Estoy escribiendo luego de muchísimo tiempo sin esbozar una sola letra en nombre de la creatividad. Este artículo, de hecho, iba a versar sobre otro tema. “Iba”, sí, porque distintos pensamientos y cavilaciones se entrometieron con la idea original, no porque fuera mala o poco interesante, sino porque había otras urgencias literarias. Me refiero a esas urgencias del día a día, las cuales, a pesar de ser tan urgentes, suelen pasar desapercibidas.

Anoche estaba terminando de ver la trilogía de películas de El Hobbit. Leí el libro hace varios años atrás pero nunca había visto la puesta cinematográfica. Ayer, también, me puse manos a la obra con la huerta en casa. Pensaba, mientras observaba los lugares en que sembré hace unos días las semillas de tomate y menta, en qué preciados se vuelven esos momentos de quietud y armonía; qué preciados y qué mezquinos a causa, por supuesto, de nosotros mismos.

La historia de El Hobbit gira en torno a la lucha de trece enanos por recuperar su hogar en la Montaña Solitaria, el cual fue arrasado y usurpado por un terrible dragón llamado Smaug. La trama viaja a través de los pasos de Bilbo Bolsón, también. Él es elegido por el mago Gandalf para acompañar las aventuras de esta compañía de enanos y ayudarlos en su cometido. Unos, luchando por regresar al hogar; otro, por su lado, abandonando sus comodidades y seguridades para arrojarse a una aventura inesperada.

El hogar. Ese gran tema, ese lugar anhelado.

Thorin Escudo de Roble, el heredero al trono de Erebor, el reino bajo la montaña, le transmite unas últimas palabras a Bilbo. En el libro son las siguientes: “Si muchos de nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro atesorado, este sería un mundo más feliz”; en la película pude apreciar esta variante de traducción: “si diéramos más valor al hogar que al oro, el mundo sería un lugar diferente”. Previo a estas palabras le dice, además: “Vuelve a tus libros y a tu sillón, planta tus árboles, míralos crecer”.

No es mi intención hacer de este artículo uno sobre crítica literaria o cinematográfica sobre El Hobbit, a pesar de que me encanta la saga El Señor de los Anillos. Sin embargo, las cosas siempre nos gustan por algo y, en esta oportunidad, creo que las palabras surgen más del alma sensible que del rigor académico.

El hogar. Luego de esta breve distensión acerca de la trama de aquella historia, regreso a la tarde de ayer mientras estaba en la huerta observando la tierra húmeda con las semillas de tomate y menta en su interior. Qué gran valor tienen. Qué gran valor tiene nuestro tiempo, nuestros instantes de paz. Vivimos en un mundo arrollador. La rutina, el trabajo, la universidad; ejercitarse, dormir, comer bien. La vorágine nos lleva y nos arrastra. Por supuesto, nos dejamos arrastrar también. ¿Y es que acaso no aprendimos así a vivir?

O a sobrevivir.

Nos olvidamos, a mi pesar bastante seguido, de cultivar lo que realmente nos apasiona y nos da dicha. Nos olvidamos de lo esencial.

Debo, si se me permite, volver a la comparación con la película. Bilbo, de entre todo el oro que podía reclamar y llevarse de esa montaña, decidió quedarse con una bellota. Lisa y llanamente, una bellota. En este punto es menester mencionar que dicha bellota ni siquiera salió de la Montaña Solitaria y de su enorme tesoro, sino del jardín del cambiaformas Beorn. Desde su paso por aquel paraje, durante toda la travesía Bilbo cuidó que no se caiga de su bolsillo ni se extravíe (y tampoco es tarea fácil cuidar una semilla si uno tiene que estar batallando contra orcos terroríficos).

Y he aquí la cuestión: el valor de algo pequeño pero significativo.

Cuando Thorin enloquece a causa de la avaricia ocasionada por el poder de La Piedra del Arca (única, brillante, hipnotizante reliquia de los reyes enanos), este increpa a Bilbo pensando que él tiene escondida dicha reliquia. En ese instante, Bilbo abre su mano y le muestra la bellota: al lado de toneladas de oro y riquezas, una pequeña bellota tan parecida a cualquier otra pero, sin embargo, única. No por su fisionomía, sino por el simbolismo que posee: cuidar los pequeños momentos, los valiosos instantes, como lo hace un hobbit. Atesorar una semilla para poder verla crecer, para apreciar cómo echa sus raíces y despliega sus hojas…

Así estaba yo anoche. Observaba la escena final de la película y mientras tanto recordaba y me preguntaba: ¿por qué invertimos más tiempo en vivir preocupados que en sembrar y cultivar lo que nos es grato? ¿Por qué nos preocupamos tanto por el dinero como si fuésemos a vivir para siempre? Con la esperanza de un soñador y con la paciencia y perseverancia de un hobbit, así me gustaría vivir. Claro que uno no puede pecar de necio. En este mundo cada vez más individualista en el cual todo cuesta, el dinero es importante. Mucha gente no tiene un techo, pasa hambre, sufre guerras que ni siquiera son suyas, pierde la alegría y el alma. No se puede no ser realista, pero quizás estas reflexiones son mis más profundos deseos: que todos podamos ver crecer nuestros proyectos, nuestros sueños, nuestros ideales, nuestras semillas.

Hoy me desperté y lo primero que hice fue, como todos los días, preparar el mate y salir al patio. Me estiré casi tanto como alguien que quiere alcanzar las nubes. Me froté un poco los ojos y fui a buscar las pequeñas macetas en donde coloqué las semillas: los plantines emergieron de su interior con un verde vigoroso. La perseverancia y la paciencia. El valor del tiempo y del aquí y ahora. Los pequeños gestos que brinda la vida para recordarnos lo que es importante: el hogar, el placer al hacer lo que nos gusta y da dicha, la bellota de Bilbo.

Ni todo el oro del mundo puede comprarnos más tiempo.

Bilbo, luego de la cruenta aventura que se cobró varias vidas, regresó a La Comarca; regresó a su hogar. A Thorin le habían conmovido los planes de Bilbo para el futuro. A fin de cuentas, las palabras póstumas del Rey Enano tenían bastante razón: “Vuelve a tus libros y a tu sillón, planta tus árboles, míralos crecer”.

Ojalá podamos valorar lo que tenemos como lo hace un hobbit. Ojalá podamos valorar una semilla por encima del oro como lo hace Bilbo. Al igual que él, sembremos lo que deseamos ver crecer. Aunque conlleve ser perseverante y sondear las infatigables frustraciones que a veces nos atacan por la espalda, hagamos lo que nos gusta, cuando podamos, como podamos, pero hagámoslo. Transformemos todas esas cosas en un lugar al que llamar “hogar”, así no se trate solo de un lugar físico en el cual habitar. El día de mañana podremos así estar satisfechos de haber empleado bien ese ratito de nuestro tiempo.

Nunca tuvimos todo, pero quizás tenemos lo suficiente. Hagamos de lo cotidiano y de lo que damos por hecho un lugar en el que siempre podamos sentirnos como en casa.