto catolicismo no esconderá el disfraz de lo «progre» y de lo «políticamente correcto»!
Este estado de cosas en nuestra vida pública no ha servido sino para impulsar una feria de vanidades en toda clase de medios, sean privados o estatales. Lo importante no es la información, el pensamiento crítico. No. El circo, el espectáculo, la reducción de cualquier línea de fuga y la doma del disidente bien informado son las nuevas pasiones que alientan la desfachatez o el cuñadismo desenfadado. La pasión por la ignorancia parece ser la medida escogida por no pocos «ciudadanos», que prefieren el rumor, la patraña, el engaño empalagoso a la información fidedigna de un discurso articulado.
Sin embargo, en el frenesí de una vida sin objeto, en los desfiladeros del sinsentido por los que discurre cualquier palabra en manos de leguleyos, políticos corrompidos, periodistas venales o prebostes del pensamiento establecido, irrumpe lo real, fenómeno que podemos asociar a lo inesperado y no representable, pero con vida propia. Ese real —que a veces nos inunda— nos da la medida exacta de la fragilidad de nuestro ser, de la mentira en que vivimos, así como de la fugaz ilusión de nuestras más profundas convicciones. Nuestro mundo entonces, construido sobre una base aparentemente firme pero inestable, se viene abajo. Y en esa tesitura, en tal circunstancia, tomamos conciencia de que nada es como lo cuentan, de que la realidad no existe, y que el sueño de nuestra existencia no es sino el eco o latido de una presencia que, aun sin verla, nos guía hacia un fin o sentido incognoscible.