Mi abuela paterna se llamaba Eustasia. Nació en 1870, en Puerto Rico, a donde sus padres habían llegado provenientes de las Islas Canarias. Vivió 30 años en el siglo XIX y 62 en el siglo XX. Cuando yo era adolescente, conversaba mucho con ella. Era un libro vivo de historia, me contaba cosas increíbles de cuando no había automóviles, ni teléfonos, ni aviones, cuando no había radio ni televisión y las noticias llegaban a través de los vecinos y los periódicos.

Como las noticias tardaban mucho en llegar, iban sufriendo modificaciones a lo largo del camino. A medida que pasaban de boca en boca, la imaginación de las personas les iba añadiendo su cuota de leyenda, cuento y fantasía, para hacerlas más atractivas. Ocurría lo mismo que en ese juego de niños llamado teléfono descompuesto, donde todo termina siendo distinto de lo que se dijo al comienzo de la ronda.

Las personas se enteraban de lo que pasaba en otros sitios, pero, cuanto más lejos quedaba el lugar donde se originaba la noticia, más difícil resultaba verificar lo sucedido. Imagínense lo complicado que era corroborar sucesos históricos, donde a la distancia geográfica se agregaba la distancia en el tiempo.

Lo que más me fascinaba de los cuentos que me contaba mi abuela era precisamente esa cadena de comunicación que se establecía entre la gente. Todo me parecía un cuento de hadas, una especie de Cien Años de Soledad en vivo y en directo. Cuando conversaba con ella a fines de la década de 1950, ya había televisión, radio, teléfonos y télex, y las personas se comunicaban muy rápidamente, cruzaban los mares en avión y los caminos en automóvil. Las noticias también viajaban más rápido que en el pasado, y los sucesos llegaban a oídos de las personas casi al mismo tiempo que tenían lugar.

Eso sí, las noticias seguían sufriendo transformaciones, pues las distintas voces que las transmitían les iban añadiendo su propia interpretación, la propia inflexión de su voz y el énfasis de sus propias creencias. La información noticiosa no era tan precisa como la gente creía; al igual que la historia, siempre tenía algo de cuento y leyenda, incluso algo de magia.

El pasado que me contaba la abuela tenía un aura de fábula, como los cuentos para niños. El relato de su vida misma se entremezclaba en mi mente con escenas de obras literarias como El señor de los anillos y El principito. Mientras ella me contaba cosas sobre su vida, sobre los cambios que vio, la llegada de los norteamericanos a Puerto Rico o de los primeros automóviles, yo disfrutaba de una taza de café con leche que ella misma me preparaba. Con mi abuela descubrí la magia del tiempo.

Ahora soy yo el que llevaba ya vividos 57 años del siglo anterior y 24 de este siglo XXI, en el que las noticias fluyen de una manera impensada para la generación de mi abuela. Cuando despierto por la mañana, no preciso levantarme de la cama para acceder a un dispositivo electrónico y conectarme al torrente de información que fluye por Internet. Inmediatamente me llueve una catarata titulares y opiniones de todas partes. Los ruidos de la mañana ya no son solo los pájaros, las maquinarias despertándose y las voces del viento, ni siquiera las noticias en la televisión o la radio; ahora también incluyen imágenes, textos, videos, conspiraciones, palabras, conversaciones, ofertas de consumo y escenas turísticas que provienen de todos los rincones del mundo. Basta apoyar un dedo en esa ventanita brillante y misteriosa que se asoma al universo para nos inunde un mar de noticias que van desde la última barrabasada de políticos como Trump, Milei o Kim Jon Un, hasta palabras inspiradoras dichas por Hafiz o Francisco de Asís.

La pregunta es a quién creerle. Las estaciones de radio y televisión repiten noticias condimentadas de alguna ideología política. Y las que circulan por las redes sociales son creadas por personas con ínfulas de García Márquez que inventan Macondos en donde la Tierra es plana, la luna es de queso, los inmigrantes haitianos que viven en Estados Unidos comen perros y gatos de los vecinos, y el COVID es una conspiración china-italiana.

