“Eres fuerte por fuera, pero por dentro eres débil”. Esta es la última frase que escuché decir a mi papá hace un par de días en medio de una conversación que ni siquiera se trataba de mí. En la mesa estábamos sentados él, yo y mi mamá. No sé exactamente qué lo llevó a él a voltear su silla para dirigirse hacia a mí con una mirada titubeante y dejar que salgan esas palabras de su boca. Palabras que dolieron y que mis lágrimas dejaron ver.
He visto el corazón de mi papá y los veintiocho años que llevamos conociéndonos me dicen que el único motivo para decirme algo semejante es que él también se siente débil y que hay situaciones que no sabe controlar. Así que soy yo su mejor blanco para manchar y culpar por heridas que no me corresponden curar.
Como buena overthinker que soy he sacado algunas conclusiones de este cruel episodio. Primero, el poder que tienen las palabras de otros sobre nosotros. Me encantaría pensar que vivimos en un lugar en donde todos tenemos un alto grado de responsabilidad afectiva y que antes de decirle algo hiriente o grandioso a otra persona lo pasamos por un filtro, pero el poco conocimiento en este ámbito que poseen las generaciones pasadas hace que esto casi no exista. Y debería existir porque una palabra mal dicha puede derribar hasta el corazón más fuerte. Por supuesto que también es verdad que va a depender solo de nosotros qué tanto nos afecten estas afirmaciones o cómo decidamos enfrentarlas; sin embargo, no somos de piedra y tenemos un corazón y unos sentimientos que se encogen y se arrugan cuando alguien que amamos (o no) nos señala con el dedo a través de sus opiniones.
Lo segundo que pensé está relacionado con el hecho de que tenemos el poder infinito de engrandecer o aplastar a las personas de nuestro entorno. Una palabra, un gesto, una acción de amor pueden cambiar absolutamente todo; entonces, ¿por qué nos dejamos llevar por ese impulso arcaico y destruimos todo lo que tocamos en lugar de curarlo, abrigarlo, pulirlo y regalarle un poquito de brillo? Existe una rivalidad entre humanos que parece que el más valiente o el más fuerte es el hiriente o el que tiene las balas en la punta de la lengua, cuando a los que deberíamos aplaudir son aquellos que ponen su vulnerabilidad sobre el tapete y son capaces de exponer sus corazones para darle al otro un poco de luz. Muchas veces a costa de la propia y qué maravilla.
Lo tercero es que tenemos el derecho de ser débiles porque ¿por qué no? Ya cargamos suficiente pasado doloroso, futuro inalcanzable y presente complicado como para ponernos la capa de héroe y fingir que estamos bien todos los días de la semana, las veinticuatro horas del día. Es imposible. Somos fuertes porque también tenemos debilidad, es una dualidad muy similar al día y la noche, uno no sustituye al otro, pero la inexistencia de uno sí invalida la del otro. Entonces, sí, papá, quizás tengo esas dos fuerzas dentro de mí: la fortaleza y la debilidad, y no voy a negar ninguna de ellas porque estaría negando mi origen, mi verdad, mi esencia.
Para cerrar, te quiero dejar con un resumen de estos tres puntos: tus palabras tienen poder, úsalas para crear un mundo mejor; sé vulnerable y muestra tu corazón a quienes merecen un pedacito de su historia; date el permiso de que existan dualidades dentro de ti, no tienes que elegir o blanco o negro, puedes ser un perfecto tono gris el día que no encuentres tu sol.