Muchas veces al despertar, debo preguntarme dónde estoy y en qué idioma hablan en la calle. ¿Soy yo el mismo de siempre? ¿Soy aquel niño que andaba en bicicleta por las Tierras de Adrogué, o soy otro hombre que vive una vida dentro de un sueño que tal vez tuve tras un asado y después de tomar varias copas de vino? Siempre me pregunto cuál es la verdadera: si mi vida de la infancia, la de mi adolescencia, o las muchas otras que he experimentado desde entonces, tan a menudo inconexas.

Estoy en Madrid y me parece que siempre he estado allí; camino por Dublín y creo que nací en cualquiera de sus esquinas, o llego con mi embarcación a Stari Grad y siento esa particular sensación de regresar a casa. Lo constante, en cualquier lugar, es que busco refugiarme en los tangos, y que cada vez que alguien enciende un fuego para cocinar, pienso que estoy en algún rincón de La Argentina, siendo invitado a sentarme a la mesa y compartir un asado.

He sido muchos hombres y quizás también muchas vidas. ¿Cuál de ellas debería haber permanecido o nunca haber existido? ¿Son todas partes integrales de una existencia mucho más amplia, compuesta por varias pasajeras? ¿Es todo esto una única existencia o se renueva indefinidamente con diferentes matices? Si hubiera nacido en una época mucho más lejana en el futuro, ¿confundiría mis rastros en otros planetas?

En todas esas vidas fui yo, aunque todos conocieron a un hombre diferente. Los amigos que encontré en el camino, las mujeres con las que compartí el amor, todos han conocido variadas interpretaciones de mí mismo, algunas mejores, otras peores. Creo que no todos coincidirían al hablar sobre mí, o incluso podrían dudar de haber estado con la misma persona. Esto se debe, en parte, a mi capacidad de adaptarme al entorno, es decir, de buscar coincidencias o retirarme sabiamente en otra dirección cuando no las encuentro. Pero lo que aquí planteo es que, puede ser real, que tal vez haya vivido varias vidas.

Muchas veces, cuando uno vive cosas que no le gustan, siempre he sentido, sabiendo que nada permanece inmutable, que sólo algunos de mis pensamientos son constantes, pero no mi cuerpo, ni lo que me rodea. Cuando otros me cuentan de su infelicidad, y yo, que conozco mis otras vidas tristes, a diferencia de los demás y creyendo que no soy el único, me reconforta sentirme parte del grupo de soñadores que también está viviendo vidas similares a la mía, en un tiempo pasado o en un futuro todavía inexistente (para mí). Saber que lo bueno es efímero, saber que lo malo también termina, ya sea porque llega lo que hemos deseado por bueno, o porque era tan terriblemente malo que acaba con nuestra vida, quiero decir, que nos termina. Pero en este universo, la eternidad, realmente no existe, al menos no para nuestras vidas terrenales. Lo que sí creo es que existen otros dos mundos donde lo bueno y lo malo pueden perdurar, et nunca, et semper, uno abajo y el otro en el Cielo.

Este soliloquio, cual futuro coloquio, no es ninguna crisis existencial; es mi pensamiento ininterrumpido, casi eterno. Es un texto nunca bien trabajado y que, probablemente y con seguridad, jamás lo sentiré finalmente terminado.

En este transcurrir, en ese cambio entre una vida y la otra, es cuando uno reflexiona. Como lo he definido en muchas ocasiones, la vida no es con certeza sino un lazo entre ese origen determinado y el destino imaginado, y puede ser, de manera más pragmática y concreta, lo que nos sucede en el mientras tanto. Como sucede con los viajes, donde por las ansias de la ida o los recuerdos filtrados del regreso, uno comprende realmente lo que sucede o lo que ya ha pasado, solo después de volver. Disfrutar de la sala de espera o mientras se busca ese nuevo camino prometido, en el tránsito, allí está el verdadero devenir de nuestra existencia.

Cuando uno sabe que el azar volverá a sorprendernos, puede que no hacer nada sea dejar que el universo tome las decisiones por nosotros. Pero si estamos al acecho y siempre preparados, llegará el momento en que los acontecimientos anhelados dejarán de ignorarnos. Si nada sucede, ¡ay, qué cosa tan abominable!, habrá que salir al camino para buscarnos de nuevo, para reencontrarnos con nosotros mismos, con alguno de esos otros “nosotros” que habitan en nuestros más ocultos abismos o en nuestras personalidades más atesoradas.

Desde muy joven creía que moriría temprano, pero al dejar atrás la juventud -y hasta madurar en algunas ocasiones- llegué a la conclusión de que ya había vivido más de la mitad de mi vida, o que no faltaría mucho para determinar cuánto más me queda o cuánto menos me resta. Esta sensación de finitud me ha ayudado a disfrutar de las pequeñas cosas, a no prestar atención a la tontería, y a no perder el tiempo, para que el recuento al final sea feliz cuando se acabe la mejor representación de uno mismo. Medir la vida en tiempo, e insistir en que el tiempo son las experiencias, porque el tiempo vivido de manera inerte es un regalo despreciado.

Siempre uno está mirando hacia delante, y está bien que así sea, porque sentimos que es la única manera de avanzar. Muchas veces me han señalado con qué facilidad dejo atrás y a lo lejos episodios de mi vida. No ignoro el recuerdo de las cosas, pero solo a las buenas las conservo en un tierno museo en el corazón. Aunque hay siempre algún pasado feliz al que me gusta regresar, aunque sea por las noches para invocar al sueño.

Eso es la infancia, la poseedora de la fantasía sobre cómo sería la adultez. A ese niño le rindo cuentas, a ese niño le envío fotos de mis sonrisas de adulto, y a ese niño es al que intento no mentirle, tratando -creo que sin éxito y llenándome de culpa- de ocultarle los fracasos, las tristezas y las incertidumbres que ve reflejadas en mis ojos.

Porque si todo cambia, uno debe ir cambiando, pero debe haber un ser en nuestro interior que nunca nos abandona ni lo hará: el de nuestra más inmaculada inocencia original. Este será quien juzgue si hemos hecho bien o mal. Por eso, y sin avergonzarnos, sabremos regresar a las puertas de la infancia, con flores de regalos, con un bolso lleno de sonrisas y con todo lo bueno que habremos de encontrar en el camino si hemos vivido algunas veces como Dios manda. Por esta razón, la nostalgia y la dulce melancolía serán buenas compañeras, porque nos recordarán los sueños que tuvimos, aquellos que ya se cumplieron y los que aún, mientras estemos en este planeta, no hay razón para considerarlos inalcanzables. Habrá que saber mirar con valentía adulta a los ojos temerosos por el futuro de cuando fuimos niños.

Son muy pocas las cosas verdaderas que corresponden a cada época y a cada momento de nuestra existencia. Dios lo dispuso así, impregnado en la ensoñada voluntad que existía en la mirada de cuando éramos niños, y también con la energía de aquellas carcajadas que todos, ciertamente, con seguridad habremos experimentado, para volver a reír como cuando éramos pequeños.