Las palabras, fotografías, y videos que presentan como “información”, pero en realidad son fábulas y leyendas, tan ficcionales como las películas o las obras literarias. Es una plaza pública donde todo el mundo habla a la vez y dice lo que sea, y donde la gente termina agrupándose con quienes son de su misma opinión. De ahí surge la gran confusión que vivimos en este momento de historia, del derrame que hay de millones y millones de puntos de vista.

Hoy en día, en vez de que una persona embauque a otra o a un grupo pequeño en una esquina, usando su capacidad de manipulación, lo que hay son miles de personas que tienen la posibilidad de embaucar a millones instantáneamente. Por eso las teorías conspirativas se multiplican como conejos en las redes de Internet.

Los dispositivos electrónicos también ponen a nuestra inmediata disposición toda una madeja de imágenes y comunicaciones humanas, cantos ladridos y alaridos de mentes comunicando vicios y virtudes que van desde poemas de Hafiz y Teresa de Ávila hasta la más crasa pornografía. Con un simple movimiento de los dedos, podemos acceder a sitios donde mentes humanas vuelcan todo su potencial creativo y destructivo a la vez, donde conviven la conspiración y la inspiración.

Esta mañana, al despertar, me puse a explorar esta ventana al mundo. Vi los grandes titulares de varias fuentes. Las guerras, los huracanes, los terremotos, las nuevas vistas de ese Galileo colectivo llamado el Telescopio Webb y noticias sobre un virus que hace unos años desencadenó una pandemia y ahora es tratado como catarro más. También vi al dichoso señor Trump, mezcla de comediante, embustero, novelista surrealista y mercader del miedo, y me pregunté cómo era posible que las personas puedan votar a un tipo como este. Entonces me acordé de Bolsonaro, Calígula, Milei y tantos otros, tantos otros.

Todo ese derrame de información repentina me sumió un estado mental raro. Sin saber cómo ni por qué, mi mente viajó 70 años atrás en el tiempo, y me acordé de mi maestra de primaria, cuando nos enseñaba gramática. Pude oír su voz que nos decía: “las palabras esdrújulas siempre se acentúan.” Hacía décadas que no reparaba en esa palabra. “Esdrújula”, repetí en voz alta. En ese momento sentí que me caía dentro de uno de esos planetas pequeños donde saltaba el Principito. Sentí que todos los Macondos, los molinos de viento con que batallaba el Quijote, y Gandalf y los personajes míticos de los panteones griegos e hindúes eran un continuo que fluía por la ventanita de internet a través de la cual yo me estaba asomando al mundo. Sentí que todo era cuento.

Media hora más tarde, mientras tomaba mi café de la mañana, trataba de hilvanar en un tapiz de magia todas las historias aprendidas, incluidas las locuras de los Calígulas y de los Trump, la compasión de Francisco de Asís, las guerras, las caricaturas, los horribles cuentos de niños para asustar y dormirlos a la vez, el cuco, Santa Claus, los reyes magos, las palabras esdrújulas, Adán y Eva, el pecado original los míos propios, y hasta los cuentos de mi abuela Eustasia.

“Ay”, pensé, “si tan solo tuviese el talento periodístico de Gabriel García Márquez, el conocimiento lingüístico de Tolkien, o la imaginación de Antoine de Saint-Exupéry. Si tan solo pudiese integrar esta percepción simultánea de la magia de la vida en una obra literaria, esa obra sería interminable, siempre nueva, maravillosa, creativa. Sería como el Aleph de Borges, el cuento de todos los cuentos.

Mi abuela Eustasia me enseñó a ver la vida con lentes mágicos. Cuando ella se murió, me quedé huérfano de guía y me puse a estudiar ciencias y filosofía. Por un tiempo me olvidé de la magia. Me acuerdo la última vez que vi a la abuela, esa mañana que fui en busca de sus cuentos del siglo XIX y su café con leche, y al abrir la puerta no la vi. La encontré en la cama, el rostro apacible, relajada, con una leve sonrisa en sus labios, como una bella durmiente. Había fallecido mientras dormía, como siempre lo había deseado, como mueren las personas justas. De ella heredé la convicción de que la vida es mágica.